Envejecer en el siglo XXI. Leonardo Palacios Sánchez
los términos no han sido aceptados en el lenguaje técnico de gerontólogos y geriatras y sus voces son acalladas frecuentemente ante el lenguaje coloquial de los “expertos” y de los mismos viejos. Adicionalmente, la opinión del filósofo y sociólogo francés Edgar Morin es mucho más elocuente, en el artículo “Teoría y teorías del envejecimiento”, producto de la entrevista con Nicole Benoíte-Lapierre: “Nos encontramos en una fase de relegación dulce; la categoría denominada tercera edad encubre un aislamiento de los viejos, endulzado con algunos engaños y con la seguridad de no morir de hambre” (1983, pp. 203-211).
En 1991, el médico canadiense Jacques Laforest publicó Introducción a la gerontología: el arte de envejecer, un texto en el que exaltaba el proceso del envejecimiento y le reconocía a la vejez, entre otras cualidades, la plenitud de la vida, la culminación de los nuevos acontecimientos en la identidad personal, la autonomía y la independencia individual para apropiarse del control de su propia vida y la pertenencia, sin arrinconarse, a las comunidades sociales. Como aspecto central de sus enseñanzas destacaba las tres características principales de la gerontología, así:
1. Es una reflexión existencial, pertenece a lo humano en cuanto tal. 2. Es, asimismo, una reflexión colectiva, debido a los fenómenos demográficos de los dos últimos siglos, ya no sólo el individuo es el que envejece sino también, la sociedad y, 3. Su esencia es, característicamente, multidisciplina. (Boucher, 1993, pp. 102 y 103)
Esta última característica, constituida por diversos saberes que orientan todos sus objetivos a la investigación sobre las diversas problemáticas relacionadas con la vejez, como el diseño y aplicación de acciones en pro del bienestar del anciano en el contexto social, o a reforzar en los aspectos económicos, de protección social, vivienda, salud, educación y también en la interacción anciano-familia-comunidad e institucionalización, constituye la piedra angular del abordaje integral a las problemáticas de los ancianos. En resumen, ¡propender hacia una sociedad capacitada para envejecer exitosamente! Empeñada, además, en garantizar la reinserción del anciano en su ámbito natural mediante la promoción en salud, la prevención de enfermedades y la utilización de servicios interdisciplinarios que aumenten la eficiencia y la productividad. Desde sus ópticas, la gerontología psicológica, la social, la laboral, la educativa, la biológica, la clínica y la social proponen mecanismos que consoliden una atención eficaz a los viejos como entes biopsicosociales y, mucho más aún, trascendentes.
De la medicina de la vejez al contexto de fragilidad
Puntualmente, en el panorama médico han surgido hasta hoy al menos 30 síndromes geriátricos diferentes que contemplan problemáticas sociales, mentales y físicas que solo pueden ser bien satisfechos a cabalidad por proveedores de atención especialmente capacitados. Esto incluye a las enfermeras, médicos, psicólogos, trabajadores sociales, cuidadores y responsables políticos que actúan en todos los niveles, desde la atención primaria en salud hasta la unidad especializada en un hospital, centros de rehabilitación y atención a largo plazo, así como en los ámbitos sanitarios nacionales y regionales.
Justo antes de finalizar el siglo xx, una gran proporción de las publicaciones especializadas en aspectos del envejecimiento consideró oportuno conferir a las personas de edad muy avanzada un perfil sindromático, reconocido con anterioridad en pediatría, y denominado falla para prosperar, traducido del inglés faillure to thrive, concebido como un síndrome para reconocer los riesgos de muerte de los ancianos afectados por un deterioro progresivo de las funciones físicas, el cual incluía pérdida de peso y deterioro de la habilidad para realizar las actividades instrumentales de la vida diaria de causas sistémicas, funcionales o mentales (Robertson y Montagnini, 2004).
Los inconvenientes para definirlo como una entidad clínica aislada se reconocieron casi desde su proclamación, por un lado, por lo heterogéneo del grupo afectado y por su relación con los conceptos de fragilidad y riesgo de muerte; por otro, la cuestión sobre la reversibilidad del síndrome, ya que en muchos de los casos precedía, invariablemente, al deceso. Pronto, las publicaciones acerca del cuadro clínico se desvanecieron hasta el punto de no reconocerse hoy en día por la comunidad científica como una patología auténtica.
