La muerte de la bailarina. Gustavo Adolfo González Rodríguez

La muerte de la bailarina - Gustavo Adolfo González Rodríguez


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percibía desde su puesto de confesor esos ojillos miopes, unos labios con comisuras ya plagadas de arrugas y esos cabellos rubios que comenzaban a opacarse y echar canas. Porque su tono era también de porfía, ya que las penitencias iban encadenando hasta el segundo jueves del próximo mes una historia, tal vez una telenovela en la que era ella quien ponía el guion.

      En esas confesiones monocordes se hilaban episodios remotos acompañados de afanes de hoy, como si ella se hubiera impuesto una misión que necesitaba de bendiciones eclesiásticas para llevarla a cabo. Y el cura advertía, con alarma, que su hastío inicial se transformaba en expectativa. Un ansia que él quería rechazar, o al menos ocultar con un tono de malhumor agresivo.

      Entonces, cuando la bailarina hizo su periódica aparición el segundo jueves del tercer mes, la recibió –antes de la ritual fórmula del «Ave María Purísima»– con una imprecación:

      –¿Quién eres hoy, la Odalisca, la Pantera, la Magdalena?

      –Soy la pecadora que no busca perdón, sino justicia –le respondió.

      El padre Jacques recuerda mientras termina su desayuno y enjuaga la taza. Mueve la cabeza, como si quisiera sacudir y expulsar esos recuerdos en un ejercicio imposible, porque a la postre acepta y quiere creer que la bailarina se cruzó en su vida como una prueba a la cual lo sometió Dios, pero que no es capaz de superar.

       Mucho antes

      Retornaba a casa satisfecho, más temprano de lo habitual. En el remate de ese miércoles obtuvo un buen precio por un toro y tres novillos, y todavía mejor por una pareja de percherones. A la hora del almuerzo disfrutó una cazuela de pava y una botella de tinto con otros tratantes de ganado, pero se excusó de acompañarlos a un bajativo en el bar que podía prolongarse en los juegos de cartas y hasta extenderse más tarde a una «excursión», como les gustaba decir, en una casa de tamboreo y huifa.

      Se detuvo en la plaza, en la única librería del pueblo, para comprar una caja de 24 lápices de colores para su niña. Pensó que debería llevarle también un regalo a la hija menor y adquirió un volumen a color de cuentos infantiles.

      Condujo relajado la camioneta, fumando y ordenando en su mente las tareas del día siguiente, con los fundos y caseríos que visitaría para averiguar sobre potenciales vendedores de ganado. Un trabajo que lo obliga a madrugar, pero que renta bien y le permite mantener una familia de cinco hijos, bien alimentados y bien vestidos, que no se avergüenzan ante nadie en el pueblo y que de grandes tendrán sus profesiones, sin pasar las mismas penurias que él sufrió para labrarse una buena posición.

      Y una vez más piensa en su niña, su hija favorita, la futura médica o abogada, su mayor orgullo, próxima a cumplir once años. Llegando a casa la besará en la frente y las mejillas y le dará la gran caja de lápices de colores, un pequeño presente, un modesto anticipo del enorme regalo que tendrá el próximo mes para su cumpleaños.

      Estaciona la camioneta en la calle y entra discretamente a la casa con la intención de sorprender a sus hijas a la mesa del comedor, donde hacen habitualmente las tareas escolares, para darles los regalos. No las encuentra ahí y va a la cocina. Su esposa, con algo de nerviosismo, le dice que están jugando en el patio, desde donde llegan los ecos de un bolero de Pedro Vargas.

      Ve entonces a su niña enlazada con Evaristo. Bailan mientras la hermana menor ríe y palmotea. Bailan con gracia, vienen practicando hace tres años. Pero él irrumpe furioso, separa a la niña de un tirón de su pareja de baile, la abofetea y le ordena que vaya de inmediato a hacer sus tareas. Ella llora y corre al comedor, seguida por su hermana menor que tiene una expresión de pánico.

