El Risco. Ana De Juan

El Risco - Ana De Juan


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si preguntar por él padre fantasma de mi novia era peligroso para ellos, intentar saber del pasado de su madre era conocer la tristeza en su más nítida expresión. Era ver cómo aquella mujer se enfermaba de pronto, cómo su cuerpo se consumía en segundos.

      Se hacía menudita. Se te encogía el alma sólo de verla. Parecía morir. Pero se moría más cuando miraba a su hija mayor, porque lo hacía con culpa, con pesar... Algo había pasado con la niña, algo que a las dos les dolía por dentro. Aunque disimularan.

      Gara me contó años después lo que había pasado. Me lo pudo decir una noche de confesiones y de llanto. Me dijo que calló aquel secreto, porque decirlo iba a traer más sufrimiento. Y cuando lo supe se me partió el corazón, me dolió en el alma, me llenó de odio. Pero por ella, y sólo porque me lo rogó, me contuve y callé con ella por el resto de nuestra vida juntos.

      Pero es justamente hoy que decido liberar tantos años de silencio, de misterio, y de dolor y aunque no sé muy bien cómo escribir esto, ni cómo explicarle a mis hijos... voy a tener que decirles que cuando su madre era pequeña; cuando tenía apenas once años, una noche despertó en medio de un pesadilla donde la revolcaban, le tapaban la boca, la nariz... y la tocaban y restregaban por todos lados con una violencia que dolía mucho más que una paliza. Y que todo eso lo soportó a pesar del miedo de pensar que se estaba muriendo, Gara aguantó hasta la vejación más asquerosa durante horas, de un hombre sudoroso y borracho al que no le importaba nada..., ni siquiera que pudiera llegar a la cueva su mujer.

      Gara pudo confesarme que ella sí conoció al padre de Joaquín y de Ayoze, y que cuando su madre pudo rescatarla de debajo de aquella bestia, sus hermanos se quedaron huérfanos para siempre de él.

      Parece ser que Gara y su madre se abrazaron y lloraron, se mimaron y volvieron a llorar, y que las dos soportaron seguir viviendo para no dejar sola con este pesar a la otra. Y que en un pacto mutuo, en realidad Gara me dijo que se le ocurrió a ella, decidieron callar, para no cargar a los niños con el asco y el dolor de ser hijos de aquella bestia. Por eso, los niños de la familia nunca supieron quien era su padre. Por eso Seña Juana a veces se ponía tan malita. Era cuando se le revolvían las tripas sólo de pensar en lo que padeció su hija mayor... la luz de sus ojos. Aquella niña que volvió, como pudo, a su infancia, a su mundo, a su buen humor y a su cueva.

      Gara y su madre, trataron de olvidar juntas para poder seguir viviendo. Cuando Gara me contó todo esto, la admiré más.

      Seña Juana había sido, hasta entonces, y después lo siguió siendo sólo por el bien de sus hijos, una mujer fuerte. Fuerte, risueña y guapa. Era una auténtica maga del campo, de La Esperanza, uno de los rincones más verdes de la isla, donde la niebla y los pinos huelen a frío y a humedad.

      Ella decía que era “una maga de pa´rriba, de pa´llá...onde el diablo perdió los calzones” por eso, según ella, su mirada era agridulce y sus cachetes estaban eternamente colorados (de verlo correr desnudo por el monte, aclaraba siempre, a la vez que se santiguaba).

      La madre de mi novia Gara vestía de negro de la cabeza a los pies, a mí me dijo alguien que las magas del campo pasan más de media vida enlutadas y que al final de sus días olvidan cual de sus muertos fue el primero que la vistió así.

      Pero Seña Juana era un poco más moderna y por eso llevaba además, un delantal gris o blanco, “asigun” la tarea que tuviera que “jacer”.

      Sus manos eran gigantes. Impresionaban por su tamaño, y siempre estaban frías y coloradas. Ella lo sabía y se reía: “¡Oh!, pos de tanto restrigar la arropa ajena. Y ansina, la susidá de la Doña a la que le lavo, me riguelve toito el estógamo ¡Qué cochina que es esa mujer, por Dios!”

      Seña Juana era bajita, pero bien puesta, y no se estaba quieta nunca. La madre de Gara trabajaba por horas en lo que fuera.

      Por la mañana tempranito le ordeñaba dos o tres cabras flacas a su vecino, Don Felipe, quien le dejaba sacar un poco de leche (ya agria por la edad de los animales), para que los niños tomaran algo caliente. Pobres, me acuerdo que ellos jugaban a ver qué cara era la mas graciosa... El día que por fin se llevaron a la boca un vaso de leche de vaca en buen estado la escupieron al instante, porque no les hacía hacer ninguna mueca.

