El Risco. Ana De Juan

El Risco - Ana De Juan


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de eso. Me dijo que yo tenía un gran corazón, que era un soñador, y que al nacer, y al vivir en aquel Risco, me convertí en lo mejor que le había pasado a su hija Gara.

      De la vergüenza que me dio oírla decir aquellas cosas, me puse a abrir las habichuelas más rápido, y algunas arvejas se me escaparon rodando montaña abajo. Nunca nadie me había hablado así, con tanta claridad, y por eso, de los nervios, creo que me reí y le dije con tono presumido que ella me podía llamar como quisiera, pero que yo a ella soñaba con llamarla suegra. No sé ni cómo me atreví a decir semejante cosa. Y después de hacerlo me puse tan colorado que bajé la cabeza hasta meterla casi en el caldero de las arvejas. Seña Juana se dio cuenta de mi necesidad de que la tierra me tragara y también se rió dándome un empujón (no sé si para que dejara de desperdiciar arvejas, o como gesto cariñoso, ella era un poco bruta).

      –Pos claro que voy jacer tu suegra, tu Doña, o como coño se llame ahora, –me dijo– por eso te quiero como a uno de mijijos… pero a mi niña me la cuida vusté por Dios bendito...

      –Si Seña Juana, no se preocupe que yo se la voy a cuidar...

      –...y déjeme acabar de dicile que yo en el carnés de idintidás de mijija quiero vesla encasada, mi niño, pero ¡como Dios manda!

      –...como oro en paño. Sí, por la iglesia y con el traje blanco.

      Quédese tranquila –le contesté muy serio.

      –Sí, sí, con el traje blanco... ansí que aspere , no se me case ahorita mismo porque mira que yo te mato, ¿eh? Aspere unos añitos más y me jace vusté el fagor de tenémela bien puestita en un pedistal...

      Oso. A partir de entonces supe por qué mi futura suegra me llamaba así desde chico. “Un mentiroso del sentir”, un soñador despierto. Ese parecía que era yo, un flaco escuálido y desgarbado que arrastraba los pies y doblaba la espalda, haciendo creer a los demás que vivía cansado y en otro mundo. No tenía la imagen de niño sensible. Más bien parecía de esos esquivos, estilo zorro. De los que miran de reojo y por debajo de los pelos que le caen sobre la frente; de esos que pasan de todo. De esos que te disparan un “¿qué pasa contigo tío?” y se quedan esperando tu “nada, no me pasa nada”. Yo siempre fui un niño raro, solitario, de hablar poco, reconozco que no caía bien a la gente. Pero ¿quieres que te diga la verdad? No me importó nunca. Yo sólo respiraba y me levantaba por la mañana por Gara y su familia, por mi madre y por mi hermano. Bueno, también por mi padre, por las ganas y la ilusión de conocerlo. Ah, se me olvidaba, también vivía por el sueño de escribir mis sueños.

      CAPÍTULO 3

       El sueño de un pobre zorullo

      Con doce años, este zorullo pensaba que si se ponía a escribir lo que soñaba, podría, algún día, ser escritor. Pero mi realidad diaria me distraía de esos pensamientos, y cuando me acordaba que quería serlo en serio, yo mismo me desanimaba. ¡Escritor!, ¿viviendo en un barrio pobre de una isla que está a casi dos mil kilómetros de la capital del país? ¿Qué puedo contar yo que le interese a alguien? Sin estudios, con una familia rota y lo peor de todo, creciendo y contagiándome, –para el caso es lo mismo–, de la queja permanente de que a uno por ser pobre, nunca le va a pasar nada bueno... La verdad es que odio el conformismo en el que todo el Risco esta envuelto. El dicho “...a perro flaco todo son pulgas” me molesta horrores, debe ser por eso que cuando se hacía de noche, la ilusión por escribir volvía a mis pensamientos, justo en los minutos previos a dormirme y entonces sí, cerraba los ojos y se empezaban a llenar de historias todos mis papeles.

      Papeles que cada mañana recordaba. Renglón a renglón, capítulo a capítulo. Eran sueños buenos y malos. Situaciones divertidas, pesadillas, o locuras que no venían a cuento de nada. Eran historias en sí mismas, que seguían un hilo... o no.

