La muerte de la bailarina. Gustavo Adolfo González Rodríguez
–Usted, un hombre joven aún, con vocación de servicio, tiene todavía mucho que entregar a su comunidad. El municipio es esencial muchas veces para aclarar litigios de tierras, como usted bien lo sabe. Necesitamos un regidor que sepa y nadie mejor que usted, que es un hombre independiente, pero que contará con el apoyo nuestro si se presenta de candidato. No le pediremos que firme los registros de mi partido. Pero en el futuro, quién sabe, usted puede ser un alcalde de lujo o hasta diputado.
En ese momento entra en la sala doña Susana. El juez se pone educadamente de pie.
–No se pare, no se pare, solo quiero saludarlo y pedirle que le dé mis buenos recuerdos a su señora esposa, magistrado.
«Ella también con esa palabrita y ese tonito», piensa el juez Correa, mientras estrecha la mano regordeta de la mujer.
–Dígale que no se olvide de la velada del próximo mes con las damas rotarias.
–No faltaba más, señora Susana, ella lo tiene muy presente.
–No les quito más tiempo. Sigan conversando sus asuntos. En verdad es una generosidad de su parte venir hasta acá con la cantidad de trabajo que debe tener en el Juzgado.
–Bueno, uno se organiza, mi estimada señora.
–Tantas cosas que pasan y le caen a la justicia –agrega la dueña de casa–. Todo el mundo no para de hablar de la muerte de la tipa esa, la que bailaba en el cabaret… Ay, mejor me retiro porque si no le puedo estar dando lata sin parar, ¿verdad, Pelayo? Siéntase en su casa.
–«La muerte de la tipa esa, la que bailaba en el cabaret…» –remeda con humor don Pelayo cuando su esposa los deja solos–. Mi mujer es como todo el pueblo, vive de las habladurías. Si no hubiera tantas copuchas, este sería un pueblo de mudos.
–Sí, pues, usted sabe que… –empieza a decir calmadamente el juez.
–Sí, lo sé ¿que me atribuyen amoríos con la bailarina? ¿que mi mujer la mandó a matar? ¿que contrató al asesino más profesional y sanguinario que ha pisado la tierra? –se ríe don Pelayo–. Por favor, magistrado (otra vez el tonito), espero que usted no crea esas patrañas.
–Mi tarea como magistrado (subraya y alarga la palabra) no es creer o no creer, sino proceder cuando hay pruebas y los chismes no son ni siquiera testimonios, menos aún elementos probatorios. Todo este embrollo se armó porque el doctorcito Zúñiga no hizo su pega. Mañana mismo, don Pelayo, cerraré el expediente.
«Mejor que lo cierre de una vez», se dice don Pelayo, mientras rememora que visitó tres veces el cabaret en el último año. Kaforis, como él lo llama, lo recibió siempre con la máxima discreción, acomodándolo en la mesa de un altillo que el griego llama pomposamente «palco reservado», convenientemente oscurecido y oculto de las miradas de los otros parroquianos y con vista privilegiada hacia el escenario.
Allí los instalaba con Segundo, su fiel capataz y guardaespalda. En la segunda y tercera visitas, el propio Segundo bajó, siempre cauteloso, hasta el camarín de la estriptisera para invitarla a la mesa de su patrón y ella aceptó. Don Pelayo hace ahora frente al juez un gesto con que se sacude a la vez una mosca y esos recuerdos. Da por seguro que Kaforis no mencionó estas visitas en su declaración, y que si las hubiera mencionado, el magistrado las obvió.
Terminan de beber el segundo whisky. El juez Correa declina amablemente la invitación de compartir el almuerzo.
–No se olvide de mi oferta, lo necesitamos. Hay un sillón de regidor en su futuro.
–Lo pensaré, don Pelayo, lo pensaré.
Regresa al pueblo pasado el mediodía, con ganas de cerrar la oficina e irse a almorzar. Pero en la sala de espera está Ramiro Durán, quien lleva cuarenta y cinco minutos aguardándolo, le cuenta su secretaria.
–Es que mire, señor Correa, me escapé del trabajo para venir a verlo.
–¿Quiere rectificar, cambiar o anular su declaración, Durán?
–No, señor juez, no se trata de eso, aunque sí hay algo de eso.
–Explíquese, hombre.
–Es que tengo una amiga que trabaja en la oficina del Correo.
–¿Una amiga o una noviecita? –bromea el magistrado.
–No, pero, bueno, sí…
–¿Y entonces?
–Ella se llama Teresa Acosta y es también cajera, como yo, pero en el Correo.
–Claro, no va a ser en el banco, ¿y qué pasa con ella?
–Es por el caso de doña Laura Candelaria Vega, la bailarina del cabaret, la muertita.
–¿Y qué tiene que ver su amiga o novia con doña Laura?
–Es que Teresita recuerda que ella fue dos veces al Correo a hacer giros de plata.
–¿Mucha plata?
–No, poca, seguro que era parte de su sueldo en el cabaret.
–Bueno, supongo que ella tenía derecho a regalar su plata a quien quisiera.
–Cierto, señor juez, pero en los dos casos los giros fueron para la misma persona. Teresita hizo copias de las guías. Tal vez sirvan para la investigación.
–¿Qué investigación?
–Es que todos en el pueblo dicen que hubo cosas poco claras en su muerte.
–Tonterías, puras habladurías.
–Lo mismo pienso, pero quizás a usted le pueda servir el dato de los giros, por eso le dejo las copias de las guías, pero para callado, por favor, porque si sus jefes en el Correo se enteran de que Teresita las copió, ella lo puede pasar mal.
–Pierda cuidado, Durán, y dígale a su Teresita que duerma tranquila y que le agradezco su colaboración.
«Y yo que ya quería cerrar este caso», piensa con algo de desaliento el juez cuando Durán se despide.
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