La inteligencia y el talento se desarrollan. Julián De Zubiría Samper

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manera, adquiere vigencia la tesis de Piaget en el sentido de que: “no hay amor sin conocimiento, ni conocimiento sin amor”.

      De otro lado, los procesos cognitivos, valorativos y praxiológicos deben entenderse demarcados por los contextos históricos y culturales en los que viven los sujetos, tal como lo demostró un tiempo atrás la Escuela Histórico-Cultural. En este sentido, una teoría, un sentimiento o una práctica no pueden comprenderse si se desconocen los contextos sociales, económicos y políticos en los cuales fue gestada. Ello nos obliga a privilegiar el análisis de los contextos sociales e históricos en los que se formulan y desarrollan las ideas. De no hacerlo, no podrían entenderse cabalmente el arte, la ciencia, la ideología o la estructura valorativa, de ninguna época histórica.

      La cultura incide sensiblemente en el sujeto al dotarlo de herramientas, preguntas, conceptos, actitudes y sentimientos; pero, al mimo tiempo y de manera recíproca, la cultura se apropia del sujeto en la medida que lo constituye. De esta manera, al internalizar las herramientas de la cultura, la gente accede a las construcciones culturales, pero al mismo tiempo, somos poseídos por las propias construcciones y representaciones culturales. Nuestras ideas, también nos gobiernan e inciden en nuestras relaciones con el mundo real y simbólico, dado que vemos el mundo con nuestras ideas y actitudes, las cuales están demarcadas culturalmente. En vista de lo anterior, es claro que –tal como pensaban Luria y Vigotsky– el dominio de estos medios culturales también transforma nuestras propias mentes y nuestra relación con el mundo.

      La imagen monolítica de la inteligencia y el talento que dominó en el siglo XX ha sido sustituida por el reconocimiento de una amplia gama de procesos intelectuales y talentos particulares. Hoy resulta más plausible reconocer un ámbito práxico, otro analítico y otro socio-afectivo de la inteligencia y de infinidad de talentos asociados a los campos de las artes, la ciencia, la tecnología y las relaciones interpersonales, entre otros. El joven con talento presenta niveles muy altos de aptitud, dedicación e interés en un campo particular del desarrollo humano y, dados los múltiples campos de la naturaleza humana, de manera muy generalizada podría decirse que el talento es múltiple y que puede corresponder a infinidad de ámbitos humanos.

      El origen de las pruebas psicométricas estuvo asociado a la creación de un instrumento que permitiera predecir el rendimiento en la escuela. Fruto de este trabajo se crearon los primeros tests de inteligencia por parte de Alfred Binet.

      La prueba de Binet, con las futuras revisiones realizadas, y en especial con la revisión de Terman en los años treinta, ha sido la más utilizada para la determinación de las capacidades intelectuales de las personas. La creación de los tests de inteligencia marcó un hito en la historia de la psicología al dotar a psicólogos y educadores de un instrumento que supuestamente podría evaluar una capacidad tan compleja como la inteligencia. Este es el tercero de los mitos que fue necesario develar: la idea de que la inteligencia podía ser evaluada mediante un test.

      Las pruebas psicométricas fueron construidas hace un siglo con los conceptos que en ese momento se tenía sobre la inteligencia; de allí que sólo evalúen una pequeña parte de la inteligencia analítica dejando totalmente de lado las dimensiones socioafectivas y práxicas. Las pruebas sólo involucran de manera tangencial la adquisición de conceptos o redes conceptuales, dado que hasta hace poco tiempo se creyó que los conocimientos no tenían una participación central en el proceso intelectual. Por ello, no existen pruebas independientes para cada una de las áreas. Múltiples estudios postpiagetanos reconceptualizaron el pensamiento formal a partir de esta incoherencia y, posteriormente, las comparaciones entre novatos y expertos ratificaron el papel central de los conceptos en el pensamiento. Así mismo, las pruebas dejan de lado procesos esenciales como la metacognición, o capacidad para reflexionar sobre el pensamiento, habilidad que no podía haberse previsto un siglo atrás, dado que fue formulada hace tan sólo algunas décadas por Flavell (1979 y 2000) y reformulada años después, entre otros, por Sternberg (1997).

