Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá

Cuando se cerraron las Alamedas - Oscar Muñoz Gomá


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¿Por qué dices eso?−, quiso saber Juan Pablo.

      − Porque es un tipo que conozco, es mi vecino. Desde hace tiempo gente de la ultraderecha bien conocida se reúne en su casa, incluso alguno que en su momento fue sospechoso de participar en el crimen del general Schneider. Es bien sabido en el barrio. Y él conoce toda mi historia. Sabe que Rodrigo fue funcionario del gobierno. Debe creer que yo también soy de izquierda y que estoy acogiendo a fugitivos. Quedé tiritona. Por favor, anda a traerme un vaso de vino, y otro para ti.

      − Bueno, de hecho, miró mucho hacia adentro de la casa. Seguro que vio más gente. ¿No quieres entrar? ¿Tienes frío?

      − Sí, pero quiero quedarme aquí otro rato. Acompáñame y trae ese par de vasos−. Juan Pablo regresó con los dos vasos de vino tinto.

      − ¿Qué piensas hacer?−, le preguntó Margot, con ansiedad.

      − Por lo pronto, tendré que desaparecer. Creo que tendré que buscarme alguna embajada que me acoja y después trasladarme al extranjero. Hasta que esto se calme y todos sepamos mejor qué rumbos va a tomar esta dictadura.

      − Mira, en este barrio vive la embajadora de Suecia. Me tocó conocerla en algunas de las reuniones de Junta de Vecinos que se hicieron. Es una mujer de mediana edad, muy progresista y agradable. Conversamos varias veces y nos caímos bien las dos. Incluso una vez me invitó a su casa, un fin de semana. Podría tratar de contactarla.

      − Sería una buena opción, aunque no me imagino aprendiendo a hablar sueco y a vivir como lapón−, bromeó Juan Pablo, alentado por esa posibilidad.

      − Pero tú hablas inglés. Suecia es un país bilingüe. Casi todo el mundo habla inglés. Si no, estarían aislados del resto del mundo. Voy a buscar en mi libreta de teléfonos, creo que tengo el número de ella. Juan Pablo, ése es el camino.

      − De acuerdo, pero espera a la madrugada para llamarla. No la vas a despertar a esta hora.

      − No sé si estará durmiendo. Es muy política y estoy segura de que debe estar trasnochando, para informar a su gobierno y también para recibir instrucciones. Entiendo que Suecia está unas seis horas más adelante. Allá tiene que ser de mañana. Pero voy a esperar algunas horas.

      Juan Pablo quedó en silencio. Lo preocupó la visita de ese vecino, en una de esas podría hacer una denuncia. También pensaba aceleradamente si sería oportuno hablar de sus sentimientos a Margot. Todavía se sentía inhibido, pero las cosas se estaban precipitando.

      Ella le propuso que descansaran un poco.

      − Instálate donde quieras. Yo voy a tenderme un rato en mi cama. Si necesitas alguna frazada o abrigo, dime.

      5

      Margot se tendió en su cama y trató de dormir. A pesar del cansancio, el sueño no venía. Se dio vueltas, pero los acontecimientos del día revoloteaban por su mente como insectos zumbones. Pensó en Rodrigo. ¿Qué sería de él en estas circunstancias, si viviera? ¿Qué pensaría? ¿Qué podría hacer? Sin darse cuenta comenzó a revivir ese día trágico, con una lucidez como si hubiera sido el día anterior. De eso hacía poco más de un año, era agosto del 72.

      Recordó que dormían plácidamente cuando la campanilla del despertador interrumpió violentamente el sueño de ambos. Rodrigo le comentó que había dormido mal, con desasosiego, con malos sueños. Le dijo que el día no sería fácil, más bien tormentoso, de ahí probablemente su ansiedad.

      Él se incorporó en su cama, todavía somnoliento. El cuarto estaba todavía en penumbras, a pesar de ser primavera y apenas se traslucían las luces de la calle a través de los bordes de las cortinas. Había una suave brisa, a juzgar por las sombras vacilantes del árbol de judea del jardín, que ya llegaba a la altura del segundo piso y se percibía a través de las cortinas.

