La inteligencia y el talento se desarrollan. Julián De Zubiría Samper
como categoría explicativa entre las relaciones del individuo y la cultura. Así mismo, hemos involucrado en mayor medida las categorías de lo complejo, lo diverso, lo sociocultural y lo dialéctico, reconociendo nuevos elementos en las tesis de Merani, Vigotsky y Wallon, logrando superar posturas iniciales más reduccionistas, simplistas, endogámicas y heteroestructurantes. En particular, fueron revisados de manera bastante completa los fundamentos del trabajo para las áreas de valores, ciencias, matemáticas y lenguaje; estos ajustes en su conjunto nos condujeron a un nuevo modelo pedagógico el cual viene siendo implementado en la Institución desde el año de 1997, y que, en buena medida, explica los resultados obtenidos: la Pedagogía Dialogante. Este modelo se centra en el desarrollo como principio esencial del trabajo educativo, reconoce la interestructuración entre el sujeto y la cultura, reconoce la diversidad de inteligencias humanas y la necesidad que tiene la escuela de brindar estrategias de desarrollo a cada una de ellas (De Zubiría, 2006).
La superación de algunos mitos sobre inteligencia y talento
Primer mito: Creer que las inteligencias humanas son poco variables
Como se sabe, el estudio paradigmático durante el siglo XX para pensar la inteligencia y la excepcionalidad fue adelantado por Lewis Terman y sus colegas de la Universidad de Stanford, en California (Terman et al, 1965).
Lewis Terman y sus colegas de la Universidad de Stanford, en California, fueron los primeros en realizar un sistemático y completo estudio de seguimiento a individuos con capacidades intelectuales muy superiores. Este estudio buscaba verificar los niveles de estabilidad de la inteligencia y la capacidad de las pruebas de CI para predecir el rendimiento académico y el éxito profesional. Terman identificó 1.571 individuos, entre doce y catorce años, con capacidades muy superiores –CI de 152, en promedio–, utilizando dos criterios: el primero, una preselección elaborada por los profesores; el segundo, una capacidad superior a 130 en su desempeño al responder pruebas de capacidad intelectual2. Entre 1921 y 1959, Terman investigó las características y niveles de éxito académico obtenido por una población de capacidades intelectuales muy superiores.
Una de sus primeras conclusiones fue que podría haber altos niveles de estabilidad en la Capacidad Intelectual (CI) a lo largo de la vida, lo que, a su vez, le permitió presuponer que éste tenía un importante componente heredado, aspecto que ratificó al confrontar los resultados obtenidos por los padres de la muestra y los hijos de ellos.
Un seguimiento longitudinal como el realizado en Colombia a lo largo de las últimas dos décadas nos permite concluir que Terman estaba equivocado y que todas las dimensiones del ser humano son susceptibles de muy altos niveles de modificabilidad, por lo menos hasta la adolescencia, y mientras se cuente con mediadores de calidad en la cultura. Y esto es fácil de comprender si tenemos en cuenta que pensar implica poner en actividad los conceptos y las redes conceptuales con las competencias cognitivas correspondientes, y que ambos aspectos son aprehendidos del medio y de los mediadores de la cultura. No nacemos con los conceptos o las redes conceptuales instaladas en nuestro cerebro y tampoco nacemos con las competencias interpretativas, deductivas o argumentativas formadas. Éstas y aquellos se desarrollan gracias al trabajo intencional y trascendente de los mediadores de la cultura; y por tanto, son susceptibles de modificación. En consecuencia, tiene razón Feuerstein al confiar en la modificabilidad, aunque es excesiva su confianza y podría equivocarse al no reconocer la existencia de otros actores que median en direcciones diversas, y al desconocer los límites y la disminución en los niveles de modificabilidad que van surgiendo en los individuos con el paso de los años (De Zubiría, 2001).
