Cuando se cerraron las Alamedas. Oscar Muñoz Gomá
de que no había nadie más el teniente se dirigió nuevamente a los presentes, que esperaban de pie en el living.
− ¡A identificarse cada uno! ¡Deberán mostrar sus carnets de identidad, inmediatamente y cuidado con lo que hacen!
Un soldado recogió los carnets de los adultos y se los entregó al teniente. Éste cotejó cada uno de los nombres con unas listas que llevaba consigo. Lo hizo con detención y al mirar los carnets observaba también los rostros de cada uno de los supuestos sospechosos. Dos soldados hacían guardia en la puerta de entrada. Los que habían salido hacia atrás aun no regresaban.
− ¿Quién es el dueño de casa?−, preguntó el teniente sin dirigirse a nadie en particular.
− Yo soy−, confirmó Margot, con decisión.
− Y, estas otras personas, ¿quiénes son?−, insistió el teniente.
Margot hizo las presentaciones.
− Mi hermano, un amigo de la familia y otra amiga, con sus hijos, ya que su marido anda de viaje. Y éste es mi hijo−, señaló a Sebastián.
− ¿Y su esposo?
− Fallecido hace tiempo.
− Ya.
Por fin, el teniente relajó su rostro y pareció dar por terminada esta especie de entrevista. Pero se sintió un ruido en el entretecho, como el golpe de algún objeto al caer. El teniente volvió a endurecer su expresión. Margot tragó saliva.
− ¿Qué fue eso? ¿Hay alguien más arriba?
− No, mi teniente. Revisé con acuciosidad y no había nadie−, contestó el soldado que había hecho la inspección.
Margot salió al paso de la duda, en un ambiente que comenzaba a pesar una tonelada.
− Teniente, este barrio es rural, hay mucho campo abierto y abundan los ratones. Tenemos que soportarlos cuando andan por los techos.
− ¿Quiere que le ayudemos a eliminarlos, ahora mismo?-el teniente la miró con ironía, estudiándola, aunque impresionado por su belleza y la seguridad de su mirada.
− No hace falta. Después volverían. Son inofensivos−, Margot mantuvo su sangre fría y no se le movió ni un músculo de la cara, mirando fijo a los ojos del teniente.
Este no se dejó convencer y les ordenó a dos de sus soldados:
− Ustedes, suban de nuevo y revisen bien el segundo piso.
A los dos minutos habían bajado.
− Mi teniente, hay un entretecho sospechoso en el baño de arriba. Necesitamos apoyo para revisar.
Subió el teniente con sus dos soldados y dejó a uno al mando del primer piso. Margot y sus invitados contuvieron su respiración. Ella sintió hielo en su rostro. El oficial inspeccionó la tapa del entretecho y le ordenó a su tropa encaramarse, uno sobre los hombros del otro, premunido de su metralleta.
− Está muy oscuro, no se va nada aquí arriba. Necesito linterna, mi teniente.
Éste le alcanzó la que llevaba en su equipo. El hombre en el entretecho iluminó con la linterna y dio pasos en diferentes direcciones.
− ¡No hay nadie, mi teniente, voy a bajar!−, gritó desde arriba.
Bajaron y el teniente se dirigió a los presentes.
− ¡Está bien!−, dijo−. No hay nadie sospechoso. Aquí están sus carnets, señores. Procederemos a retirarnos. Y si observan a cualquier extraño o desconocido en las inmediaciones, tienen la obligación de avisar inmediatamente a la policía.
Antes de retirarse les ordenó a otros dos soldados ir a buscar a sus compañeros que vigilaban la puerta de atrás.
− ¿Qué pasa que no regresa el cabo?
Se escucharon disparos y entonces toda la patrulla corrió hacia el exterior. Lejos, divisaron dos siluetas que huían hacia el oriente, en la parcela del lado. La tropa avanzó en su persecución.
8
Salieron todos a observar la escena. Las dos siluetas que habían alcanzado a divisar corriendo en otra de las parcelas vecinas hacia un bosque desaparecieron. Más atrás, a bastante distancia, corrían cuatro de los integrantes de la patrulla militar con sus metralletas. El resto, con el teniente al mando, subieron a la camioneta del ejército en la que habían llegado y se perdieron por el camino que subía hacia el cerro.
