Resistencias noviolentas en América Latina. Esperanza Hernández Delgado

Resistencias noviolentas en América Latina - Esperanza Hernández Delgado


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o términos que definan la resistencia noviolenta estratégica, se destacan como aprendizajes centrales de este enfoque: 1) su origen, basado en conveniencia, necesidad u oportunidad; 2) la importancia del método, las técnicas y la planeación que dejan poco a la improvisación dentro de dicha forma de lucha social.

      Definiciones de resistencia civil

      La resistencia civil es un concepto polisémico. En términos generales, puede ser comprendida como oposición, presión y lucha sin el uso de la violencia (Randle 1998; Hernández 2004, 2017). En la perspectiva de los Estudios de Paz, se la considera como un mecanismo de gestión y transformación positiva de los conflictos, teniendo en cuenta su estrecha vinculación con el cambio y la transformación social a partir de métodos noviolentos (Dudouet 2012). En su modalidad de “resistencia noviolenta por principios”, se apropia y plantea una comprensión positiva del conflicto, entendido como oportunidad para transformar a la sociedad, a uno mismo, y al adversario sin derrotarlo, propiciando posibilidades para la reconciliación (Patfoort y Wehr 2001, 494; López 2016). Otros autores consideran que esta forma de resistencia otorga poder e influencia a quienes la ejercen, favoreciendo su posición en los casos en los que conduce a una negociación (Dudouet 2012). Un elemento a desatacar es su carácter catalizador de conflictos, ya que al generar crisis los hace más visibles, llevando a las partes a asumirlos (Dudouet 2012).

      Algunos analistas consideran que la resistencia noviolenta representa un mecanismo de construcción de paz en la medida en que evidencia los alcances de la lucha pacífica frente a diversas violencias (Hernández 2012, 2013; Dudouet 2012). Además, brinda la posibilidad de una “transición de violencias destructivas a acuerdos sociales por el cambio” (Lederach 2008, 11). Otro aspecto que se destaca en el uso de esta forma de resistencia, es que está abierta a otras intervenciones de resolución y transformación de conflictos como la mediación y la negociación (Hernández 2012; Dudouet 2012). La resistencia civil también ha sido identificada con el empoderamiento (Curle 1971, 76) y, de forma concreta, con el “empoderamiento pacifista”1 entendido como la capacidad y potencialidad de quienes resisten para hacer las paces (Hernández 2014, 2017).

      En este capítulo se recoge y apropia el concepto de Schock sobre resistencia civil que este autor denomina con la expresión “insurrecciones no armadas”; él las define en los siguientes términos:

      Son desafíos organizados con bases civiles, que implican una amplia participación y retan a la autoridad gubernamental […]; son noviolentas en el sentido que el reto principal al poder y legitimidad estatales se hace mediante los métodos de la acción noviolenta, en vez de recurrir a la violencia. Sin embargo, las autoridades casi siempre responden con violencia a estas insurrecciones. Esto es lo que se espera (Schock 2008, 57).

      Los métodos empleados por estas insurrecciones deben ser noviolentos y a su vez no convencionales (López 2016, 2). Es decir, métodos que van más allá de lo establecido institucionalmente.2 Esta forma de resistencia “hace emerger un conflicto, en términos incompatibles, entre resistentes y autoridades, usando aquellos todos los medios a su alcance: políticos, sociales, económicos y culturales, éticos y psicológicos de manera activa o pasiva”.

      Contexto

      En la historia reciente, los yaquis hacen parte de los ocho pueblos originarios de Sonora y habitan en la región centro-sur de dicho estado (Padilla 2015, 7). Su nombre proviene del río Yaqui o Jaiki, que constituye el eje vital de su territorio, cultura y ejercicio de resistencia histórica (Moctezuma y Guzmán 2007, 29). Cuentan con la mayor población indígena del estado, estimada entre 25 000 y 45 000 personas. Desde el arribo de los misioneros jesuitas en 1616, su población está organizada en ocho pueblos: Cócorit, Bácum, Tórim, Vícam, Pótam, Rahum, Huiribis y Belem (Padilla 2015; Haro 2015). Estos se ubican en tres áreas de Hermosillo: El Coloso, Sarmiento y La Matanza. Los yaquis que residen en Arizona se ubican en Pascuas y Guadalupe (Lerma 2014).