La experiencia y las investigaciones realizadas hasta el momento en Colombia nos permiten pensar que los niveles de modificabilidad de la inteligencia analítica, afectiva y práxica, son mucho más altos de lo que se presuponía durante el siglo pasado. Cuando niños y jóvenes no reciben educación de calidad, tres de cada cuatro jóvenes ven disminuir su inteligencia analítica; en cambio, cuando reciben educación de calidad, el 75% de los jóvenes o mantienen sus niveles intelectuales o los mejoran (De Zubiría et al, 2003). Estudios adelantados sobre inteligencia socio-afectiva también ratifican que individuos que no reciben apoyo y orientación de calidad pueden llegar a deteriorar sus niveles de sensibilidad, autonomía y pasión por el conocimiento, y que experiencias mediadas de calidad producen desarrollos importantes en el juicio moral y en el desarrollo de las inteligencias, medidas estas últimas mediante las pruebas TAT para evaluar la inteligencia ”triárquica” diseñada por Sternberg (García & Correa, 1998; García & Sarmiento, 1999, y De Zubiría & Galindo, 2000; en De Zubiría et al, 2003).
Lo anterior significa que, en contra de lo presupuestado por Terman (Terman et al, 1965; Burt, 1985 y Eysenk, 1986), el medio ambiente cumple un papel mucho más importante en la determinación de la inteligencia y el talento de lo que se presupuso en el siglo XX.
Segundo mito: Creer que existe un solo tipo de inteligencia y que ésta es independiente del medio
Durante la mayor parte del siglo XX se supuso que existía una sola inteligencia. Según Binet, detrás de todo proceso propiamente humano estaba la capacidad para dirigir, adaptarse y criticar. Bajo este paradigma, la inteligencia era una capacidad global, estable, cuantificable, heredada y se utilizaba en los procesos de interpretación y adaptación al mundo. Éste es el segundo de los mitos que fue necesario develar.
Hoy en día, el paradigma anterior es insostenible. Creer que es posible hablar de una inteligencia en singular y de una capacidad general es desconocer la diversidad de procesos humanos y los aportes a la reconceptualización de la inteligencia expuestos en especial por Gardner (1994 y 1995), Sternberg (1987, 1990 y 1996) y Feuerstein (1993), en las últimas dos décadas, y, varias décadas atrás, por los teóricos de los enfoques histórico-culturales (Merani, 1969, 1977 y 1979; Wallon, 1984 y 1987). Por ello, al abrir las puertas para que entraran muchos más niños a la institución, simultáneamente también hemos visto la necesidad de dialogar con otras concepciones y poder nutrirnos de las reflexiones de otros teóricos como Sternberg, Feuerstein, Terrassier, van Dijk, van Eemerem, entre otros. Y al hacerlo, ello nos ha ido permitiendo salir de los altos niveles de endogamia que estuvieron presentes en los años iniciales de la institución, cuando trabajamos de manera conjunta con la Fundación Internacional de Pedagogía Conceptual.
De lo anterior se deriva una concepción compuesta y diversa de la inteligencia, la excepcionalidad y el talento, centrada en la interacción individuo-ambiente, en el contexto histórico-social y en las realizaciones. Al hablar del talento, dicha concepción tiene en cuenta diversos factores cognitivos y no cognitivos e intenta superar las visiones que le asignaban preponderancia a un solo factor, aspecto muy común durante la mayor parte del siglo XX. Por lo mismo, significa entender la inteligencia y la excepcionalidad de una manera histórica, contextual, dinámica, temporal y relativa, de manera similar a como lo hicieron Gardner o Renzulli (Gardner, 1983 y Renzulli, 2001) a nivel internacional.
En este sentido, nos pareció pertinente recoger la formulación de Wallon (1984 y 1987), quien sostenía que había que caracterizar al ser humano en tres dimensiones: cognitiva, afectiva y práxica. “El sujeto que siente, actúa y piensa” decía Wallon (1987). La primera dimensión estaría ligada con los conceptos y las competencias cognitivas; la segunda con el afecto, la sociabilidad y los sentimientos; y la última, con la praxis y la acción.
Desde esta perspectiva, parece bastante adecuado hablar de tres tipos de inteligencias humanas: una de tipo cognitivo, otra práxica y otra socio-afectiva. Cada una de ellas es relativamente independiente de las otras, como podría verificarlo todo aquel que reconoce la existencia de personas muy capaces para el análisis, la interpretación y la lectura, pero muy torpes en la expresión socio-afectiva o en la vida cotidiana. Los ritmos de desarrollo de las inteligencias y su autonomía relativa, determinan disincronías. Entre ellas, las más notables son la disincronía cognitivo-afectiva y la cognitivo-práctica (Terrassier, 2002).
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