Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá
Simón a traer leña del patio. Y les anunció a los demás que encendería la chimenea.
− ¿Para qué?- preguntó Benjamín−, si no hace tanto frío.
− No importa, la vamos a encender y tú vas a ayudar también−, le respondió Margot, perentoria. Era su hermana mayor y él siempre respetó sus opiniones.
Simón y Ricardo llegaron con varios leños y un pequeño atado de astillas más finas. Se arrodillaron frente a la chimenea, armaron una base con diarios y astillas y les aplicaron un fósforo encendido. Rápidamente se alzaron las lenguas de fuego. Agregaron algunos leños más grandes.
Benjamín se sacó su chaqueta y se quejó del calor.
− No es un día para chimenea−, se quejó−, pero, en fin. ¿Qué es lo que tenemos que quemar? Porque me imagino que de eso se trata.
Nadie respondió, pero apareció Simón con un alto de papeles que había sacado de su maleta. Los fue arrojando en pequeños montones al fuego. Gloria le ayudó con otro tanto. Revolvieron las brasas con unos instrumentos de fierro.
Alguien había puesto nuevamente las noticias en la televisión. Se reiteraban las escenas de la mañana, los bandos que emitía la Junta, que seguramente habían preparado en los días anteriores. Porque no era un golpe improvisado. Estaba muy bien planificado. Se informó que habría toque de queda a partir de las seis de la tarde. Esto era en tres horas más. Entremedio la televisión exhibía algunos documentales turísticos sobre las bellezas de Chile, los lagos, las montañas nevadas, escenas folklóricas campesinas. De pronto se interrumpían y se anunciaban listas de personas que deberían presentarse ante las nuevas autoridades. Incluían a todos los ministros de Allende, los subsecretarios y algunos altos ejecutivos de empresas públicas. Se oyó el nombre de Juan Pablo Solar. Este se quedó en silencio.
− Lo mejor que puedes hacer−, le dijo Benjamín−, es ir a entregarte. Estarás detenido unos días y te van a soltar. Si no has hecho nada, supongo.
− Lo estoy pensando−, respondió lacónicamente el aludido.
− ¡Nooo! Por ningún motivo−. Se oyeron varias voces, entre ellas la de Margot.
Simón argumentó con más convicción.
− No vayas. Correrías un alto riesgo de ser eliminado. En este momento nadie responde por nada. Lo único que hemos visto es el odio de la Junta. ¿Viste las caras de los cuatro? Si te entregas, no solo vas a ir preso, sino es probable también que te torturen para sacarte información. Y después al paredón.
− Es lo que hacían en Cuba, ¿no?−, Benjamín no pudo contener su sarcasmo.
Simón se levantó y salió al patio de atrás, a fumar, dijo. Gloria lo acompañó.
− Tendré que salir por unos minutos−, anunció Margot−. Voy a hacer algunas compras, aunque no estoy segura si encontraré lo suficiente.
El desabastecimiento de mercadería era general. Pero algo podría hallar. Y aunque su despensa no estaba muy mal provista, preveía que la noche sería larga y quizás qué pasaría al día siguiente. Eran varios los comensales que tendría que atender.
− Te acompañaré−, le dijo Juan Pablo.
− ¡Ni por nada! Eres cara conocida y más de alguien podría denunciarte. No, tú te quedas aquí y no te mueves.
Su hermano Benjamín se ofreció para acompañarla.
− No hay riesgo para mí−, hizo saber con una sonrisa arrogante. Se sentía ahora en el bando de los vencedores.
Se aprontaban para salir cuando apareció Sebastián, el hijo de Margot, que andaba jugando en el jardín con los otros niños.
− Mamá, hay un camión con soldados en la calle.
Se levantaron rápidamente todos y se asomaron a las ventanas de la casa. Se podía escuchar la respiración agitada de varios de los presentes. Efectivamente, en el camino que había a los pies de la parcela un camión con soldados estaba estacionado. Comenzaron a bajar con agilidad. Gloria tembló y se aferró a Simón.