      En consecuencia, la validez de una prueba y un puntaje de CI correspondiente, es bastante más limitada de lo que se creía hasta hace unos años. Esto ocurre en mucha mayor medida cuando se evalúa niños que evidentemente presentan capacidades y aptitudes sujetas a múltiples procesos de mediación, incertidumbre y variación futura.

      Que las pruebas de CI no sean adecuadas para evaluar la inteligencia no debe extrañar a nadie, dado que hoy en día debería ser claro que no existen pruebas para evaluar procesos complejos en tiempos breves. Y esto es válido tanto para el talento, como para las actitudes, la creatividad, las capacidades, las inteligencias o la excepcionalidad.

      Para comprender la incoherencia de evaluar la inteligencia de un joven de manera escrita en un test de escritorio y de certificar dicha evaluación, sería conveniente que usted respondiera esta pregunta: ¿Certificaría usted a su esposo(a) como buen esposo(a), después de haber vivido una o dos décadas con él? ¿Podría pronosticar que seguirá siendo buen esposo(a) en los próximos diez años? Si esto no es posible, ¿por qué entonces certificar la inteligencia de un niño que conocimos dos horas antes? ¿Por qué intentar predecir de esta manera el futuro de un niño que apenas está aprehendiendo las primeras letras?

      La incertidumbre es una de las características esenciales de los nuevos tiempos. El mundo se vuelve cada vez más flexible, inestable y cambiante. En estas condiciones, hablar de una prueba de papel de dos horas que supuestamente mida la inteligencia y decir que estos resultados permanecerán estables en el tiempo y que permitirán predecir el rendimiento académico de un niño y el éxito de su vida, hoy en día resulta bastante risible.

      El Estudio Terman concluyó que la población de CI muy superior tendía a tener éxito académico en el colegio y la universidad, y que el CI correlacionaba en un 0,5 con el rendimiento académico. Sin embargo, Terman nunca pudo responder por qué ninguno de los sujetos de su muestra realizó ningún aporte significativo a la cultura humana. La supuesta correlación entre CI y rendimiento académico es el cuarto de los mitos que fue necesario develar.

      El propio Terman, al final de su vida, tuvo serias dudas al respecto y de manera autocrítica llegó a afirmar que variables de tipo emocional e interpersonal tenían un impacto alto en la determinación del éxito académico de un individuo. Los estudios mundiales actuales (Freeman, 2001; Terrassier, 2002; Benito & Alonso, 1996) y las propias conclusiones del Instituto Alberto Merani (IAM), permiten estar más de acuerdo con las tesis finales de Terman que con sus primeras conclusiones.

      Nuestras propias investigaciones nos permiten concluir que, antes que el CI, en el rendimiento escolar de un estudiante tienen un papel mucho más importante la autonomía, el interés, la creatividad, la reflexividad, las competencias interpretativas y la resonancia familiar y escolar (De Zubiría & Ramírez, 2005). Después de realizar más de 2.000 correlaciones en la propia institución entre los años 2000 y 2003, podemos concluir que la correlación entre CI y rendimiento académico en la institución es prácticamente nula. De las múltiples correlaciones realizadas entre el IQ y el rendimiento académico en el IAM, el 95% de ellas arrojaron correlaciones nulas (De Zubiría & Ramírez, 2005).

      Detrás de todo joven con talento siempre encontraremos un padre o una madre que favoreció una amplia exploración de intereses desde edades tempranas; siempre se podrán rastrear maestros que supieron concentrarse en los procesos de desarrollo y no en los aprendizajes de tipo particular que han dominado la escuela desde tiempos inmemoriales. Por ello, se puede afirmar que el talento no reposa tanto en la cabeza o en las manos de un niño como se supuso durante el siglo XX. La inteligencia y el talento dependen esencialmente de la interacción del niño con los mediadores y la cultura. Esta conclusión implica que, en sentido estricto, no nacen niños más inteligentes que otros; lo que sucede es que hay niños que se vuelven más inteligentes y más talentosos fundamentalmente


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