El Niño Predicador. Alejandro Arias

El Niño Predicador - Alejandro Arias


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West Christian

      Melbourne, Australia

      Capítulo 1

      Alejandro, estás en el cielo...

      Los rayos de luz se proyectaban a través de la ventana, calentando suavemente mi habitación, a medida que el sol se elevaba sobre Alajuela, Costa Rica. Iba a ser un hermoso y cálido día en el valle, el tipo de día perfecto para un feriado nacional. Esa mañana disfruté el quedarme en la cama hasta pasadas las 6 am, hora en la que generalmente, me tenía que levantar para ir a la escuela. Tenía en ese entonces 11 años. A pesar de que la Escuela Primaria "La Pradera" estaba a sólo unas cuadras de distancia, nos levantábamos todos los días muy temprano para prepararnos, tomar el desayuno y tener tiempo para nuestro momento devocional con mi madre Dámaris, una fiel intercesora.

      Quedarme en la cama esa mañana me permitió también ponerme al día con el sueño, algo que necesitaba. Yo era bastante estudioso, algo así como un "búho nocturno" que solía quedarse despierto hasta tarde, tratando de memorizar las respuestas para los largos exámenes. Despertarme temprano por la mañana, entonces, se convertía en todo un reto. Me levanté más descansado e hice mis deberes, y mientras los hacía, comencé a pensar en que ocuparme el resto del día. Recordando que todavía no había saludado a mi mejor amigo: Jesús, sentí un deseo intenso de encerrarme en mi cuarto y orar.

      Como lo hacía siempre, encendí el reproductor de CD y comencé a adorar. Me había acostumbrado a hacer eso y a esperar en el Señor, durante todo el tiempo que le tomara a Su Presencia el saturar mi habitación. A veces eran necesarios sólo diez minutos en mi tiempo de oración, para que Él estuviera allí. Otros días tenía que perseverar y seguir adelante, esperando que Él viniera. Esa mañana, la Presencia del Espíritu Santo llegó instantáneamente, de forma tan abrumadora que sentí que respiraba Su unción.

      Inmerso en la adoración y estudiando su Palabra, pasé por lo menos tres horas. Cuando me di cuenta, había perdido toda conciencia del tiempo. Estaba tirado en el suelo con la cara hacia abajo, sintiendo que algo particularmente sobrenatural estaba a punto de acontecer. Me di vuelta y de repente mis ojos se abrieron a un Reino Celestial: vi a un ser alto y glorioso de pie a unos metros de mí. Yo lo miraba fijamente con asombro y tuve una sensación extraña, como si estuviera saliendo de mi cuerpo. Cuando volví la vista hacia abajo me vi a mi mismo tirado en el suelo, vestido con una túnica blanca con una banda dorada alrededor de la cintura.

      Una paz inmensa me inundó e instintivamente supe lo que tenía que hacer. Sin dudarlo me acerqué al ángel y lo seguí. El ángel se volvió y atravesó la pared de mi dormitorio y descubrí que yo podría hacer lo mismo. Mi cuerpo espiritual era capaz de atravesar lo sólido y lo material, así como Jesús lo hizo – cuando se apareció a sus discípulos – después de la resurrección.

      Del otro lado de la pared, me encontré a mí mismo de pie, en medio de la sala, en donde mi hermano estaba viendo la televisión. Pude escuchar a mi madre que preparaba el almuerzo en la cocina. Podía ver todo esto sin que ninguno de los miembros de mi familia fuera consciente de mi presencia. El ángel y yo salimos a la terraza de nuestra casa de dos pisos, que ofrecía, abajo, una amplia vista de nuestro vecindario. El ángel me tomó de la mano y de repente fue como si despegáramos, viajando por el cielo a una velocidad cósmica, velocidad que no tengo palabras para describir.

