Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá
fue a poner la televisión para mirar las noticias. Repetían una y otra vez el primer bando de la Junta Militar que asumió el poder y reiteraba el llamado al presidente Allende a entregarse. Las calles del centro eran una desolación. Los tanques y patrullas militares llenaban el espacio. Algunos soldados se ubicaban detrás de vehículos estacionados para responder el fuego que les llegaba desde algunos edificios. Había francotiradores en los pisos altos y terrazas. Dejó en silencio el televisor y sintonizó la radio Magallanes. Estaba hablando Allende, al final de su discurso y anunciando que más temprano que tarde se abrirían las grandes alamedas para que pase el hombre libre. De pronto la transmisión se interrumpió y la onda radial desapareció.
Sebastián apareció en su pijama y los ojos somnolientos. Tenía cinco años. Margot todavía estaba conmovida con el discurso del presidente. Aunque no le gustaba, no podía evitar una empatía con él, que afloraba contra su voluntad. Su hijo le pidió desayuno y ella le preparó un jugo natural de naranjas y le calentó la leche. El niño se quedó mirando el televisor, atraído por las fuertes escenas que se desplegaban. Margot lo llamó a la cocina para servirle su desayuno y distraerlo de las brutales escenas. No quería exponer a su hijo a esa violencia desatada. Pero tampoco quería mostrarse autoritaria, de manera que buscaba las oportunidades para conducirlo sin frustraciones.
Poco después del mediodía, el teléfono sonó nuevamente. Era Ricardo Schmidt, quien había sido ayudante de su esposo en el ministerio y amigo fiel.
− Margot, supongo que ya estás enterada de todo. ¿Has visto las noticias? ¡Están bombardeando La Moneda!
− ¡No! ¡No he visto nada! Pero, ¿cómo puede ser? ¡Si es el palacio de gobierno! ¿Cómo pueden los propios militares bombardear el edificio más simbólico de nuestra república?
Margot se sintió golpeada pero al mismo tiempo se sorprendió de escuchar palabras que nunca creyó que saldrían de su boca. ¡Símbolo de nuestra república! Sonaban más a una frase de poesía menor. Algo se estaba trastornando en ella. Pero Ricardo seguía hablando.
− Margot, ¡tengo que salir del centro! Me vine sin saber que había orden de no presentarse. Aquí no hay casi nadie. ¡No me puedo quedar y tampoco me quiero ir a mi casa! ¿Me podrías recibir, por algunas horas, hasta que se sepa mejor qué va a pasar?
− Pero, ¡por supuesto Ricardo! Vente inmediatamente para acá. No sé cómo lo vas a hacer, pero vente.
− Tengo mi citroneta estacionada cerca y confío en poder salir del centro. Y ojalá no la hayan bombardeado.
− Ya, te espero. Juan Pablo me avisó que también se viene. Ten mucho cuidado, por favor.
Tomó conciencia Margot de que su casa se estaba convirtiendo en refugio de eventuales perseguidos políticos. Recordó que a pocos metros vivía una pareja joven, muy extremistas en sus ideas, pero con quienes había simpatizado. El barrio de Lo Curro era nuevo, en los extramuros de la ciudad y todavía había muchos sitios eriazos. Se había formado a partir del loteo de un gran fundo cercano a Santiago hacía varias décadas y lindaba con un cerro, cercano al Manquehue, a cuyos pies se formaron pequeñas parcelas rurales, vendidas a bajo precio. En una de ellas, el propietario había construido una pequeña cabaña para acoger a un hijo. Éste se fue del país, la cabaña quedó desocupada y al poco tiempo una pareja joven se instaló a vivir ahí. Habían arrendado la cabaña por una suma muy módica. Simón Araya era sociólogo y enseñaba en la Universidad de Chile y Gloria Gutiérrez practicaba la artesanía en textiles. Vivían modestamente. En más de una oportunidad Margot los acarreó en su auto, ya que el transporte público no funcionaba en ese barrio. Ella había simpatizado con la joven pareja, a pesar de sospechar que Simón participaba en el MIR, porque era muy crítico del gobierno y de todo lo que pasaba en el país, pero no desde la derecha sino desde la ultraizquierda. Tenían dos hijos de cuatro años el mayor y de dos la pequeña. Eran sencillos, esforzados.
