mis humores. Fernanda del Monte
tristeza en mí, si escribo sobre fluidos sexuales el pasado se volverá presente. Si sigo escribiendo por siempre quizás un día ya no me dé cuenta del paso del tiempo y el dolor. /
Según esta definición medieval de los humores o personalidades tenemos, todos, un exceso de algún elemento que nos vuelve sanguíneos, flemáticos, melancólicos o coléricos. A partir de este exceso se trabajaba en la Antigüedad la noción de salud y, por lo tanto, de la enfermedad. Con el tiempo, la ciencia convirtió al cuerpo en una máquina con células, tumores y exceso de componentes químicos, virus, bacterias que desde el exterior entran a nuestros cuerpos “perfectos” para enfermarlos.
Se dice que la ciencia es verdadera y que lo único que debemos hacer es creer en los resultados de unos análisis clínicos para encontrar la cura a nuestra falta de salud física y psicológica. El presente estudio poético se encargará de indagar en las grietas que se abren desde la pulsión de los cuerpos emocionales para encontrar otras aristas no resueltas por las estadísticas, sin intentar contraponer desde el raciocinio otra teoría sino, desde lo poético, una opción perceptiva sobre la enfermedad. Dar cuenta del discurso que queda detrás de toda enfermedad, de la narrativa que queda velada desde el punto de vista clínico para poder conectar con nuestras vidas y quizás encontrar una cura estética a nuestro dolor. /
Los humores propuestos son una aproximación diversa a la expresada por la medicina antigua. Los fluidos que se desarrollan en este texto son: la sangre, las lágrimas, los fluidos sexuales y el sudor. Como si fueran parte de las personalidades contemporáneas, nos acercaremos al sufrimiento y al dolor, a la enfermedad y a la deformidad, a partir de estos cuatro fluidos vitales del cuerpo humano en la búsqueda de la relación poética entre ellos, pero también desde una perspectiva cultural y contemporánea de lo que hoy está descrito como una máquina perfecta: el cuerpo humano, y lo que hay dentro, para ir hacia los intersticios y encontrar que entre las capas de lo que conforma a los cuerpos hay algo que quiere ser nombrado, también /
Para escribir sobre el dolor, hay que escribir sobre el cuerpo. Ya lo dice Cristina Rivera Garza en su texto Dolerse: “Solo una historiografía centrada en el cuerpo puede albergar estudios sobre el dolor: cuando estudiamos el dolor en realidad estamos acercándonos con todas nuestras herramientas teóricas y metodológicas al cuerpo”. Cristina Rivera Garza cita aquí a otra escritora. Y yo a ella. Esta voz está hecha de las construcciones mentales que devienen de todo eso que leemos.
Buscamos ser perfectos. O más bien, buscamos dejar la deformidad real. Nos pensamos diferentes a lo que somos. Nacemos deformes y morimos de la misma manera. Somos una especie de monstruos que guardan en su sonrisa y sus lágrimas lo bello de ser humanos, y aun así pasamos la vida intentado dejar atrás la infancia, la malformidad, la enfermedad y el sufrimiento. Somos seres que nunca aceptamos nuestra naturaleza, quizás por eso hemos inventado que hay ángeles de los que somos descendientes. Pero los fluidos en nosotros nos definen, de forma científica o chamánica. De forma psicológica o psiquiátrica. Los fluidos son inaprensibles y aun así fundamentales. Ya sean vistos desde la perspectiva médica actual, su estudio sigue siendo un foco de atención, antes y ahora. Podríamos comenzar entonces por la sangre, líquido entre viscoso y amorfo, entre pesado y ligero, entre vivaz y mortal.
Todo esto para entender en realidad algo de lo que no hemos hablado hasta ahora de forma limpia: el ser humano es un ser sufriente, ya sea cuando enferma o cuando tiene salud. El dolor y el sufrimiento se relacionan de una forma compleja con la enfermedad y, por lo tanto, con la vida y la muerte de los seres humanos. Hemos pasado toda la historia de la humanidad peleando y haciendo guerras y buscando la forma de dejar de sufrir; una paradoja. Quizás el sufrimiento y la guerra sean los dos grandes temas de nuestra civilización, de ahí se han desarrollado las formas de pensamiento, las relaciones sociales, políticas y económicas, así como la relación con lo divino y lo pagano, con la medicina y con la búsqueda estética, la poesía y la palabra.