3
Se relajaron cuando vieron que la patrulla se dirigía a otra casa.
− Van donde el ministro de Agricultura−, comentó Margot.
Efectivamente, en esa casa vivía uno de los ministros de Allende, de hecho, uno de los más aborrecidos en la oposición. Era el que había dirigido la reforma agraria.
− Espero que se hayan ido−, le susurró Juan Pablo al oído a Margot, refiriéndose al ministro−. Él sabía que en caso de golpe sería de los primeros en ser detenido.
Los soldados entraron al antejardín y rodearon la casa, agachados y con sus fusiles en ristre. Supuestamente esperaban algún tipo de respuesta armada, lo que por cierto, no sucedió. Poco después, uno que había entrado por atrás, salió por la puerta principal y gritó a sus compañeros que la vía estaba libre.
− ¡No hay nadie!−, les anunció.
Los soldados se irguieron. Un oficial les ordenó hacer guardia en el jardín, mientras revisaban la casa. Él entró con un grupo de cuatro conscriptos. Tardaron unos quince minutos en salir. Un soldado cargaba un televisor y otro, una cantidad de libros.
Margot llamó a su hermano a que mirara.
− ¿Qué te parece? ¿Es la búsqueda de una persona o es un asalto a una casa para robar?
Estaba furiosa. Benjamín la quiso tranquilizar.
− No te enojes, mujer−, le palmoteó la espalda−. ¿Tú crees que al ministro le va a importar que le lleven el televisor mientras él anda arrancando? Esa casa va a quedar sola y es seguro que igual la van a desvalijar.
− Pero ellos no tienen por qué convertirse en unos ladrones vulgares. No están para eso.
El camión militar desapareció y volvió la calma.
Margot estaba inquieta por el arma que se había ocultado en el entretecho de su casa. Ya era de noche y su principal objetivo ahora se centró en que ese artefacto desapareciera. Era demasiado el riesgo si fuera encontrado en un eventual allanamiento militar. Tenía una idea. Llamó a Simón a la cocina y le habló.
− Simón, tu arma no puede permanecer más en mi casa. Hay que eliminarla. Tengo el siguiente plan. A unos doscientos metros de la casa, cerro arriba, corre un canal que después continúa a otras comunas. Existe desde cuando estas tierras eran destinadas a la agricultura. El canal es bastante ancho, de unos dos metros, y profundo. El agua corre con fuerza hacia abajo. Es el lugar ideal para arrojar el arma. Será arrastrado por la corriente y si alguien lo encontrara, ya será un montón de fierros oxidados.
Simón contempló a Margot sin expresión. Ella continuó.
− El problema es cómo llegar a ese canal sin levantar sospechas de nadie que pueda hacer denuncias. Estaríamos violando el toque de queda. Pero la noche nos favorecerá porque está nublado y no hay luna, de modo que la oscuridad es total. Además, en esa parte del barrio vive muy poca gente y abundan los terrenos despoblados. También hay árboles altos, eucaliptus principalmente, entre los cuales nos podremos esconder en caso de que apareciera alguien. La cuestión es quienes vamos, quien me puede acompañar. Yo tendré que ir porque conozco el lugar, pero no me atrevo a ir sola. No quiero comprometer a mi hermano, lo pondría en una situación muy inconfortable, aparte de que él es muy de derecha. Tampoco pueden ser tú ni Juan Pablo, porque lo pasarían muy mal si los detuvieran. Así es que tendrá que ser Ricardo. Y creo que es conveniente que sea una pareja, despertaría menos sospechas que una persona sola.
Lo llamó aparte y le contó. Ricardo no vio ningún inconveniente y, al contrario, pareció alegrarse de poder ayudar a Margot. Y también sintió que la adrenalina aumentaba.
Trataron de que Benjamín no se diera cuenta.
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