Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá
Pablo atraía a las mujeres, tenía buena presencia, con más de un metro ochenta de altura, rostro aceitunado y una voz profunda. Pero en su interior no había lo que pudiera llamarse una pasión. Hasta ahora. Desde la viudez de Margot no pudo evitar la experiencia vital de sentirse su pareja, aunque nunca hubo gestos ni sugerencias en tal sentido. Sin embargo, percibía una cierta reciprocidad de parte de ella. No quiso interpretarla sino como una amistad genuina. Habría sido muy torpe de su parte ir más allá. Pero se preguntó ahora cómo este terremoto político que estaban viviendo iba a afectar sus vidas. Esto podría cambiarlo todo.
Se bajó del auto y tocó el timbre. Apareció Margot y su rostro se veía alterado. Se abrazaron en el antejardín.
− ¡Qué bueno que hayas llegado, Juan Pablo! Estaba preocupada por ti. Es terrible lo que pasa. Acaban de anunciar que el presidente murió.
− Sí, lo supe. Estoy muy conmovido. Lo traté muchas veces, en reuniones oficiales y en más de alguna celebración amistosa, a las que era muy aficionado. Margot, se nos vienen tiempos difíciles. Esto no va a ser fácil. Tenemos que prepararnos.
Entraron a la casa y la anfitriona hizo las presentaciones de sus vecinos, Simón Araya y Gloria Gutiérrez. También había llegado Ricardo Schmidt, a quien Juan Pablo ya conocía, en el ministerio. Todos estaban con rostros sombríos. Los niños se habían retirado a la habitación de Sebastián donde jugaban. En el living-comedor, la televisión mostraba nuevas escenas de lo que ocurría en las calles del centro: detenciones de civiles con los brazos en alto, que iban siendo encerrados en camiones militares.
− Voy a preparar algo para que comamos−, anunció Margot−. No se hagan muchas ilusiones, solo algo liviano para almorzar. No estoy de mucho ánimo para cocinar. Juan Pablo, por favor, saca bebidas y vino de ese armario de la esquina.
Juan Pablo se sintió halagado de cumplir una especie de función de dueño de casa. Descorchó una botella de vino tinto y otra de blanco, sacó vasos y los distribuyó en una mesita de centro. Simón fue el primero en tomar un vaso y servirse un vino tinto. No hizo amago de ofrecerles a los demás. Su rostro, enmarcado por la larga cabellera y una barba negra y profusa, mostraba una sonrisa contenida, sarcástica. Había dejado el bulto largo con que llegó muy cerca de donde estaba y no le perdía mirada. Ricardo Schmidt fue más considerado y sirvió los vasos a Gloria, Margot y Juan Pablo, cuando éstos regresaron de la cocina trayendo sándwiches y frutas, que comenzaron a servirse.
− Vamos a cortar la televisión para que tengamos algo de descanso y podamos servirnos este almuerzo, muy frugal por lo demás−, sugirió Margot y sin esperar respuestas procedió a hacerlo.
Alguien tocó el timbre y todos se miraron. Margot salió a abrir. Oyeron saludos amistosos en el antejardín. Entró con un hombre joven de rostro alegre.
− Les presento a mi hermano Benjamín−, su rostro expresaba cierta aprensión−. Pero háganse el ánimo, aquí llegó un ultra momio.
Lo dijo en un tono de semibroma, palmoteando a su hermano. Se notaba incómoda. Benjamín traía una botella de champaña en la mano.
− Espero no interrumpir, pero quise venir a acompañar a mi hermana. No quería dejarla sola. Puede pasar cualquier cosa. Pero, ¿por qué todos tan compungidos? ¡Hay que celebrar! ¡Aquí traje una botella de champaña!
− Benja, entiende que no todos compartimos tus ideas. Aquí hay gente que está triste por lo que pasa, por la muerte del presidente, porque estamos en un momento muy crítico para el país.
− Bueno, lo lamento si es así como lo ven, pero miremos el lado positivo. Se acaba la incertidumbre, se acaba el caos y la anarquía en que estábamos. Les apuesto a que todo va a ir mejor.
Margot lo tomó de un brazo y se lo llevó a la cocina. Conocía bien a su hermano. Era buena persona, inteligente, muy de derecha, pero no le gustaba complicarse en la vida.
