El Risco. Ana De Juan
de muchos años de muda, para defender a su hija. Pero mi tío Ramón, el peor de todos, no la dejó avanzar mucho en su intento de hacer justicia y le gritó con toda su brutalidad:
–¡Cállate tú mamá!, y quítate de en medio muchacha ¿mira? que todavía me olvido que eres mi madre y te levanto la mano... ¿eh? Que se vaya de una vez la guanaja esta, que se vaya con su prole...
¡Ños muchacha!, ¡tanto rollo con la boba esta!
–Pero oye muchacho, ¿qué estás tu diciendo?, ¿eh?, ¿qué manera es esa de hablar de tu hermana? –me contó mamá que dijo entonces mi abuela.
–¿Qué manera dices tú?, pues la única que hay, ¿tú qué te crees?
¡La verdad!, ¡mira tú!, si en tres años lo único que consiguió fue un idiota de marido y dos criaturas... pues medio boba es..., ¿ella no sabe que los plátanos no alcanzan para tanta gente? ¡Pues entonces!, que se busque la vida por ahí, que se las arregle, ¡que más se perdió en la guerra...!
Mi madre me dijo ya de grande que ella y mi abuela –que siempre estuvo desplazada, en silencio y llorando por los rincones de su casa señorial–, eran las únicas mujeres que molestaban en una familia de machos bien machos. Mi abuela Mercedes hacía años que había dejado de opinar. Yo no supe, hasta lo de Enrique, qué había sido de ella, nunca la vi, no sé cómo era, qué cara tenía. Mi madre me contó todo esto un día que la acompañé a llevarle la ropa cosida a la señora Lita, la de los jueves, porque mi madre también trabajaba por horas. Me dijo que ella fue la causante de la ira de las fieras de sus hermanos, cuando cometió el error y la ofensa de casarse con un capitalino “muerto de hambre” –según mis tíos–, mi padre Salvador.
¡Otro más para repartir los plátanos! Dice que le dijeron nada más saber del noviazgo.
Mi madre no hablaba mucho de los trapos sucios de la familia. Pero se ve que a veces no aguantaba las ganas de explicarnos un poco porqué vivíamos así y de dónde salimos todos. Yo la escuchaba como si me contara una película o una historia que leyó en un libro. A veces ella misma se olvidaba que aquel enredo era su pasado, y hasta se reía divertida de las maldades que le hacían los hombres de la finca. A mi madre siempre le quedó la pena y las lágrimas de no volver a ver a su madre. La pena y la culpa, porque sentía que la había dejado sola en aquella jungla. Pero también sabía que mi abuela así y todo lo débil que podía parecer, había sido la única que había levantado el imperio platanero, y que si bien ya no tenía tanto poder como para manejarlo, era una mujer sumamente inteligente para sobrellevar cualquier vendaval de tiempo sur.
CAPÍTULO 5
Gara tenía trece años
Gara tenía trece años cuando le pasó lo peor del mundo. Yo me enteré casi al mismo tiempo, pero aquello que le pasó, lo tuvo que enfrentar sola.
Ocurrió un sábado de verano, por la tarde, más o menos a las cuatro, cuando Gara regresó a su casa en Valleseco. Llegaba muy cansada y resoplando por el calor. Después me contó que había venido caminando desde el mercado de Nuestra Señora de África, una buena tirada, a donde ella iba a coger la fruta y la verdura mas entera, de las cajas que tiraban a la basura. Pero cuando traspasó el umbral de la cueva, con los dedos colorados y estrangulados por el peso de las bolsas, mi Gara se encontró con que su madre estaba tirada en el piso.
Al verla allí no podía entender lo que estaba pasando ¡Pobre!, me dijo que sus hermanos más pequeños estaban sentados en el piso acariciándole el pelo a la madre, y que la miraban a ella suplicándole que la despierte. La niña más chiquita, se acurrucaba como podía al lado del cuerpo de su madre, con los ojitos muy abiertos y chupándose el dedo gordo; eso lo hacía siempre que se iba a poner a llorar como una descosida.
Gara me dijo que sintió que su propio cuerpo se quedó hueco, vacío. Que de repente se le hizo humo lo que tenía adentro. Y que se le aflojaron todos los huesos, del frío que le entró. Del frío, y del miedo, pienso yo.