Al despuntar el siglo xxi, en la búsqueda de herramientas objetivas para detectar el riesgo de sufrir complicaciones de consecuencias fatales en los ancianos, fue propuesto el síndrome de fragilidad, definido por la pérdida progresiva de reservas fisiológicas, cuyas características lo sitúan como una entidad sobrepuesta a las condiciones de discapacidad y de comorbilidad presentes, aproximadamente, en la cuarta parte de la población mayor de 85 años. Esta disminución ocurre en múltiples sistemas del cuerpo, incluyendo el musculoesquelético, el cardiorrespiratorio, el inmune y el endocrino. Empero, otros dominios no físicos contribuyen al desarrollo de fragilidad, por ejemplo, el deterioro cognitivo menor, la fragilidad social referida a la soledad y a la falta de redes sociales sólidas y la fragilidad psicológica asociada con un evento estresante, como un duelo reciente o episodios depresivos (Woolford et al., 2020, p. 1629).
Su impacto se refleja en el aumento de los requerimientos de atención médica con tendencia a la institucionalización, propensión a sufrir caídas con fracturas óseas y, por supuesto, a morir por la progresión de estos estados. Así fue como en 2001 Fried et al. establecieron un perfil clínico cuyos componentes determinan un pronóstico de supervivencia que depende más del estado basal de salud, que de la enfermedad que afecta agudamente a los ancianos, tal como se evidencia en los cuadros percibidos como banales que requieren hospitalización y que después de varios días presentan un déficit funcional significativo o fallecen, indefectiblemente, por la convergencia de los múltiples eventos que los complican.
En su publicación original, la investigadora propuso cinco criterios del fenotipo que desde entonces se distingue con su nombre: disminución de la velocidad de la marcha, pobre actividad física, queja de cansancio físico, pérdida de peso no intencional y debilidad muscular. Al mismo tiempo, estableció que la presencia de tres o más de estos criterios identifica a una persona como frágil (Fried et al., 2001, pp. 46-56). Precisamente, su objetividad radica en lo medible y replicable de los parámetros incluidos: fuerza de prensión obtenida con un dinamómetro hidráulico menor de 15 kg/f, que demuestra una pobre fuerza de agarre; pérdida de más de 5 kg de peso en los 3 meses previos a la consulta o el índice de masa corporal menor de 21 kg/m2; el autorreporte de cansancio físico o agotamiento, medido por una escala de 1 a 3, y la velocidad de la marcha inferior a 0,8 m/s (Ramírez et al., 2017, p. 1).
El papel de la fragilidad, como fuerte predictor de morbimortalidad, ha sido aprobado por la mayoría de las especialidades médicas en la determinación del pronóstico vital de los pacientes a su cargo, tal como se evidencia en el aumento 2 a 3 veces del riesgo de sufrir enfermedad cardiovascular, empeorada por la condición de diabetes mellitus tipo 2, diagnósticos que, a la vez, empeoran la condición del individuo frágil (Rodríguez-Quaraltó et al., 2020, p. 1). Además, el dolor crónico se constituye en el principal desencadenante de la fragilidad en una cascada de eventos que se inicia con la inactividad, lo que puede llevar a atrofia muscular y a disminución de la funcionalidad.
En términos prácticos, la fragilidad corresponde a un proceso dinámico, caracterizado por transiciones frecuentes entre los estados de salud del individuo en un plazo determinado, que lo predispone a desenlaces negativos ante patologías inflamatorias relacionadas con la edad, así como las enfermedades crónicas, sus reagudizaciones y los procedimientos quirúrgicos. En ese mismo contexto, y pese a la evidencia anotada acerca de la fragilidad perioperatoria que aumenta el riesgo de mortalidad y rangos variables de dependencia funcional en el posquirúrgico, aún no se ha extendido plenamente el empleo de las escalas de fragilidad clínica en las evaluaciones preanestésicas que permitirían determinar el grado de afectación de los dominios del síndrome (Darval et al., 2020, p. 1).
Adicionalmente, es bien conocido que la inactividad física puede conducir a una miríada de problemas crónicos de salud, incluidas enfermedades cardiovasculares, cerebrovasculares, diabetes tipo 2, depresión y demencia, para citar las más comunes. El efecto nocivo de estas condiciones sobre la reserva fisiológica puede, a su vez, desarrollar o hacer progresar el síndrome