La muerte de la bailarina. Gustavo Adolfo González Rodríguez

La muerte de la bailarina - Gustavo Adolfo González Rodríguez


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y los fundamentos de su diagnóstico de cirrosis hepática terminal.

      Doña Ester, una cuarentona de prominente busto, esposa de don Domingo, contaba divertida en su coro de amigas que el médico era en esos días un atado de nervios. Fue a verlo al consultorio a propósito de una posible bronquitis e intentó sonsacarle información sobre la muerta sin resultados. Cuando debió auscultarla, ella se desprendió de la blusa y le preguntó con su mejor sonrisa: «¿Doctorcito, me saco también el sostén?».

      –Entonces –contaba doña Ester– a él se le cayó el estetoscopio de puro susto y me dijo «no, no, no. No es necesario», y le temblaba la voz con aquello de expire y exhale. Hasta tuvo que hacerme dos veces la receta porque la primera vez escribió mal el nombre del remedio… –remataba su relato entre carcajadas.

      Algunos días después se comentaba que don Domingo se enteró de la jugarreta de su esposa. Doña Zunilda se lo reveló a su marido, don Rodolfo, quien, un tanto escandalizado, se lo hizo saber con toda la discreción del caso a su compadre. A don Domingo no le hizo ninguna gracia y le ordenó dos cosas a su mujer: primero, que se portara con decoro y no hablara de eso con sus amigas. Segundo, que ni por broma volviera a coquetear con el doctorcito Zúñiga. Se decía que rubricó ambas prohibiciones con cuatro golpes en las nalgas y la espalda de su esposa. Claro que esta fue una anécdota menor, rápidamente olvidada, en el maremágnum de habladurías sobre la bailarina y su muerte.

       Mucho antes

      Un domingo especial: 8 de diciembre. Temprano la vistieron con el traje de primera comunión, toda blanca, con la cabellera rubia parcialmente oculta por el velo. Tenía ocho años, nunca antes se había sentido tan hermosa, tan parecida a María, la virgen que la observaba desde el altar mientras se arrodillaba para recibir la hostia. Luego, las fotos de rigor en la plaza del pueblo. «No te muevas, mira el pajarito». Tres tomas le hizo el fotógrafo con su cámara de cajón y fuelle. En la primera estaba sola, con el blanco misal entre las manos. La segunda, junto a sus padres y la tercera con sus tres hermanos y su hermana, cinco años menor que ella.

      Su madre colocó diligentemente las tres imágenes en el álbum familiar, antes de afanarse en los últimos preparativos del gran almuerzo. La mesa se armó bajo el parrón, con tablones sobre caballetes y un gran mantel blanco que tapaba las rústicas maderas. Llegaron tías, tíos y primos a festejar a la niña, junto a los abuelos maternos. El cura, que también fue invitado, compartió la empanada de entrada y bebió discretamente un vaso de vino, antes de marcharse para atender otras invitaciones de feligreses en ese día tan especial. «Una pena que no pueda quedarse a almorzar con nosotros, padre. No sabe lo que se pierde: el asado de cordero está riquísimo», le dijo su madre al sacerdote.

      «Venga, mi niña linda», la llamó su padre cuando terminaron los postres y la hizo sentar en sus rodillas. Entre orgullosa e incómoda escuchó cómo la elogiaba ante los familiares, al tiempo que la estrechaba en sus brazos y le transmitía su aliento a vino y tabaco. La más rubiecita, la primera de su curso en la escuela, la más inteligente de todas, que ya a los cinco años sabía leer y escribir. «Será doctora o abogada, ¿verdad, mi amor?», dijo mientras le estampaba un ruidoso beso en la mejilla y le palpaba los muslos por sobre el vestido blanco de primera comunión.

      «Ni doctora ni abogada, quiero ser bailarina», pensaba ella. Guardaba en su velador una lámina a colores con la reproducción del cuadro de Degas: la esbelta mujer inclinada, atándose la zapatilla de ballet. Fue con sus hermanos al único teatro y cine del pueblo cuando se presentó una compañía de danza clásica venida de la capital y quedó fascinada con las evoluciones de bailarinas y bailarines al ritmo de piezas musicales que jamás había escuchado.

      A falta de música culta en su hogar, ensayaba frente al espejo con cualquier tema que transmitía la radio, desde pasodobles, tangos, polkas, milongas, mambos y rancheras, hasta charlestón y fox-trot. A menudo era sorprendida en sus fantasías bailables por Evaristo, su vecino y amigo que cada día saltaba la pequeña tapia que separaba los dos patios para jugar con ella.