      Evaristo queda solo en medio del patio e intenta balbucear una excusa o explicación, pero él lo jala de una oreja y le grita, furioso, que se vaya a su casa, que no quiere verlo nunca más rondando a su hija. Intenta calmarse mientras va al encuentro de su esposa para echarle en cara su falta de autoridad. La increpa: primero los estudios, la disciplina, y en su fuero interior revive la reciente imagen del baile de su niña con Evaristo. Ningún pelafustán se va a meter con ella y va a torcer su futuro, se dice, y no quiere advertir los celos en la violencia con que trató al niño.

      Esa noche, durante la comida, les advierte a su esposa y a los tres hijos varones que deben cuidar a las niñas.

      –Bastante tengo con trabajar todo el día para mantener este hogar y esta familia sin que ustedes pongan su parte. No puedo estar pendiente de todo. Esta casa no es un salón de baile, aquí se estudia y se trabaja. La radio no se enciende mientras no hayan hecho todas las tareas. No hay permiso para jugar, ni para salir a la plaza o al cine si hay malas notas en la escuela o en el liceo –recalca mientras pasea una mirada severa que nadie se atreve a sostener.

      La esposa y los hijos asienten. La hija menor, a su vez, revuelve la sopa con los ojos fijos en el plato. Y la niña hace esfuerzos para no llorar y siente que en su mejilla arde todavía la bofetada.

       Ahora

      Son casi las ocho de la noche. Se reúnen, como suelen hacerlo casi todos los viernes, alrededor de la mesa mayor de la fuente de soda-bar-restaurante, que es también la sede del club de rayuela. Ya están todos al tanto de que el juez Correa fue hasta las casas patronales del fundo La Esperanza para reunirse con don Pelayo Eguiguren.

      –¿Vieron? –comenta don Enrique–, yo les dije que por ahí había una pista.

      –¿Entonces fue doña Susana la que mandó a matar a la bailarina? –inquiere don Domingo casi en un susurro.

      –Una dama como ella no se va a rebajar a eso –interviene don Desiderio.

      –¿Habrá participado doña Susana en la entrevista del juez Correa con don Pelayo? –pregunta don Rodolfo.

      –Dicen que es una vieja muy, pero muy celosa, que tiene cortito a su marido, pero don Pelayo siempre se las arregla para escapársele –contraataca don Enrique.

      –No era nada de fea cuando se casaron, pero con los años se dejó engordar y se echó a perder –opina don Lisandro.

      –Sí, pues, con razón don Pelayo sale a echar sus canitas al aire.

      –Claro, una vez lo vi donde las Morales, siempre acompañado por el Segundo ese, su fiel capataz –recuerda don Domingo.

      –¿Y usted en qué andaba donde las Morales, mi estimado? –lo interroga socarronamente don Desiderio.

      –En nada, yo solamente pasaba de casualidad por ahí –se defiende don Domingo.

      –Sí, seguro que así fue –dice ahora con ironía don Desiderio.

      –No me embrome. ¿Acaso usted, acaso alguno de los que están en esta mesa, no han ido jamás donde las Morales?

      Don Rodolfo advierte que se están saliendo del tema y, en tono conciliador, subraya que a don Pelayo lo vieron al menos tres veces en el cabaret.

      –¿Y quién no anduvo alguna vez por ahí? ¿Quién de esta mesa puede decir que nunca vio empilucharse a la bailarina? –interroga, al borde de la carcajada, don Desiderio.

      –Pero tampoco eso sería razón para mandar a matar a una persona –reflexiona don Domingo.

      Hacen una pausa para ordenar dos botellas más de vino y una pichanga de picles, quesos y trozos de arrollado como picoteo.

      –¿Y por qué el juez Correa no citó a don Pelayo a su oficina para tomarle declaración en vez de ir hasta La Esperanza? –pregunta don Rodolfo.

      –Porque en este país los ricos mandan hasta a la justicia –le responde don Desiderio.

      –Ya pues, no se me ponga comunista –lo reconviene amistosamente don Enrique.

      –Tal vez fue hasta el fundo en una visita social, de amigos –lanza don Domingo.

      –¿Visita social en su horario de trabajo? Esa sí que


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