La inteligencia y el talento se desarrollan. Julián De Zubiría Samper
decisión de convertir la innovación pedagógica en una escuela integrada
Algunas de las investigaciones que dieron origen a la creación del Merani en 1988 habían mostrado que la educación en Colombia no fomentaba, en general, el desarrollo del pensamiento ni el desarrollo valorativo de niños y jóvenes. Así, se corroboró que apenas un 6% de los jóvenes que ingresaban a la universidad había alcanzado el nivel de pensamiento formal, el cual –según Piaget– se debería alcanzar entre los once y los quince años. Por otro lado, investigaciones paralelas sugerían que los procesos cognitivos y morales eran desarrollados de mejor manera por niños gamines, por fuera del sistema educativo, que por los propios estudiantes de las aulas regulares. Diversos estudios adelantados recientemente llegarían a conclusiones similares.
En Colombia, según las pruebas ICFES, sólo dos de cada cien jóvenes de grado once alcanzan un buen nivel en competencias interpretativas. Sólo tres de cada cien jóvenes logran un buen nivel en procesos deductivos –denominados por el ICFES como competencias propositivas–; y sólo cuatro de cada cien alcanzan un buen nivel en competencias argumentativas (ICFES, 2006). Lo anterior nos indica que los niveles que están alcanzando los jóvenes en procesos cognitivos complejos siguen siendo en extremo bajos. Un niño llega hasta donde la sociedad, el maestro y la escuela le permitan. Y hoy por hoy, la escuela sigue sin cumplir el papel desarrollante que ha debido asumir décadas atrás.
Concebido, pues, inicialmente como una institución de educación especial, el Instituto Alberto Merani llevó a cabo un conjunto de tareas innovadoras para favorecer el desarrollo del talento de los jóvenes. Y esto nos permitió generar una profunda transformación curricular, adelantar programas sistemáticos de seguimiento a la población atendida y ser catalogados por el Ministerio de Educación Nacional como innovación pedagógica en la que se pondrían en práctica procesos pedagógicos y didácticos diferentes a los implementados en general en la escuela de la época. Esto nos obligó a crear nuestro propio currículo, nuestros propios textos escolares y nuestros propios programas de capacitación. Éste fue el principal logro de la educación especial inicialmente implementada en la institución: que permitió gestar y realizar los seguimientos que la innovación pedagógica nos demandaba.
Sin embargo, desde un principio, el interés de los creadores del Instituto no se limitó a constituirse en una alternativa exclusiva para un pequeño grupo de niñas y niños con capacidades cognitivas especiales. Por el contrario, el modelo pedagógico creado pretende atender a las necesidades fundamentales de la educación de nuestro tiempo, como son el desarrollo del pensamiento, las competencias interpretativas, el interés por el conocimiento, la creatividad y la autonomía, prioridades que competen a toda la población.
La educación especial entra en crisis
Desde sus inicios se vislumbraron serias limitaciones de la educación especial implementada en el IAM y soportada en la selección de niños mediante pruebas psicométricas, y de los impactos de la educación especial sobre la percepción que tenían los estudiantes de sí mismos y la que sus familias tenían de ellos.
De un lado, fueron evidentes los niveles de fracaso que presentaba una gran parte de la población seleccionada mediante la aplicación de pruebas de capacidad intelectual. Niños y jóvenes que cumplían con la condición de presentar un CI muy superior, muy rápidamente evidenciaban un rendimiento académico muy bajo y balances actitudinales preocupantes. Pese a presentar supuestamente capacidades cognitivas muy destacadas, dichas capacidades no se convertían propiamente en procesos de pensamiento, no se aprehendían instrumentos del conocimiento verdaderos, jerárquicos y diferenciados; ni sus capacidades se transformaban en potentes operaciones intelectuales para clasificar, inducir, deducir o argumentar. El problema es que esto sucedía con un número muy amplio de estudiantes, cercano al 80% de los niños previamente seleccionados por obtener un percentil superior al 98% en pruebas de CI. La reflexión era sencilla: Si esta prueba selecciona a los niños “más inteligentes”, ¿por qué eran tan altos sus niveles de fracaso académico? ¿Por qué cuatro de cada cinco de estos niños respondían inadecuadamente a los retos cognitivos innovadores que les planteaba la innovación?
