mis humores. Fernanda del Monte
la infancia.
Antes de la aparición de la genética era la sangre la que determinaba mucho de nuestro destino filiar y familiar. La sangre sigue siendo lo que une la vida con la muerte y lo que une a un hermano con otro. Somos sistemas familiares unidos por el rojo de la sangre y su derramamiento. A eso le llaman venganza. Las familias se han matado unas a otras desde el principio de los tiempos. Pero también se enferman, dentro de ellas, entre ellas, y con otros. /
La necesidad de mantener al clan trae consigo su propia caída y enfermedad. La paradoja es que mientras más se intenta cuidar a un clan, más logramos su desaparición. Lo mismo sucede con la antisepsia. Mientras más se intenta que un lugar esté libre de bacterias y parásitos, más hacemos que el humano que crece en ese ambiente no pueda compartir la contaminación del mundo. Necesitamos la enfermedad para sobrevivir. Mientras más intentamos ser positivos y sanos, más locos aparecen con metralletas derramando la sangre de otros clanes. Quizás sea solo el síntoma de la enfermedad del cuerpo social. Pensar en Hobbes, en estos tiempos, parece a veces una buena idea, en tanto que la guerra de todos contra todos es una imagen en los medios de comunicación todos los días.
Yo quisiera que me chuparan la sangre.
Volver a sentir cómo mi cuerpo se hincha
y explota.
El sexo sin sangre no es tan erótico,
es lo mismo que el sexo sin violencia.
El desborde tiene que ver con ver sangre
fuera de los cuerpos,
con destazarlos para ver cómo están construidos.
Dejemos de evitar el horror
quizás así se haga menor.
Siempre que se piensa en la perversión
se debe pensar en la represión de la misma.
Si todos nos sacáramos un poco de sangre
tal vez habría menos muertos.
Si todos tuviéramos más sexo
quizás esos hombres dejarían de querer mirar
debajo de todas esas faldas
o dejarían de echar cuerpos de mujeres muertas
sobre las carreteras.
Pensar en los dioses antiguos y su violenta
represalia contra los humanos.
Los aztecas sacaban corazones
para fertilizar las tierras y cumplir promesas,
pero estos hombres no lo hacen por un rito
porque lo pagano es el sexo
la violencia inconsciente es locura
están enfermos.
Deformes
inhumanos
se dice
no humanos
monstruos
les llaman.
Quizás también a ellos
les deberían sacar un poco de sangre
que se la bebieran en rito pagano
para liberar a su espíritu encapsulado
cansado, desgastado e insalubre.
Un rito donde todos esos hombres y mujeres
pudieran expiar sus culpas
chupándose la sangre de las costras.
Como cuando eran niños.
Una solución poética.
Una imagen imposible.
¿Es esto una enfermedad?
¿Podríamos decir que el cuerpo social está enfermo?
¿Existe algo así como una enfermedad social?
¿La locura es enfermedad?
¿La salud es entonces la sanidad?
¿Como los humanos del primer mundo con su consumo exacerbado?
¿Es posible un estado de salud cuando siempre tenemos bacterias que nos fortifican?
¿Es necesario erradicar la enfermedad?
¿Se puede vivir en un mundo aséptico?
¿Se quiere vivir en un mundo saludable?
¿Se puede vivir en salud sin vivir la represión de la perversión?
¿Qué es la salud?
Cuando yo era chica me chupaba la sangre, /
me rompía las costras y me las chupaba. La costra volvía a salir y de nuevo la volvía a arrancar. También me gustaba quitarme los pellejos de las manos y chupar la sangre de la carne viva que quedaba. Lo mismo hacía con los pies, porque era muy flexible y llegaba a morderme las uñas y los dedos de los pies, que a veces dejaba en carne viva. La sensación de dolor me hacía sentir más viva. Aunque al mismo tiempo me provocaba culpa. Esa sensación de no poder parar, de tener un vicio, de no saciarlo más que a través del dolor, hacía que mis hermanos me miraran de forma extraña y que tuviera algo de monstruoso mi accionar. Pasado el tiempo encontré otras maneras de sentirme de esa manera.
Cuando somos niños, buscamos sentir adrenalina y riesgo. Es la manera de aprender. Un niño sabe que no puede bajar las escaleras solo, aun así lo hace. Y se cae. Llora. Se levanta y vuelve a caer, hasta que logra aprender a bajar las escaleras. Lo mismo con el riesgo de la velocidad. Una niña corre aunque sabe que todavía sus piernas no pueden hacerlo de la mejor manera. Sabe que se va a lastimar y aun así busca ir más rápido de lo que puede. Pegan, chupan, lloran. Van de nuevo hacia eso que saben que no deben hacer porque necesitan aprender a hacerlo. Sin riesgo no hay aprendizaje, sin dolor tampoco. ¿Sufrimos por necesidad? Imaginemos a un ser humano que no sufre. No siente nada. Entonces no experimenta. Entonces no sale a otros parajes. No explora. No explota. No conoce las emociones. Sufrimos para conocer nuestras emociones. ¿Qué se siente estar feliz? ¿Qué se siente estar triste, enojado, iracundo, frustrado, deprimido, suicida, amoroso, excitado, enamorado, alegre, vital?
Sin riesgo no hay emoción. Sin emoción no hay conocimiento de cómo somos, no sabemos hasta dónde podemos llegar.
Sangre, sufrimiento y emoción están correlacionados. La sangre corre roja por las venas en el momento en que sufrimos o nos emocionamos. La emoción, que parece psicológica, es también física. Quizás por eso también enfermamos. Un día una mujer miraba apaciblemente el paisaje hermoso de las montañas desde la terraza de su casa cuando su ojo comenzó a inflarse, a llenarse de coágulos de sangre. Se le desprendió la retina y no pudo ver más con ese ojo. Entró empujando su propia silla de ruedas hacia el interior de la casa para llamarle a su hermano doctor. Había que operarla de emergencia. La sangre había salido hasta en los lugares más recónditos e imposibles: su ojo. Su mirada nublada para siempre, mientras sus parientes soltaban por esas mismas comisuras agua salada llamada lágrimas, para expresar el sentir y la tristeza de verla sufrir. Ella decía: me voy corriendo al doctor cuando colgó el teléfono. Correr es un decir, pues más bien se arrastraría ayudada de unas ruedas y una silla que la llevaría de nuevo al quirófano.
Cuando a mi padre lo operaron del corazón decidieron tomar un pedazo de vena de su pierna para pasarla al órgano enfermo. Después de abrirle el tórax en dos, con una sierra, y dejarle una cicatriz que le atravesaba el pecho, cerrada gracias a unas grapas que le juntaban de nuevo la carne cortada por un bisturí, y después de la transfusión de doce litros de sangre, él volvió a casa para