− ¡Este gobierno cree que va a hacer la revolución llamando a elecciones!−, se mofaba. No ocultaba su admiración por Cuba.
Decidió ir a buscarlos. No tenían teléfono, ya que en varias oportunidades habían ido a hablar a su casa. Vistió a Sebastián y salieron de la casa en dirección a la cabaña, que no estaba a más de unos cincuenta metros. Los encontró sentados, tomando té, pálidos y tratando de sintonizar noticias en una pequeña radio de mala calidad. Abrieron con cautela cuando Margot les golpeó la puerta. Por una rendija se asomó el rostro de Simón. Cuando la vio su expresión se relajó y la invitó a entrar.
− Simón, vénganse de inmediato a mi casa. No pueden quedarse aquí.
Se miraron Simón y Gloria y sin mayor cuestión ambos asintieron.
− En verdad, estamos asustados−, confesó Gloria−. Nuestra mayor preocupación son los niños.
− Al final pasó lo que tenía que pasar−, Simón exhibió con un dejo de soberbia lo que consideraba su clarividencia−. Era imposible que este gobierno se saliera con la suya. Era obvio que la alta burguesía y la casta militar no le iban a permitir hacer una revolución popular.
− Simón−, le pidió Gloria−. Concentrémonos en lo inmediato. Tú ya estás en lista negra. No podemos quedarnos aquí, al menos por hoy. Tenemos que salir.
− Yo debería ir a reunirme con mis compañeros. Somos muchos los que ya estábamos en lista negra. Y nos hemos preparado para combatir, pero, es cierto, no tengo cómo llegar al punto de encuentro que tenemos fijado. Quizás sea mejor esperar uno o dos días. De acuerdo, gracias Margot, sinceramente te agradezco tu generosidad. Llévate ahora a Gloria y los niños y yo llegaré apenas pueda. Antes tengo que preparar algunas cosas.
− No. No te dejo aquí. ¿Te vas a ir por la calle en este barrio de la alta burguesía, como dices tú? Te esperamos, busca lo que necesites. Pero no te demores mucho, porque espero a otras dos personas que vendrán.
− Tengo que acarrear un equipaje. Voy a buscarlo.
Tardó diez minutos en reaparecer. Portaba una maleta de tamaño mediano, pero, por lo visto, pesaba mucho. Apenas podía con ella. En el otro brazo llevaba un bulto largo, envuelto en frazadas. También parecía pesado. Margot no quiso preguntar, pero le advirtió.
− No, no puedes ir por la calle con esos bultos y menos en este barrio. Esperen aquí. Voy a buscar el auto. No demoraré.
Cuando ya estuvieron en su casa, Margot encendió nuevamente el aparato de televisión. Hubo un anuncio que los dejó helados.
− El depuesto presidente ha muerto−, anunció un locutor con voz lacónica−. No quiso aceptar el ofrecimiento que le hizo la Junta Militar de abandonar la sede de gobierno y ser trasladado a otro lugar. Prefirió el suicidio. Repito, Salvador Allende acaba de cometer suicidio. En estos momentos…
Margot cortó la transmisión. Gloria rompió a llorar, abrazada a Simón. Los niños la miraron en silencio.
2
Hacia la una de la tarde llegó Juan Pablo Solar. Ingresó a la parcela y estacionó su auto frente a la casa. A pesar de ser ya un adulto de treinta y cinco años no podía dejar de sentir un nerviosismo propio de adolescente cuando visitaba a Margot.
Le confesó a un amigo íntimo, con quien se hacían confidencias, que en realidad estaba enamorado de ella.
− Es una mujer extraordinaria−, se la describía−, es bella, sensible, inteligente, de fuerte personalidad. Tiene una energía vital, una capacidad de empatizar con los demás, que cuando está con alguien parece que no hubiera nadie más en el mundo. Cuando habla sus ojos brillan. Fue muy fuerte en sus horas de dolor, cuando perdió a Rodrigo, pensando en primer lugar en su hijo, a quien quiso evitarle todo trauma y todo recuerdo amargo de ese momento tan triste.
− Y, ¿qué esperas?−, lo estimulaba su amigo.
− Mira, me incomoda mucho hablar de esto con ella. Me parece indecoroso. Lo sentiría como un sacrilegio. Ella tiene que vivir su duelo, asumir su vida y la de su hijo, lograr un equilibrio afectivo que, me imagino, debe ser