El Risco. Ana De Juan
no sé si es Eloy o Yaiza, porque antes no se sabía lo que venía...y yo llevo acá unos cincuenta años y ¿tanto ya? ¡Ñós muchacha! Ni un solo día dejé de pensar en ella. Nunca dejé de hablarle, de sentirla, de amarla... yo no dejé un sólo día de... ¡Señora!... ¡la parada del colectivo es para el otro lado!, ¡señora, se va a perder! ...bue, ya no me escucha ¡qué macana, che! Porque... digo yo querida, vos y yo, lo nuestro digo, vendría a ser como un amor platónico ¿no es cierto? Claro, un amor platónico en serio, de verdad. Sí, sí, no son fáciles como la gente cree. Parecen cómodos, más económicos ¡seguro!, con menos problemas de convivencia... Pero nosotros sabemos que no es tan así. ¿Te acordás de aquella vez que nos peleamos durante tres meses? ¡La pelotera que se armó! Y, el problema fue el mismo que el de un amor convencional ¿eh?: ¡los celos! Me volví loco, me enfermé cuando dejaste de aparecer en mis sueños. Pensé que te habías enamorado de otro hombre. Aquellas semanas sí que fueron una pesadilla... Pero bueno, no hablemos de esas cosas, hablemos del presente, del futuro. De todo lo que tenemos por delante para disfrutar uno del otro.
Mi amor, mi luz, no olvides que estamos de fiesta, que cumplir años a nuestra edad es una bendición del cielo. Que ¡por fin! llegás a los setenta y que por eso este pibe de setenta y dos te regala con estas palabras todo lo que tengo: mi vida.
Ah, mi querida, y no te preocupes por la vejez, porque me está pareciendo que el final del camino se hace más ancho para los viejos como nosotros. Los que queremos seguir soñando despiertos. Los que nunca pudimos realizar el sueño de estar con la persona amada... pero querida mía, no nos pongamos mal que estamos de festejo.
Además, supongo yo que será un beneficio que nos otorgan a los que nunca dejamos de amar, a los que mantuvimos, como nosotros, un auténtico amor platónico, ¿no es cierto...?
Elvira de mi corazón, feliz cumple vida. Y no olvides que te amo eterna e infinitamente.
Tuyo por siempre, Salvador
CAPÍTULO 8
El fin del mundo
Salvador Ramos Sanabria Llegó al puerto de Buenos Aires en silencio. En el mismo silencio con que había partido, treinta y dos días antes, del muelle de Santa Cruz de Tenerife.
Hambriento, pálido, consumido y enfermo de tantos días en el mar, ni siquiera la emoción de llegar a tierra le alegró el semblante. Salvador tenía 24 años de edad, pero ya se sentía rendido y sin porvenir. Tenía que comenzar una nueva vida y no tenía ni ganas. Atrás quedaba el odio a un pasado con el que no pudo luchar como es debido, ni siquiera para defender lo suyo. Atrás quedaban vientos de humillación que terminaron siendo según él, “Sirocos de arena imposibles de vencer”.
Salvador llegaba a Argentina solo y perdido. Sin ganas de llegar ni de vivir ni de nada.
Durante el viaje, donde convivió con la tristeza del que se va, el hambre que lo empuja y los sueños llenos de miedo, se preguntó, alguna vez, cuál habría sido la razón por la que se subió a un barco que iba tan lejos, con rumbo al sur; tan al fin del mundo.
Salvador sabía, todos los isleños sabían, que por tradición, los canarios emigraban a Venezuela, o a Cuba, países estos que estaban mas cerca, donde los ideales bailaban al son del Caribe, pero vestidos de mago canario por dentro; donde se adaptaban y comían arepas y bebían mojito, pero con el recuerdo puesto en la quesadilla de El Hierro y el malvasía de Lanzarote. Países aquellos donde el porvenir parecía ¡más chévere chico!, y donde siempre fueron recibidos –por una población risueña y cariñosa– como hermanos.