− Por favor, Benjamín, no seas inadecuado. Estos son mis amigos, son partidarios del gobierno de Allende, no es gente violenta y ahora son ellos los que van a enfrentar una enorme incertidumbre. ¿No has visto las noticias? ¿No has visto la violencia con que los militares están tratando a los civiles que eran miembros del gobierno?
− Pero, ¿qué esperabas? ¿Qué los trataran con algodones? ¿No viste que hay gente disparándoles a los militares desde los techos de los edificios?
− Mira, me encanta que me hayas venido a acompañar, pero te voy a pedir que seas prudente, que no provoques. Tratemos de pasar el día con la mayor tranquilidad posible, hasta donde se pueda, porque las cosas no están para celebrar. Así es que, gracias por la champaña, pero la vamos a guardar en el refrigerador para una mejor ocasión. Y ahora, abrázame, porque estoy temblando.
Regresaron al living y se sirvieron algo de lo que había sobre la mesa, mientras los demás hacían lo propio. Simón estaba sentado en un sofá y miraba al suelo, con un rostro amargo. Sostenía un vaso con vino. En algún momento se levantó y se acercó a Margot. Le habló en voz baja.
− Margot, te quiero pedir un favor. Acompáñame a la cocina.
Ella pensó, algo divertida, que su cocina se estaba convirtiendo en un verdadero confesionario de iglesia. Escuchó a Simón.
− En esta maleta que traje tengo documentación muy delicada. Hay papeles con nombres de algunos compañeros, direcciones, teléfonos, instrucciones para casos de emergencia. Son muy comprometedores si caen en otras manos. Tampoco quiero comprometerte a ti. ¿Cómo podríamos deshacernos de ellos?
− Con razón se veía tan pesada. Quememos esos papeles. Vamos a encender la chimenea y echamos todo ahí. Pero antes dime, ¿qué tienes en ese bulto largo que trajiste? Perdona si soy indiscreta, pero en las actuales circunstancias tengo que saber qué está pasando en mi casa.
Simón la miró fijo a sus intensos ojos verdes y vaciló antes de responder.
− Te tengo confianza y estoy agradecido que nos hayas acogido en tu casa. Por eso te voy a contestar bien francamente. Son fierros.
Margot lo miró con cara de pregunta.
− ¿Fierros? ¿Qué quieres decir?
− Nosotros llamamos fierros a unos juguetitos para prepararnos a una larga lucha. Es un arma.
− Pero, ¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre traer un arma a esta casa en un día como hoy?
− Margot, yo ya no voy a regresar a mi casa. Tengo que irme a la clandestinidad. Mañana mandaré a Gloria a la casa de sus padres y yo tendré que desaparecer del escenario.
− ¡Ah, no, Simón! Lo siento, pero esa arma tendrá que desaparecer de aquí a la brevedad. Y tampoco tú podrás andar por ahí llevando un bulto de ese tamaño. ¿Por qué es tan grande?
− Es una metralleta AK6. Y no puedo deshacerme de ella. Tengo que ir al combate.
− Estás loco, Simón. Imagínate si llegan militares a esta casa. Hay niños chicos, hay gente inocente. ¿Cómo puedes comprometernos así? No, no lo acepto. Tendrás que deshacerte de ella. Además, te advierto que estás mal de la cabeza si crees que vas a ir a combatir. ¿Un puñado de personas sin orden ni disciplina contra un ejército profesional?
Simón se quedó en silencio y pensativo. Se asomó a una ventana de la cocina y miró el jardín. Luego pareció decidirse.
− ¿Tienes algún lugar para esconderla bien?
− Mira, la vamos a esconder por algunas horas, hasta que anochezca. Pero después la vamos a hacer desaparecer. Anda a buscarla y sígueme.
Simón recogió el bulto y subió con Margot al segundo piso de la casa. Se dirigieron al baño. Margot llevó una pequeña escalera guardada en un closet.
− Mira, ahí arriba hay una tapa que da al entretecho. Se abre fácilmente, empujándola. Pon la escalera, te subes y escondes el bulto. No dejes marcas en la tapa para que no se note que ha sido removida recientemente.
Simón