Pienso, luego molesto. Siento, luego existo. Manuel Riesco González

Pienso, luego molesto. Siento, luego existo - Manuel Riesco González


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de la escuela actual no es enseñar matemáticas, lengua o geografía, sino «poder estar». Hay demasiado ruido cultural que obnubila los sentidos y la mente.

      He constatado que solo estando presente en la realidad se puede aprender a pensar y crecer. El poder y la eficacia de la educación residen en crear pensamiento propio. En nuestra época las humanidades no están de moda y el conocimiento histórico se manipula en función de intereses espurios.

      El gran pensador y maestro Emilio Lledó (2009: 42) afirma con claridad y rotundidad: «Vale la pena recobrar esa historia, sobre todo porque nos sirve para entender mejor lo que nos pasa y lo que vivimos. […] No es posible configurar el futuro, vivir en el futuro, si no ponemos a la historia por delante. […] La falsificación y la manipulación de la historia ha sido un elemento esencial entre determinadas estructuras de poder que han pretendido tener a sus pies súbditos y no ciudadanos, gentío entontecido y no personas».

      Realizar una pregunta es abrir la propia ventana a la vida, mirar al universo con curiosidad y esperar sin indiferencia, pacientemente, a ver qué pasa

      Una de las causas de la ineficacia docente es la «pedantería pedagógica» que subraya el saber del docente y minusvalora la inteligencia del alumno. La universidad se está convirtiendo en una empresa financiera que tiene que ser competitiva con «criterios de calidad» ajenos a ella; en muchos casos, en simple transmisora de conocimientos obsoletos no basados en la investigación y la experiencia. ¡Qué lejos queda la visión de Humboldt!, un «lugar donde alumnos y profesores investigan y aprenden juntos en soledad y en libertad»; o el afán didáctico de Sócrates, hijo de partera, tratando de que las personas fueran conscientes del saber tácito que ya poseían, pero que desconocían.

      Hoy no es fácil activar la pasión por el conocimiento en los jóvenes. Muchos llegan a la universidad sin saber por qué, machacados por los medios de comunicación. En el mejor de los casos, su única preocupación es aprobar: «Profe, ¿esto va para el examen?». «Profe, que no ha subido el PPT al campus». «Profe, ¿cómo va a ser el examen?». Un día vino a mi despacho un grupo de alumnos:

      —Profe, es que sus exámenes son muy difíciles.

      —¿Por qué os parecen difíciles? —pregunté.

      —Es que usted nos hace pensar —fue su respuesta.

      Con la ayuda de las tecnologías, un gran número de profesores y alumnos han adoptado la postura más fácil para ambos: unas presentaciones en PPT, unas copias online y ya está; en eso se resumen la enseñanza y el aprendizaje. Hasta el punto de que los alumnos vuelven a quejarse: «Profe, que eso que ha puesto en los exámenes no viene en las presentaciones…». Se ha desterrado el estudio personal, la investigación, la consulta de fuentes, el debate… Más allá de la falsa concepción de la pedagogía como un conjunto de prácticas y recetas mágicas extensibles a cualquier situación, entiendo la educación en la escuela y en las familias como el arte de preparar la tierra, sembrar semillas y cuidarlas. Los frutos vendrán luego, si vienen, porque ahí entra en juego la libertad del educando y su contexto para interiorizar lo aprendido. Ante la dictadura de la imagen («una imagen vale más que mil palabras»), me pregunto: ¿qué imagen, qué valor, qué palabras? Sin un análisis crítico de su contexto y significado, pueden quedarse en flatus vocis.

      En un estudio que realizamos hace unos años sobre «Quiénes son, qué hacen y cómo trabajan los mejores profesores» (Riesco et al., 2012) concluimos que la mayoría de los profesores hacen bien su trabajo, están motivados, pero son muy poco reconocidos. También los hay que, cuando se ponen la bata, se convierten en meros transmisores de palabras ajenas, obreros de objetivos espurios, y no en facilitadores del aprendizaje significativo.