Pero Salvador no fue para ese lado. Él me contó que simplemente se subió al primer barco que encontró en la dársena del puerto de Santa Cruz, como si fuera un fantasma que levita sin rumbo. El “Minerva II” era un carguero, con bandera de Panamá que se dirigía, sin él saberlo, hacia Argentina. Un país tan amigo como los caribeños, pero con una realidad distinta, gigante, desconocida y muy lejana en la distancia.
Y como todos los recién llegados que bajaban de los barcos de Europa, Salvador se dio cuenta, nada mas pisar el puerto de Buenos Aires, que tenía que nacer de nuevo. Pero esta vez lo tenía que hacer solo. Como el que llega a la vida de pronto. Sin una madre que lo traiga, que lo puje para guiarlo, que lo proteja, que lo arrope con cuidado, que lo quiera.
Una madre como la de él, la de Salvador, Doña Clotilde, que de chico le daba besos y abrazos tiernos, a escondidas, cuando dormía, jamás en público, “porque con los hijos varones se tiene que ser duro. Para que te salgan bien machos” –le decía Don Francisco, el padre.
Pero Salvador no pensaba igual, intentó ser como su padre quería que fuese, pero no pudo. Después vino la frustración de tener que abandonar a su esposa y a sus hijos justamente por no ser lo que esperaban de él. Y por eso se marchó. Para aprender todo de nuevo, desde el principio, solo. A ver se así lo entendía de una vez.
Dar los primeros pasos por las calles de Buenos Aires, sin saber a dónde ir, fue desconcertante. Todo le llamaba la atención. La gente, sus rasgos, su forma de hablar, la prisa, los edificios, las avenidas anchas, las largas, el ruido, los cientos de colectivos yendo y viniendo envueltos en humo; el frío hasta los huesos, el calor agobiante, la humedad, la sensación térmica ¡la lluvia!, todas las semanas llueve en Buenos Aires... ¡qué raro era esto para un canario!
En realidad, todo era raro para aquel recién llegado. Pero en la inmensidad de aquel mundo que estaba tan lejos de todo lo hasta ahora conocido... Salvador se dio cuenta enseguida que la gente de este lado del mar también sufría y lloraba, y se reía como lo hacen allá, en las islas...
Y fue de los argentinos de quién aquel tinerfeño solitario se contagió la enfermedad más rara de las que tuvo nunca: La sensación de estar en el fin del mundo. Dolencia que atacaba, por lo menos una vez en la vida, a todo el que viviera más de dos años seguidos en estas tierras ricas e indescriptibles de belleza y contrastes.
Ese padecer, a veces tremendo y doloroso, se llama argentinismo y comienza siempre por el corazón, con una sensación de vacío y la mirada perdida, como buscando algo hacia arriba, hacia la Europa de las cosas importantes; hacia la América del Norte, la que sabe hablar inglés, la del paraíso, la del estilo de vida perfecto.
Y si bien es cierto que Salvador, con los años, también sufrió el contagio de estos males, con su asombro isleño a cuestas, se dio cuenta que esta Argentina que miraba hacia otro lado, a él le bastaba como objetivo para intentar conseguirse un futuro y quizás, algún día, poder volver a su tierra.
Pensar en eso lo emocionó. Sí, podría ser. Buenos Aires podría ser una aventura hacia un futuro para él. Y tener que empezar otra vez, pero de cero, hacía que las cosas comenzaran a tener sentido.
Salvador Ramos Sanabria aprendió a hablar, a escuchar, a entender, a no meter la pata, a comunicarse con los demás. Aprendió también a callarse. A saber mirar, porque en Argentina la gente mira a los ojos. De frente, de costado, de arriba abajo, por atrás. Acá te observan, te escuchan, te quieren o te odian con la mirada. Y cuando Salvador se dio cuenta de eso, comenzó a mantener la suya en alto. Fue difícil para él, acostumbrado a bajarla siempre. Por eso, el día que aquel hombre alto, desgarbado, y con bigotito flaco y prolijo comprendió lo de la mirada en alto, empezó a reconciliarse con la vida. Aunque todavía no con la suya del pasado, porque no sabía cómo mirar de frente a las culpas. Las del abandono,