Escritos Pandémicos (2020/21). Luis Campalans Pereda

Escritos Pandémicos (2020/21) - Luis Campalans Pereda


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él se saca su tapaboca, corre el de ella y se dan un beso apasionado, para luego volver rápidamente a la “distancia social”. Confieso que, por un par de segundos, me provocó rechazo, hasta amagué con censurarlos en mi cabeza; eso me llevó a imaginar que muchos hablarían de la inmadurez, la irresponsabilidad y la desmentida adolescentes o algo por el estilo y me hizo gracia. Cuando los perdí de vista, la gracia se transformó en deseo y el deseo en una momentánea esperanza, tal vez, simplemente porque es lo último que se pierde.

      Tiempos de crisis, difíciles e inéditos. Tiempos de pandemia, de pánico y de pandemónium como su brutal efecto (así se llamaba la capital del infierno según el clásico El paraíso perdido de Milton).

      Releo algo que escribí en ocasión de la crisis de la hiperinflación argentina de 2001 y sus consecuencias económicas y sociales. Pretendía ser un testimonio de cómo ello nos interpelaba como analistas, tanto en nuestro trabajo cotidiano como respecto del psicoanálisis mismo, en lo que hace a su particularidad, a lo que le sería propio como praxis. Hay cosas que se reiteran y reflexiones que siguen siendo válidas porque tienen que ver con los fundamentos. Pero esto, es sin duda, otra cosa. Por un lado, su carácter ecuménico o global, lo cual no es tanto un mérito del virus, sino de la capacidad de nuestro actual grado de desarrollo cultural para propagarlo.

      Por otro, al poner la salud como lo amenazado en primer plano, viene a poner en juego y a confrontarnos con la cuestión de la vida y la muerte. No es que ignoremos la certeza de nuestra finitud, pero no es cuestión de andar pensando en eso todos los días, tomando noticia de lo que ya sabemos, pero preferimos no saber. Pero no se trata tan solo de la muerte real, sino sobre todo como amenaza, como fantasma o temor fundamental, con todas las variantes de su catálogo, la propia y la ajena, la de “los viejos” en particular. No es forzoso, pero un efecto del miedo a la muerte también puede ser la asunción de que se está vivo y mejor hacer algo con eso.

      La irrupción intempestiva de lo unheimlich pateó el tablero de la realidad, allí donde se creía o suponía que alguien o algo (humano) manejaba los movimientos de las piezas, que sabía lo que hacía. Pero lo real no es aquí tan solo la biología, es la emergencia catastrófica de lo que no se sabía, no se pensó, no se previó, o incluso no se quiso saber; su efecto es la crisis, el derrumbe de ese imaginario social que llamamos realidad. Sin duda, pospandemia, se armará otro en su lugar, aunque no sabemos bien ni cómo, ni cuándo, ni qué; pero está claro que se trata del tipo de corte que hace una marca que divide el tiempo, como sensación subjetiva, en un antes y un después.

      Se nos recuerda que como analistas somos “agentes de salud”, de la salud mental en particular y que debemos cumplir con nuestra parte en el objetivo comunitario. Entendemos que se refiere a la contención y al apoyo psicológico, como se dice. No podríamos cuestionar eso, pero a la vez nos preguntamos: ¿no son ya más que suficiente la abrumadora campaña de los medios y las redes sociales a favor del cuidado y la prevención? Incluyendo la también abrumadora oferta sobre ideas, oportunidades y soluciones para sobrellevar el confinamiento. ¿Más de lo mismo? ¿Que podrían encontrar nuestros pacientes de diferente en el espacio analítico?

      Tampoco somos “agentes de denuncia” por así decir, de lo que podría ser un paso adelante histórico, no necesariamente premeditado, de “la sociedad de control” versión siglo XXI, con la tecnología como instrumento de poder que, como dicen, llegó para quedarse y con el miedo como el factor clave, cohesionante de la masa. Hay una especie de círculo que más que vicioso es siniestro: el miedo produce represión para poder librarse de él, lo cual, a su vez, produce más miedo; es por ello, como bien sabemos, caldo de cultivo para el prejuicio, la discriminación y el racismo que vienen a legitimarlo.

      Al respecto, como nunca antes, se hace necesario respetar la posición de cada quien sobre el papel y la función de los ideales y valores (la vida, la salud, la familia, el bien común, la sociedad, la humanidad) en el soportar y acatar, al menos por cierto tiempo, la reclusión y las renuncias que se le demanda e impone. Excepto, claro está, que alguien se los cuestione.