Transcurrió una media hora plena de incertidumbre. Nadie habló mucho. Todavía no se levantaba el toque de queda por lo cual no quisieron desafiar más a la patrulla, pero quedaron atentos al camino principal para ver si reaparecía esa camioneta. Ricardo se instaló al borde de la calle, para observar el desenlace. En cualquier caso, la patrulla tendría que pasar de regreso por el frente de la parcela de Margot. De pronto sintió el ruido de un vehículo y la camioneta apareció veloz. Pasó frente a la parcela sin detenerse. Ricardo miró con ansiedad al interior del vehículo y alcanzó a ver la figura de un civil sentado entre dos soldados. Este movió su cuerpo hacia adelante, de modo de poder ser identificado y Sebastián lo reconoció. ¡Era Juan Pablo, sin duda! El temor que habían albergado desde el día anterior se materializó y ahora Juan Pablo estaba detenido. Quedó demudado. Pero no vio a Simón, a menos que estuviera muy al interior del vehículo. Regresó a la casa a comunicarle la triste noticia a Margot quien, sin duda, sería la más afectada.
− Margot, lamento decírtelo, pero detuvieron a Juan Pablo. Iba en la camioneta, lo alcancé a ver. Pero no vi a Simón.
Margot se quedó en silencio y su rostro contraído. Benjamín la tomó por los hombros. Estaba consciente de que algo pasaba entre su hermana y Juan Pablo, y quiso consolarla.
− No te preocupes mucho, Margo. Seguro que lo van a tener detenido algunos días y luego lo soltarán.
− Ojalá, pero no sabemos.
Salió sola al jardín y se sentó en el banco donde había estado con Juan Pablo la noche anterior. Estaba muy confundida. No quería confesarse su sentimiento más íntimo hacia Juan Pablo. Pero en un momento como este, de extrema incertidumbre, no podía evitar que sus emociones afloraran. Nuevamente se le encogió su espíritu, que luchaba entre la lealtad a su difunto esposo y esta atracción irresistible que le provocaba Juan Pablo.
Entretanto, Gloria se preguntaba qué podría haber pasado con Simón. Se rodeó de sus hijos y trató de entretenerlos. De pronto percibieron una silueta que avanzaba hacia la casa, desde el fondo de la parcela, escondiéndose entre los árboles. Gloria se tapó la boca cuando reconoció a Simón. Corrieron a su encuentro. Venía totalmente empapado y su ropa todavía destilaba agua.
− ¿Qué pasó, Simón? ¡Por el amor de Dios, cuenta, qué pasó!−, lo abordó Margot.
− Por favor, necesito algo caliente, estoy tiritando.
Gloria lo llevó a un baño para que se sacara esa ropa mojada y le pidió algo a Margot para cubrirlo. Ésta le pasó algunas prendas de su marido, que todavía estaban guardadas en la casa. Le preparó también un té muy caliente y se instalaron en la cocina a escuchar su relato.
− Cuando llegó la patrulla corrimos hacia el bosque y nos escondimos entre los árboles. Cuando vimos que dos soldados se acercaban hacia donde estábamos, decidimos correr hacia el interior del bosque. Pero los soldados nos vieron y siguieron a cierta distancia. Nos dimos cuenta de que tarde o temprano nos alcanzarían. No teníamos mucho donde ir por el cerro arriba. En eso estábamos, decidiendo qué hacer, cuando llegamos al canal que pasa por atrás. Le sugerí a Juan Pablo que nos metiéramos al agua en la esperanza de que no nos vieran. Hay una parte con muchos arbustos y zarzamoras por donde corre y pensé que por ahí podríamos mimetizarnos. Pero Juan Pablo se negó. Me propuso que nos separáramos, así se les haría más difícil encontrarnos. Por lo menos, uno tendría más probabilidades de no ser descubierto. Él corrió en dirección contraria a la mía, salió a campo abierto y atrajo la