      Lo que empezaba a soñar una noche, lo continuaba la siguiente en el mismo punto donde lo dejé cuando desperté. Eso me pasaba a menudo, es más, a veces me levantaba a orinar o a beber agua en el medio de un sueño, y mientras iba al baño, éste paraba, como en un intermedio. Y cuando volvía a la cama y me acurrucara en la misma posición de antes, continuaba soñando a partir de dónde lo había dejado. Sé que suena raro y que si les contara de lo que me acabo de acordar, les parecerá que estoy loco de remate, pero muchas veces, estando dormido me escuchaba a mí mismo decir:

      –¡Venga chico!, vete a hacer pis, ¡venga mi niño! que aguantándote te mueves mucho en la cama y no se puede soñar tranquilo...

      Pero no se crean que todas las noches escribía una novela... sólo era de vez en cuando. La mayoría de las veces, mis sueños empezaban y terminaban sin que entendiera absolutamente nada. Y eso era muy difícil de escribir. Pero eran historias que por la mañana, de verdad te digo, las recordaba de arriba abajo. A esos sueños yo los llamaba cuentos abstractos.

      A los doce años, decía, ya había ido algo al colegio. Creo que fui un poco más de tres años en total, y aunque estaba claro que no había aprendido mucho, por lo menos sabía leer y escribir. Saber hacerlo me dio el ánimo para que me decidiera a empezar.

      Y un día de Junio, viendo como las olas rompían con fuerza en las rocas de la Punta de Antequera, cerca de Igueste de San Andrés, empecé a escribir despierto mis primeros renglones, aunque ellos ¡pobres!, tuvieran que hacer todo lo posible por no ahogarse en mi mar personal de faltas de ortografía.

      CAPÍTULO 4

       Mi familia

      Pero fue en otro mar, en el de los olvidos y los odios, en el que sí se ahogaron los sueños de mi familia.

      De eso les quiero hablar también, de mi familia, que como la de Gara, era rara, o cojeaba de una pata. La mía era una familia a la que le faltaba algo, alguien, y por casualidad, ¿por casualidad?, el padre. Padre al que yo tampoco conocí.

      A mi madre la llamaban “La distraída”. En el Risco decían que una noche el marido se le fue de la cama para irse atrás de unas faldas del Muelle y que ella –mi madre– prefirió no darse cuenta. En el Risco eran especialistas en decir chorradas, cuando aburridos de sus propias vidas, dedicaban las tardes a criticar las ajenas. Cuando mi padre se fue, nosotros no vivíamos en Valleseco, sino en una pensión de la zona del puerto de Santa Cruz. Y no se fue atrás de ninguna falda... ojalá hubiera sido eso lo que me lo quitó... A veces me dan ganas de cogerlos del brazo así, sin que se lo esperen, y decirles cuatro cosas. ¿Pero para qué dar explicaciones a gentes dolidas con la vida propia?

      Mi madre, Elvira, nació y se crió en el Sur de Tenerife. No sé muy bien dónde, porque nunca fui. Creo que por el Porís de Abona. Pero sí sé que su piel estaba curtida y seca por el sol y por el viento cálido del sur. Y que esa resistencia natural a las inclemencias la hizo más fuerte..., y es probable que eso le sirviera para no hacer caso de las habladurías malignas de los vecinos del barrio. Por lo que sé, la infancia y la adolescencia de mi madre fueron amargas y bien negras. Fueron los maltratos de palabra (que dicen, son los que más perduran) de su padre y de sus hermanos mayores, los que le hicieron a mi madre las peores heridas.

      Mamá creció en la endulzada existencia de las fincas de plátanos. Poderío que alimentó y malcrió a los Hernández Montes, desde hacía mas de un siglo.

      Nacer en una familia con fincas no era para desmerecer y no debería ser tan malo... Pero en su caso sí lo fue, porque además de haber tenido la desfachatez de haber nacido mujer, tuvo que pasar sus días entre peleas y ambiciones ajenas, convirtiendo su vida en un verdadero suplicio.

      Aquella aparente vida cómoda de Elvirita –como la llamaban de chica–, en donde nunca la dejaron opinar, estudiar o aunque sea evadirse con su imaginación, “para que luego no nos salga el tiro por la culata”, como decía su padre con doble sentido y a modo de chiste, digo, aquella vida de apariencia poderosa y fácil, se diluyó entre demasiadas telarañas familiares y mucho mal olor.

      Sus hermanos mayores, tres; su padre ya viejo, que vendría a ser mi abuelo, y un tío de mi madre muy buscapleitos, le quitaron porque sí, todo lo que le correspondía de las plataneras. Que aparentemente


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