      Al pasar a través de la atmósfera y ya en el espacio exterior, alcancé a ver el Planeta Tierra mucho más abajo. Nuestro sistema solar pasó a nuestro lado como un destello y en un abrir y cerrar de ojos, estábamos en un lugar completamente distinto. Me vi a mí mismo caminando a través de un gran corredor, que finalmente se abrió y dio lugar a una pared muy grande. El enorme muro parecía estar hecho de un reluciente mármol blanco de una sola pieza y era tan hermoso que no se parecía a nada de lo que hubiera visto en la tierra. Caminamos bordeando el muro unos minutos antes de que me diera cuenta de que éste encerraba una ciudad. Me maravillé al pensar en lo increíble que era, que incluso antes de que hubiera ciudades amuralladas en la tierra, las paredes ya existieran en el cielo. Su propósito, sin embargo, parecía no ser el de mantener a los enemigos afuera, sino reflejar la grandeza y la gloria de nuestro Dios, quien se describe a sí mismo como un muro de fuego alrededor de su pueblo y su ciudad:

      "Yo seré para ella, dice Jehová, muro de fuego en derredor, y para gloria estaré en medio de ella." Zacarías 2:5 (RV60)

      En poco tiempo, llegamos a una de las tres puertas en el muro. Hice una pausa, mirando asombrado la enorme estructura de madera maciza, que era algo así como una compuerta de las que existían en los antiguos castillos ingleses. Al ver que la puerta estaba sellada, esperé a que el ángel la abriera. Fue en ese momento en el que él me habló por primera vez, no en el tipo de voz audible, física, que escuchamos en la Tierra, sino más bien era como si su espíritu le estuviera hablando al mío. Hablaba sin palabras y yo sentía – más que escuchaba – lo que él me decía:

      "Alejandro, estás en el cielo."

      De repente, un viento fuerte sopló a nuestro lado y abrió de forma brusca la puerta. Una niebla gruesa e intensamente cegadora salía de la entrada y cuando se aclaró, pude ver una larga habitación rectangular con una mesa que se extendía hasta el otro extremo. La mesa estaba decorada de forma preciosa, con un mantel de lino blanco y sobre él un camino de mesa de satén rojo. También había tazones de oro llenos de muchos tipos diferentes de frutas. Cada lugar estaba preparado con la mejor vajilla de oro y plata que yo hubiera visto. En resumen, todo estaba en un estado de perfección total y absoluta.

      La elegancia de la vista continuó incluso mientras yo miraba hacia arriba, la magnitud de la habitación era totalmente insondable. Las paredes estaban hechas de oro y estaban decoradas con un elegante papel tapiz hasta la mitad. El techo estaba cubierto de bloques grabados de oro macizo, colocados con intrincados patrones de diamante. Lámparas adornadas colgaban del techo, emitiendo su resplandor brillante sobre toda la habitación. Cuando miré más de cerca, me di cuenta de que no parecían funcionar con electricidad o fuego; en lugar de eso obtenían su energía de alguna otra fuente. Estaban iluminados por la Presencia, por el propio resplandor de la Gloria de Dios, tal y como se describe en las Escrituras:

      "La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera." Apocalipsis 21:23 (RV60)

      ¡Qué maravilloso es que en el cielo toda la luz es un reflejo de Dios mismo! Debido a que Dios es Luz, no hay necesidad en lo absoluto de algún recurso o fuente de energía. ¡Él sustenta todo por medio de su propio ser!

      "Este es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él." 1era de Juan 1:5 (RV60)

      Volví mi atención de nuevo a la mesa, una mesa tan larga que yo no podía ver el final de la misma. La sensación que tuve fue la de que todos los detalles estaban preparados en vista de un gran evento. Todo estaba listo, en silenciosa expectativa. El ángel me tomó de la mano y en un instante nos transportamos al otro extremo de la mesa.

      "Alejandro, este es el lugar donde se realizarán las Bodas del Cordero" – dijo el ángel. Luego se volvió y señaló una gran silla de madera adornada, que parecía un trono colocado a la cabecera de la mesa. "Y aquí es donde el Esposo se sentará en ese glorioso día".

      Todavía estaba tratando de asimilar todo esto, cuando fuimos traspuestos en el Espíritu de nuevo a la muralla de la Ciudad. Caminando a lo largo del muro, cerca de donde habíamos estado la primera vez, llegamos a una segunda puerta. Esta puerta tenía un estilo colonial, con una manija de plata grande. Una vez más, sentí la ráfaga de viento corriendo a mi lado, abriendo la puerta de par en par. El ángel me condujo hacia adentro de la mano y me encontré con un espectáculo tan glorioso que apenas puedo describirlo. Estábamos de pie en un anfiteatro colosal, lleno de miles de ángeles de pie, adorando a Dios al unísono. En armonía coral cantaron una sinfonía de voces más allá de la comprensión humana.


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