      Seña Juana limpiaba dos casas y una oficina en el centro de Santa Cruz, por la avenida de Anaga y en la Rambla de Pulido, a cambio de unos miserables duros. Antes eran duros, perras chicas y pesetas. Nada de euros ni de multiplicaciones ni equivalencias, menos mal, porque Seña Juana se hubiera vuelto loca... Por la noche cosía ropa para una señora caritativa, y creo que de vez en cuando cuidaba y soportaba el mal carácter de un señor mayor postrado –y odioso– de la zona del Hotel Mencey.

      Seña Juana tenía 39 años pero parecía de 50. Las arrugas más profundas y gruesas las llevaba con dignidad en la cara, “pos ende luego, por guapa no mabrán salido. A lo pior son de no ponerme ningún potingue desos que jacen bien bonito el jocico”... Pero las arrugas que sí le molestaban eran las de adentro, las de los sentimientos. Se veía, se notaba, se le marcaban en la mirada. Eran la parte más agria de sus ojos.

      Nunca la escuché quejarse de la vida, pero si lo hubiera hecho, estoy seguro que tenía más de mil motivos escondidos en su armario. Alguna vez, cuando era niño, escuché a alguien decir que los cadáveres de cada uno se esconden en los armarios. Durante años creí que el que tenía un armario era un asesino que no había sido descubierto nunca. Por eso no me gustó jamás abrir las puertas de los armarios ajenos. Me daba miedo. Después entendí la frase y su sentido: Los secretos, el pasado, todo lo que no se dice, lo que no se cuenta, lo que solo se piensa..., son los muertos propios que colgamos en perchas ocultas.

      Pero lo que mas caracterizaba a Seña Juana era su simpático humor de campo. Las cosas qué decía, cómo las decía, los cuentos y critiqueos entre comadres que ella misma inventaba... Mi suegra también tenía su mundo personal, al que sólo dejaba entrar a los niños de la barriada. Con ella la pasábamos bomba, era como ir al cine -al que pocas veces, por no decir nunca, fuimos-. Nada mas verla y escucharla contar algo ya empezábamos a reírnos. Además era medio guanaja y alocada, quería hacer todo a la vez y a veces vivía recogiendo del suelo todo lo que se le iba cayendo de las manos. Me acuerdo del día de los tenedores, ¡muchacho, cómo nos reímos! Resulta que ella se levantó de la mesa con una tonga de platos y cubiertos sucios, a punto de caer. Los llevaba al fregadero de la cocina y mientras avanzaba haciendo equilibrio, pues se le iban cayendo al suelo algunos tenedores y cuchillos. Se agachó a recogerlos como cuatro veces. Hasta que se hartó de su torpeza y decidió sentarse al lado de ellos y tirarlos por el aire desde allí, hasta el fregadero. Nosotros le festejamos la ocurrencia diciéndole que parecía una jugadora de baloncesto y ¡muchacho, para qué!... nos dejó lanzar todos los cubiertos que había en la cueva para que los encestáramos. Eso tenía Seña Juana, era divertida, loca, no rezongaba, no tenía manías; y además quería mucho a los niños, a cualquier niño. Ella decía que los niños éramos ángeles de Dios, enviados a la Tierra para distraer las penas de los mayores. Decía también que los suyos a veces la sacaban de quicio porque eran muy latosos, pero al mismo tiempo presumía y se sentía orgullosa de sus cuatro hijos. Sobre todo de la mayor, Gara, mi novia. Y es ahora, –después de lo que me contó Gara–, que entiendo por qué, y entiendo también que su amor a los niños del Risco, y su afán por estar feliz y compartirlo con ellos, era parte de aquel pacto secreto entre ella y su primogénita. Gara me dijo, aquella noche de confesiones, que esa actitud de su madre la salvó a ella del rencor, del dolor y que por lo menos mientras fue una niña, cree que se llegó a olvidar de lo que le pasó.

      Eso tenía Seña Juana, la nobleza pura de hacer sentir bien a todos a su lado. A mí me quería mucho y hasta llegó a decirme que estaba orgullosa de mí.

      ¿Les conté que fue ella la que me puso mi nombrete? Oso. Me dicen Eloy el Oso. La verdad es que nadie me llama así, sólo ella, por eso le tengo tanto cariño al mote. Pero todos saben en Valleseco que Eloy el Oso soy yo.

      Un día que estábamos los dos sentados en la puerta de su cueva, quitando las arvejas de las habichuelas para el potaje, me dijo que yo era “un mentir-oso de los sentimientos” y que por eso debía


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