Lo primero que se le ocurrió hacer fue dejar las bolsas del mercado en el fondo de la cueva, quitar a sus hermanitos de al lado de su madre y mentirles: Les dijo que no se preocupen, que mamá estaba bien. Sólo así consiguió despegarlos del cuerpo ya frío y tieso.
Después, la zarandeó un poco para ver si sólo se trataba de un desmayo, y al comprobar que estaba muerta y era en serio, le puso una almohada debajo de la cabeza y la tapó con la manta de cuadros –porque adentro de la cueva ya empezaba a sentirse la humedad–, con la que Seña Juana arropaba cada noche a los más chiquitos. Y porque le pareció que así se notaba menos que su madre estaba muerta.
Gara me dijo que estaba aterrorizada, que no podía dejar de llorar, y que le dieron ganas de salir corriendo. Pero como no quería asustar más a los niños, trató de pensar qué tenía qué hacer. Pensar qué se hace cuando a una se le muere la madre, sin que esa madre le explique antes qué tiene que hacer, si eso le llegara a pasar. Eso sí que es difícil para una niña de trece años ¿no?
Así que resolvió calzarse en la cadera a su hermanita más pequeña, Candelaria, de dos años, que se le pegó como una lapa al cuello, decidiendo ella solita, que ya era hora de llorar... y cogió a los otros dos, Joaquín, el de siete y Ayoze el de cuatro, uno de cada mano. Los dos muchachotes que obedecieron sin rechistar con el susto en sus caritas –según me contó–, y que no se atrevieron a soltar una lágrima, porque mamaíta les había dicho un día que trataran de no hacerlo nunca...
Seña Juana quería que se hicieran hombres fuertes. Y por ahí, con un poco de suerte, y acostumbrados a no llorar por nada, en el futuro iban a conseguir un buen trabajo.
Fue Don Felipe, el dueño de las cabras viejas, el que al principio ayudó a Gara y a sus tres hermanos. El hombre se puso como un loco cuando Gara fue hasta su casa para decirle que su madre estaba muerta.
–¡Pero muchacha!, ¿qué estas tú diciendo? ¡Con esas cosas no se juega!, ¿tú sabes mi niña?, mira que Dios te va a castigar.
–¡Qué sí Don Felipe, que se murió!, que está tirada en el suelo de mi casa...
–...pero mi niña, ¡eso no puede ser!, ¿pero cómo va a ser eso?,
¿tú estás loca muchacha?, ¿pero tú estás loca? ¡Quita...quítateme de delante! que yo mismo voy a ver...
Y para allá se fueron los dos, Don Felipe, y Gara corriendo por el Risco pa’rriba, con los niños a cuestas, ahora sí, todos llorando, y para colmo de males, con Don Felipe gritando ¡Seña Juana se murió, seña Juanase murió, el Señor nos coja confesados!
Para Gara todo fue un verdadero espanto, porque ni siquiera ella, que estaba segura que su madre estaba muerta, todavía podía creer que lo estuviera.
Cuando Don Felipe vio a su vecina allí tirada, se agarró la cabeza con sus dos manos bien abiertas, y empezó a pegarse golpes en su calva mientras seguía con los alaridos. Entonces sí consiguió asustar a los niños. Me parece que fue más traumático el follón que se montó en aquella cueva, que la muerte en sí de Seña Juana, pobre, que Dios la tenga en su gloria y que en paz descanse...
Los gritos de aquel hombre de guayabera blanca, gafas de cristales verdes, y cuatro pelos largos pegados con brillantina a una calvicie enorme, atrajeron a los demás vecinos y entonces sí, la cueva en lo alto del Risco del barrio de Valleseco, se les llenó de gente y se desbarató todo.
Los niños lloraban, Don Felipe iba de aquí para allí y se entrometía en todo, las comadres del barrio gritaban y zarandeaban a la fallecida... aquel cuidado inocente que tuvo Gara, con su almohada y su mantita a cuadros; con su mentira a los hermanos... Se había desconchado todo, y ante la imposibilidad de frenar la histeria colectiva que se armó en dos minutos, Gara se puso a gritar mi nombre como una desquiciada hasta que oí cómo su desesperación bajaba por la ladera, acompañada de miedo y soledad.
Corrí montaña arriba a tanta velocidad que creo haber volado. Sólo me quedó aire para buscarla entre la gente..., y cuando la vi, acurrucada y sola junto a las bolsas de fruta, empujé