      Históricamente nuestra población ha estado en, aproximadamente, 45 000 habitantes desde la llegada de los españoles. Formaron ocho pueblos jurisdiccionales. En la etapa más crítica del exterminio, la deportación de la tribu, éramos como 15 000, algunos dicen que éramos 10 000; porque en la deportación habían muerto más de 25 000. Algunos fueron deportados o vendidos como esclavos (Tomás Rojo, 2016, entrevista).

      La palabra yaqui tiene dos acepciones en la lengua indígena, el jiak. Por un lado, yoeme significa “hombres o gente” y equivale a la manera como los yaquis se identifican entre sí. Por otro, quiere decir “los que hablan fuerte”, “los mejores”, “los que hacen bien las cosas”, y corresponde al modo en que se reconocen ante los otros, los que no son yaqui (Lerma 2011, 21).

      Los rasgos propios de esta tribu inciden en su ejercicio de resistencia. Se destacan: el alto concepto que tienen de sí mismos, su apego a las tradiciones, un sentido de pertenencia y el orgullo por su identidad (Dabdoub 1987). Este se refleja, por ejemplo, en la definición del yaqui frente a quienes no lo son. También se destaca su capacidad política para interpretar la realidad, dialogar y realizar acuerdos (Tomás Rojo; Alejandro Aguilar; José Moreno, 2016, entrevistas).

      Otro rasgo sobresaliente lo constituye la capacidad de resistencia de la tribu yaqui desde que los españoles arribaron a su territorio en 1533. Como una constante, esta capacidad se ha desplegado a partir de su necesidad de proteger el toosa, que en su cosmovisión equivale a su “nido heredado”, “su espacio”. Este concepto tiene una significación más cultural y por ende más amplia, y se complementa con la defensa del territorio ancestral, expresión apropiada a fines del siglo XIX, cuando se consolidó el Estado en México (Lerma 2011).

      Nosotros estamos ricos en cultura, tradición y lucha [...]. La resistencia es la que nos sostiene, es la que nos tiene aquí [...]. Esta es la resistencia que estamos llevando a cabo gracias a nuestros antepasados, a nosotros nunca nos han desarmado desde la llegada de los españoles (autoridad yaqui, 2016, entrevista).

      A lo largo de su historia la tribu yaqui ha desarrollado y evidenciado una gran capacidad de resistencia. Como se verá en este aparte, en algunos momentos esta resistencia ha admitido el uso de la violencia y desde 1937, su lucha y oposición ha sido noviolenta.

      La resistencia yaqui con recurso a la violencia

      Dentro del acumulado de aprendizajes sobre resistencia civil se identifican los que han dejado experiencias de esta modalidad de resistencia, que previamente acudieron a la lucha con recurso a la violencia. Esto evidencia que existen transiciones de resistencias armadas a pacíficas (Hernández 2004, 2006; Dudouet 2012). Este es el caso de los yaquis quienes, hasta 1937, recurrieron a la violencia para resistir como necesidad extrema de defensa de su territorio y su cultura ante el despojo de estos por parte de la población no indígena.

      Su resistencia en esta modalidad fue férrea, persistente y en muchos momentos exitosa, como se señala en las entrevistas hechas en 2016 a Tomás Rojo, Alejandro Aguilar, José Moreno y Jesús Haro. Algunos yaquis e investigadores consideran que esta práctica se originó por la necesidad extrema de defensa, asociada con toosa, su espacio y territorio (Tomás Rojo, 2016, entrevista; Taibo 2013). Otros investigadores analizan estas luchas por el espacio o el territorio, como “el resultado de su esfuerzo consciente por obtener y conservar el referente identitario más importante de esta etnia” (Olavarría 2003, 34).

      Se destacan como expresiones de esta resistencia violenta: la registrada en el siglo XVI contra los invasores españoles al mando del expedicionario Diego Guzmán (Taibo 2013); la de Juan Ignacio Jusacomena, conocido como “Juan Banderas”, quien comandó a los yaquis en 1826 contra los españoles (Aguilar 2003); la que se dio durante el porfiriato,4 periodo en el que tanto José María Leyva “Cajeme”, entre 1855 y 1887, como Juan Maldonado


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