      Pero a la vez como analistas no podemos soslayar o desconocer esa “hipocresía cultural” que Freud nos enseñó a detectar, a leer, en textos como El malestar en la cultura y otros. Por ejemplo: la ambigüedad esencial de la relación con el prójimo expresada en ese “nos cuidamos entre todos” que a su vez es “nos cuidamos de todos”. ¿Cuidar al otro o cuidarse del otro? ¿El enemigo es el virus o mi semejante, sobre todo si es un “adulto mayor”, que me puede contagiar y que, desde luego, no es invisible?

      Tampoco como analistas podemos ignorar que la angustia, más allá de los fantasmas de cada uno, esa angustia casi insoportable remite a que la película de la realidad se cortó en el mal lugar y ha dejado ver un agujero tan grande como el del ozono, un agujero en el saber, un algo que debería permanecer, de ordinario, velado y oculto.

      Y lo que se devela no es solo la muerte, sino eso de que “el Otro está barrado” que el conjunto del saber humano que está hecho de lenguaje, de simbólico, que el “sabelotodo” no sabe lo esencial. Una suerte de “muerte de Dios”, quizá testimoniada por esa imagen patética del papa dando misa en un Vaticano desierto. Quedará como disyuntiva para el analista el tapar o mostrar esa tachadura, en dejar ver o no que, en definitiva, como dice la saga, el rey está desnudo.

      Como efecto, la humanidad sangra por la herida, produciendo una hemorragia de imágenes y palabras, pues ¿hay algo que opere más como causa para hacer hablar (a los medios, políticos, médicos, científicos, artistas e intelectuales) que la incertidumbre, que la falta de saber, que la falta de palabras?

      A veces, en el mismo día, recorro toda la variante del menú tecnológico: Skype, con o sin video, Zoom, videollamada de WhatsApp con o sin imagen y la clásica y fiel línea telefónica que nos viene del siglo pasado. A ello se agregan los pagos por transferencia que nos impone el uso obligado de los medios electrónicos. Queramos o no, somos forzados a entrar, a atraparnos en la infinita red del “big data”, para ya no poder salir jamás de ella. Esta es la gran novedad del siglo, que la pandemia no hará más que consolidar y sobre todo justificar. Adicionalmente, ello también agrega nuevos miedos y ansiedades: ¿qué pasa si se rompe o si pierdo o me roban el celular o si la PC tiene problemas? La tecnología y sus objetos han adquirido el estatuto de objetos de la necesidad, ya no se puede vivir sin ellos, como el oxígeno o el agua.

      Si hasta hace poco se discutía la validez y la oportunidad del uso de los instrumentos “virtuales” en el análisis, ahora eso ha quedado de lado, por la rotunda razón de que no hay otra forma de hacerlo. De repente hay unanimidad de que el análisis es posible casi como hay unanimidad de que “no es lo mismo”. Parecerá obvio, pero ¿en qué no es lo mismo? Están la imagen, la voz y las palabras, siempre más o menos electrónicamente distorsionadas, pero falta el cuerpo. Una buena ocasión para preguntarse si el cuerpo, los cuerpos, son prescindibles o excluyentes en una experiencia cuyo eje principal transcurre en la dimensión del discurso (relato e interpretación). ¿Se le puede sacar el cuerpo al análisis o este es de cuerpo presente?

      Sabemos que la tecnología (detrás de la cual está siempre el deseo humano) ha hecho posible no solo el estar sin estar, sino que eso sea posible ahora, en vivo y en directo. La disociación entre el cuerpo y la imagen expresa la ruptura de la unidad supuesta entre el tiempo y el espacio, la ruptura del “aquí” con un “ahora” que se vuelve prevalente, dominante sobre un “aquí”, que apenas tiene la espesura de la imagen virtual, que es solo imagen de una imagen.

      Pensamos que el cuerpo es lo que encarna la dimensión real de la transferencia, la que presentifica lo que no puede ser in absentia, la que hace que el “ahora” se anude con el “aquí”. El cuerpo pensado como “órgano de la libido” que también va a recubrir los diferentes objetos del consultorio, los sillones, el diván, los ruidos, los olores y que también se extrañan.

      De repente, caemos en la cuenta de que, después de todo, el cuerpo sigue ahí, que pese a la virtualidad hay que acomodarlo, incluso mostrarlo u ocultarlo, de algún modo. El cuerpo de los pacientes que, por ejemplo, se recuestan en la cama, un sofá o el asiento del auto, hasta el del analista que luce una graciosa disociación, mitad superior más o menos presentable


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