      Permaneció algunos minutos semi-incorporado hasta que terminó de despabilarse. Se levantó de la cama y se duchó. Probablemente se quedó más tiempo del acostumbrado disfrutando del agua tibia. Margot ya estaba levantada y le sirvió un desayuno frugal. Un jugo de frutas, café bien cargado, dos tostadas, mantequilla y mermelada.

      No tenía mucho apetito y la mermelada de naranja que, usualmente le gustaba mucho, permaneció intocada en el pocillo. Hablaron poco. Rodrigo se mantuvo reservado y silencioso mientras se servía el café y las dos tostadas con mantequilla. La luz de la mañana ya se dejaba ver y comenzó a iluminar el comedor, aunque no había sol. Un auto se detuvo frente a la casa, sonó el timbre y Rodrigo se levantó rápidamente. Corrió las cortinas de la ventana del living y observó a través de los vidrios.

      − Me vienen a buscar.

      De un maletín sacó unos papeles y se los pasó. Ante la mirada interrogadora de Margot, le explicó.

      − Ayer me entregaron en la notaría estos poderes que te hice. Y unos seguros. Guárdalos tú.

      − Poderes y seguros… ¿para qué? ¿De qué se trata?

      − Es conveniente que tengas poderes míos para girar de la cuenta corriente y para algunas otras cosas. Supón que me enferme, que tenga alguna inhabilidad…Tienes que poder operar. Y los seguros siempre son necesarios, puede haber algún incendio, algún accidente…

      − No me habías contado.

      Rodrigo no le replicó, pero la atrajo para besarla y despedirse. Ella lo miró con una sonrisa forzada y lo retuvo en sus brazos por unos instantes. Apoyó su cabeza en su pecho.

      − Cuídate−, le pidió−. No me gusta nada esto.

      − Tranquila, mujer−, le había asegurado Rodrigo−. Está todo previsto. Sabemos que va a haber algún alboroto, pero no podrán impedirlo. Llevo el acta de requisición, firmado por el presidente. Tendremos fuerza pública, por si hay desórdenes.

      − Llámame apenas haya terminado todo y estés instalado.

      − Lo haré. Dale un beso al Seba, prefiero no despertarlo.

      Rodrigo se puso la chaqueta, tomó su maletín y se dirigió a la puerta de calle. Margot le retuvo una mano.

      − ¡Por favor, ten prudencia!−, le rogó−. Y no dejes de llamarme.

      Ella lo miró subirse al automóvil y permaneció inmóvil por varios segundos después de que el vehículo desapareciera de su vista. Terminó su café, levantó la mesa, ordenó la cocina, hizo su lista de compras y se preparó para llevarle el desayuno a su hijo. Ya eran más de las ocho y media de la mañana. El llamado se produjo poco después, pero fue el timbre de la puerta. Había dos hombres bien vestidos, aunque relativamente informales, en la entrada. Uno de ellos era Juan Pablo Solar, antiguo amigo de la pareja. El otro, de edad madura, calvo. Reconoció al de mayor edad y su sangre se heló. El ministro en persona. No atinó a pronunciar palabra.

      − Margot−, le dijo el ministro, que la conocía desde años atrás−. Tenemos que conversar.

      Con gestos los hizo pasar y sentarse. Margot tenía la garganta atorada.

      − Lamento mucho traerte malas noticias−, le dijo con gravedad. Sus ojos estaban húmedos−. Ha habido un accidente.

      − ¿Qué pasó?−, pudo balbucear apenas−. Por favor, dígamelo rápido. ¿Le ocurrió algo a Rodrigo?

      El ministro asintió levemente con un movimiento de cabeza.

      − Fue atacado durante el acto de requisición. Alguien le disparó desde otro edificio. Rodrigo murió a los pocos minutos en el mismo lugar. Fue imposible hacer nada−. Su voz era grave, pero cálida.

      Margot quedó con la mirada perdida, la boca seca, amarga, sin pronunciar palabra. Sebastián, que andaba cerca y escuchó las voces de adultos, se acercó a su madre. Ella lo apretó en sus brazos y lloró en silencio, conteniendo apenas los temblores de su cuerpo. Juan Pablo se levantó de su asiento y se acercó para abrazarla. El ministro buscó la cocina y le llevó un vaso de agua.

      −


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