Nunca nadie puede sentir tanto dolor como aquel que se siente al traer una vida a este planeta. Quien lo siente a partir de otro acto, muere. El dolor trae vida. Vida deforme, en potencia. Ese dolor no es sufrimiento pero sí atemoriza. Sentimos dolor al nacer. Sentimos dolor al dar vida. Entonces, la muerte también debe doler. Dolemos y vivimos. Parece algo inseparable. Pero doler no es enfermar. Enfermar es algo diferente. Curar no es quitar solo el dolor. Curar es algo más. Ser curado, curarse, es un camino más complejo que tomar una medicina o sacar el demonio que llevamos dentro.
Entre todos estos dolores siempre está presente la sangre que recorre el cuerpo o se desparrama fuera de él. Como si la sangre nos ayudara a poner materia al dolor y a la vida.
Sangrar para nutrir la tierra, piensan los mayas. Sangrar para regenerar, es lo que hace el cuerpo de la mujer cada mes para fertilizar su vientre. Sangrar lleva a la muerte. Una de las formas de la muerte: desangrar. Los litros que tenemos dentro son viscosos glóbulos rojos, blancos y plaquetas que sirven para dar ritmo a toda la maquinaria.
Se dice que hay distintos tipos de sangre. Los antiguos médicos creían que las personalidades estaban definidas a partir del tipo de humores que generan los cuerpos. Entre ellos está el sanguíneo, que significa que uno es colérico. Como mi padre. Muerto. Como yo. Enojarse mata. Dicen. El cáncer viene del enojo enraizado. Por eso, ahora, toda esta vía del optimismo. Para salvarnos de la muerte. De ser coléricos y sanguíneos. Ahora, lo de hoy, es permanecer inmóvil. Pero el dios antiguo era colérico también, y también destruía ciudades enteras para regenerar el mundo.
La sangre duele. Cuando sale y cuando entra. Porque implica una herida, o una vida, pero también una muerte. Cuando se ven las fotografías de los cuerpos mutilados, o los cuerpos ensangrentados, sabemos que están muertos. Lo que se limpia después de una masacre es la sangre. Se relaciona por contraste con el blanco, un color vinculado con la salud; lo rojo, en cambio, con la enfermedad, lo monstruoso. Generalmente los monstruos chupan sangre o son caníbales. Nosotros también, de alguna manera. Chupamos sangre y de varios animales. Arrancamos con los dientes pedazos enteros de carne con sangre, aunque la cocinemos para no sentir el olor. El olor es lo que más penetra de la sangre. De hecho, es difícil de lavar, de desmanchar. El olor a menstruación es desagradable y penetrante. Entra a las fosas nasales y se queda ahí por mucho tiempo. Cuando sale un támpax o se cambia una toalla sanitaria el color es oscuro y el olor invade los baños y los basureros. La sangre siempre intenta ocultarse y paradójicamente es lo que nos mantiene con vida. Podemos vivir sin un riñón pero no podemos vivir sin sangre. Es vital. Cuando hablamos de vitalidad, hablamos de la sangre. Cuando nos emocionamos, se dice: se le subió la sangre a la cara; si se sube la sangre al cerebro, ahí comienzan los problemas. No debemos dejar que la sangre nos nuble la razón. Eso es lo que se busca. No perder la razón. Como si esta estuviera en el cerebro.
La sangre es lo primero que los doctores tratan y lo último que se saca de un cuerpo cuando muere. Nadie quiere enterrar a un muerto lleno de sangre. Eso hace que se descomponga más rápido. ¿Entonces, la sangre de los miles de muertos, dónde está? Alimenta a los recién nacidos.
De la sangre viene también la descendencia. Se han hecho largos textos argumentando la línea de sangre de las familias. Se dice que se comparten y se mezclan, algunas son afortunadas y otras mezclas envenenan. Qué paradoja. La propia descendencia puede envenenar la vida. Otras veces la puede salvar. Un