Desde los primeros años de la innovación fue evidente que las pruebas de CI tenían una capacidad predictiva muy baja sobre el rendimiento académico y que éste dependía en mayor medida del apoyo, el diálogo y la resonancia familiar en las edades iniciales, y de variables como la autonomía, el interés por el conocimiento, la creatividad o la calidad educativa, en edades mayores (De Zubiría, Villamil y Ruge, 1998). Pero si ello era así, esto significaba que variables de tipo actitudinal tenían un peso claramente mayor al que tenían las variables cognitivas sobre el rendimiento académico. Esta conclusión contradecía lo obtenido de manera más o menos generalizada en el siglo XX.
El segundo problema que para nosotros evidenciaron las pruebas de CI es que las continuas reaplicaciones indicaban unos niveles muy altos de modificabilidad en los resultados obtenidos por los niños y jóvenes en los test. Y si los resultados de las pruebas son muy variables, pierden confiabilidad, porque ello significa que sólo tendría interés de ser conocido su resultado en un momento coyuntural dado, pero que ello no nos informaría nada pertinente hacia el futuro. La variabilidad tan alta encontrada en los resultados de las reaplicaciones de pruebas de CI evidenciaba que el puntaje por ella arrojado era poco confiable, que dependía de las circunstancias, el medio ambiente y el evaluador. Lo más complejo es que las variaciones se daban en cualquiera de las direcciones: algunos niños mejoraban los resultados inicialmente obtenidos en pruebas de CI, otros disminuían en sus resultados, y otros permanecían constantes. Para complejizar aun más, no existía ninguna coherencia en dichas tendencias; es decir, no existía ningún tipo de motivo asociado a dichas variaciones. Los niños con mejor balance académico o actitudinal no mejoraban sistemáticamente su CI, y los niños con peor balance académico o actitudinal, tampoco deterioraban su CI inicial. Lo único claro es que la prueba arrojaba un resultado muy variable, poco coherente y poco confiable.
El tercer problema de las pruebas de CI fue que encontramos muy bajos niveles de correlación entre los resultados de las pruebas de CI y los resultados académicos del estudiante. Esta conclusión también era totalmente contraria a la hallada por Terman, quien había estimado las correlaciones en 0.5. Las correlaciones por nosotros encontradas fueron significativamente más bajas. Y cuando las hallamos para todos los estudiantes, en todos los cursos y durante un periodo de tiempo amplio (cuatro años), las correlaciones fueron nulas. Es así como, entre el año 2000 y el año 2003 (después del ingreso de niños de diversas capacidades intelectuales), el 95% de las correlaciones realizadas entre rendimiento académico y CI fueron nulas (De Zubiría & Ramírez, 2004).
Adicionalmente a los problemas encontrados con las pruebas de CI, el mismo sistema de la educación especial generó serias dificultades en la formación de los autoconceptos y en las expectativas de los padres y los estudiantes. Éste fue un problema previsto inicialmente, pero en el cual terminamos por sobrevalorar nuestra capacidad de mediación y por subvalorar el impacto que sobre él presentaba la mediación constantemente realizada por los medios de comunicación.
Algunos de los padres que ingresaron a sus hijos a la institución en los primeros años comenzaron a sentirse “progenitor de genios” tal como temía Alberto Merani (1983) y a considerar que independientemente del esfuerzo, de las lecturas, de las actitudes de sus hijos o de la calidad de la educación que ellos recibieran, sus hijos triunfarían en la vida porque poseían unas “capacidades intelectuales especiales”. Capacidades que, obviamente –suponían– habían heredado de ellos. Esto fue especialmente marcado en los padres de género masculino, quienes comenzaron a ver a sus hijos “muy dotados” como una proyección de lo que ellos habían sido, pero que desafortunadamente nadie había reconocido en su tiempo. Esta percepción sobre ellos y sobre sí mismos generó expectativas y presiones muy inadecuadas en los hijos y en la propia institución. La identificación de su hijo como un niño de “capacidades intelectuales muy superiores” les generó a algunos de sus progenitores expectativas por lo general desproporcionadas y los condujo a creer y pensar que sus descendientes cambiarían la ciencia,