      Las semillas de la educación son ideas, sentimientos y comportamientos que se transmiten a través de modelos sociales, medios de comunicación, familias, cultura, gestos y, sobre todo, de la palabra amable, exigente y sabia del profesor. La memoria tiene una función privilegiada para que no caigan en tierra baldía.

      Es de justicia arrojar una lanza en pro de los excelentes profesores. Transcribo las palabras de una maestra de educación primaria:

       «Creo firmemente que somos nosotros los que nos encargamos de la urdimbre que luego sustentará (o no) el resto de vuestras contribuciones, pero que somos nosotros quienes ponemos las bases... En mi clase nunca hay una respuesta cerrada (ni siquiera en matemáticas). Si un niño me trae que 2 + 2 = 5 no le digo “mal”. Le digo que por qué es 5...

       Este curso una nena intentaba sumar 23 + 45 en horizontal y no le salía. Yo le dije: “Ponlo como una torre, que te será más fácil”. Ella me dijo que no, que era más difícil. Le pregunté por qué y me respondió que por dibujar un castillo y sumarlo en la torre no era más fácil... Es más, no le iba a caber tanto número en la torre, porque ahí solo vivía una princesa.

       Más allá de la gracia infantil, me hizo reflexionar sobre: Instrucciones mal formuladas por parte de los profes.

       La necesidad de saber el porqué de sus razonamientos para poder ayudarlos.

       Por qué la princesa era la que vivía en la torre.

      Tras ese día, en lengua hicimos un cuento por equipos en el que tenían que salir varias palabras y estaban prohibidas otras (lo hacen mucho conmigo). Salieron cuentos muy chulos de castillos y torres en las que no vivían ni reyes ni princesas…».

      Esta manera de proceder sí es educación transformadora en manos de una maestra que ha asumido con gusto, dedicación y competencia su profesión de «partera».

      A continuación me permito referir una anécdota personal de estilo opuesto. En mis años de estudiante universitario suspendí una asignatura cuyos contenidos ya conocía y había aprobado en otra carrera previa. Pedí cita al profesor: «Por favor, me gustaría una revisión para conocer los fallos y aprender de los errores». El día convenido fui a su despacho, llamé, pero al no obtener contestación abrí la puerta y dije tímidamente: «Con permiso». El profe estaba sentado en su mesa; vestía de traje azul, camisa blanca y corbata azul, peinado hacia atrás. No levantó la mirada. Un tanto cortado, me acerqué:

      —Buenos días.

      —¿Qué deseas?

      —Había quedado con usted para revisar el examen.

      Le dije mi nombre y como no me invitaba a sentarme opté por hacerlo con cierta timidez. Cogió mi examen con parsimonia, pasó la primera hoja, luego la segunda. Yo miraba su cara inexpresiva, oteaba mi escrito de refilón con disimulo. No veía en él ninguna observación ni tachadura. El profesor seguía mudo, yo le miraba una y otra vez. Así hasta el final. Hasta que, después de un silencio que me pareció eterno, osé decirle:

      —Por favor, ¿puede decirme en qué he fallado? Quiero aprender.

      Por primera vez dirigió su vista hacia mí por encima de sus gafas de color negro, se las quitó y las puso encima de la mesa, hizo ademán de levantarse y, colocando sus manos sobre mi examen, el cuerpo medio curvado hacia adelante y la cara enrojecida, dijo:

      —Yo dicté… Yo dicté diez folios, diez folios en clase, y usted me ha puesto seis.

      Me quedé estupefacto sin saber qué contestar, reprimiendo mis impulsos y mi lengua. Al cabo de dos segundos me levanté raudo sin decir nada. Mi instinto de supervivencia me llevó resuelto hacia la puerta. La abrí y, volviendo la cabeza, le dije con una sonrisa irónica como jamás había asomado a mi cara:

      —Muchas gracias, señor «dictador».

      La entrevista fue improductiva a todas luces, pero yo me quedé más ancho que largo, contrariado pero satisfecho. Dos años más tarde, en un congreso, dicho profesor, ponente en una mesa redonda, expuso su discurso de manera efusiva, agotando con creces el tiempo dispuesto.


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