      Jugaban a todo: a las adivinanzas, al luche, al salto del cordel, a la cocina con pasteles de barro e incluso a juegos masculinos como las bolitas o el trompo. Pero ella prefería sobre todo bailar para Evaristo, aunque el niño, un año mayor, se burlara a veces, pero generalmente terminaba aceptando ser su pareja, tomarla de la cintura y ensayar torpemente los pasos de un ritmo que igual podía ser un vals, un corrido o un bolero. Bailar para acompañarla, siempre torpe, en un pasodoble de Los Churumbeles de España, en un mambo de Pérez Prado o en un chachachá de la Sonora Matancera.

      Jugaban y bailaban con inocente alegría, riéndose de sí mismos, desatendiendo los llamados de sus madres para hacer las tareas escolares, aunque respondían cumplidamente a los llamados para compartir unas onces de té con leche y pan con palta.

      Un micromundo infantil poblado de ilusiones sobre el futuro. Ella le aseguraba a Evaristo que tal vez sería doctora o abogada solo para satisfacer a su padre, pero que al mismo tiempo seguiría con la danza y el ballet para llegar a ser la primera figura de una gran compañía. Más práctico, el niño le decía que su anhelo era ser dueño de un inmenso camión, ganar mucha plata y comprar y comprar más camiones hasta poseer una gran flota de transporte, porque no quería ser un simple empleado de la estación del ferrocarril como su padre. Ella tampoco se veía criando niños y cocinando todo el día como su madre. Se burlaba de su amigo y calificaba sus sueños de vulgares, usando una palabra recién aprendida en la escuela. Y él le respondía que era demasiado ambiciosa, que no hay doctoras ni abogadas que a la vez hagan danza o ballet en los escenarios en giras por todo el mundo y que con suerte terminaría bailando en un circo o en una taberna.

      Taberna era otra palabra nueva. La aprendieron de sus madres que en los fines de semana aguardaban la llegada de sus maridos, los cuales postergaban el regreso a casa en veladas de tragos y juegos de dominó o brisca, donde el padre de Evaristo perdía la mitad de su salario, según contaba el niño, repitiendo las discusiones familiares.

      El padre de ella, en cambio, no aceptaba reconvenciones. Llegaba pisando fuerte y ante cualquier asomo de queja de su madre lanzaba sobre la mesa cuatro o cinco billetes, «porque gano buena plata y en esta casa no falta nada», decía. Era tratante de ganado. Salía cada mañana temprano en su camioneta hacia los campos cercanos a negociar caballares, ovinos o vacunos que revendía en la feria agrícola o llevaba a los remates.

       Ahora

      El padre Jacques termina de beber su café y mordisquea el último trozo de pan amasado con queso de cabra. Un desayuno frugal, el mismo desayuno que toma cada mañana desde hace diez o quince años, no recuerda bien, pero es uno de los hábitos que adquirió en el pueblo. «Ay, si el hábito hiciera al monje», piensa divertido, con las pocas trazas de humor que le quedan. Repara entonces que su existencia es una interminable sucesión de rutinas: confesar, bautizar, casar, impartir la extremaunción, pronunciar responsos mortuorios, visitar regularmente los caseríos de su parroquia, oficiar misas, sermonear…

      Una rutina alterada por la fallecida bailarina. Durante un año su puntual asistencia los segundos jueves de cada mes al confesionario desordenó la vida del anciano párroco. Al principio la vio como una feligresa molesta, que cumplía un ritual sin sentido, una formalidad que transmitía una beatitud vacía, masoquista, de autoproclamada pecadora empeñada en expiar sus ofensas a Dios a fuerza de penitencias. Comenzó acusándose de su condición de mujer de la noche, que provocaba miradas lascivas y malos deseos en los hombres que acudían al cabaret, pero al mismo tiempo, a su manera, podía considerarse virtuosa porque no vendía ni prestaba su cuerpo.

      «Cristo acoge a todas las criaturas en su seno», le respondía el cura desde el otro lado de la rejilla y le recordaba el pasaje bíblico de María Magdalena. Con su hilo de voz, ella le iba refutando que no se trataba de emplazar a los que se creyeran libres de pecado para que lanzaran la primera piedra:

      –Es que yo he recibido ya muchas piedras, padre, como si me hubieran lapidado sin darme muerte, condenada a seguir cargando eternamente mi cruz.


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