Hombres y glorias de América. Enrique Piñeyro

Hombres y glorias de América - Enrique Piñeyro


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extenderse debajo del paralelo fijado, y porque sus jefes políticos estaban todavía muy lejos de poseer la energía y unidad de miras que después consagraron sin reposo á la defensa de sus intereses y á la satisfacción de sus deseos.

      El primer choque ruidoso y en campo abierto, pero puramente dogmático todavía, entre ambas secciones contrapuestas, la primera tempestad de truenos y rayos que pasó por el cielo de la república, amenazando atacar la unión y disolverla desparramando sus elementos, ocurrió unos doce años más adelante, y nació inopinadamente de una cuestión de aranceles de aduanas, porque el Sur, como región agrícola y productora de primeras materias, de algodón y de azúcar bruto, de tabaco, de cáñamo y arroz, exigía en nombre de la equidad que los derechos de importación, al ser fijados por las Cámaras en Washington para toda la República, se ajustasen nada más que á las necesidades generales del presupuesto; mientras el Norte, como región principalmente de industria y comercio, solicitaba que por medio de altos derechos se protegiese la creciente prosperidad de sus manufacturas. Un hijo ilustre de la Carolina del Sur, que había ya sido Vicepresidente de la República, John C. Calhoun, alta figura en quien se concentra en la forma más digna de respeto y más completa cuanto hubo de bueno y cuanto hubo también de agresivamente egoísta en la política de esos estados agrícolas y esclavistas, excogitó una extraña teoría, que á su juicio se deducía naturalmente del pacto constitucional, y que otorgaba á cada estado de la Unión la facultad de negar el pase y la obediencia á las leyes promulgadas por la autoridad federal, en el caso de que infiriesen perjuicio ó causasen menoscabo á sus intereses esenciales. Cuando dentro de los muros del Capitolio brotó defendida por un senador del Sur esa siniestra teoría, precursora infalible de guerras y de duelos, fué inmediatamente refutada y demolida por Daniel Webster, senador de Massachusetts, en una oración magnífica, la más hermosa de su larga y brillantísima carrera, que por la importancia de su tema y el inflamado vigor de su argumentación ha sido por diversos críticos puesta en parangón con los más sublimes modelos del arte oratorio en Grecia y Roma[2].

      Nadie ignoraba que Calhoun era el padre de la anárquica teoría expuesta por el senador Hayne, y mientras Webster mostraba irrefragablemente que en los flancos de esa doctrina política se escondía la guerra civil con todos sus horrores, muchos fijaron los ojos en Calhoun que, como Vicepresidente de la república, dirigía las sesiones del Senado, aunque sin tomar parte en los debates, conforme dispone la Constitución. Pero al ardor de sus convicciones no podía bastar que otro se encargase de exponerlas y defenderlas. Poco después dimitió la Vicepresidencia, aceptó el cargo de senador del Estado en que nació, la Carolina del Sur, cuyos intereses políticos y morales eran su religión, para sostener por medio de la palabra, con el acento de pasión severa y solemne que daba alguna vida á su austera elocuencia, el derecho, ya antes defendido con la pluma, de anular por medio de las legislaturas de los Estados los acuerdos del Congreso federal. La Carolina llegó hasta á fijar de antemano una fecha para iniciar su rebelión constitucional; pero el primer magistrado de la república, el general Jackson, el más violento y agresivo de los hombres, que alimentaba por la patria federal, por la Unión, amor tan sincero y ardiente como el de Calhoun por su patria local, por su Estado, pidió en el acto al Congreso facultades extraordinarias para extirpar con mano de hierro el nido de traiciones que se agitaba en la Carolina.

      Era demasiado temprano para que osara el Sur provocar la guerra civil con la menor probabilidad de mantenerla siquiera un breve espacio. El temple militar de Jackson infundió terror en el corazón aun de los menos tímidos, y fué preciso retroceder para evitar un desastre definitivo. Acudió al socorro el senador de Kentucky, Henry Clay, el gran pacificador, como ya lo llamaban, por la prominente intervención que había tenido en el Compromiso del Missouri, y logró esta vez también, no sin trabajo, zurcir una nueva transacción, disminuyendo gradualmente en plazos fijos los derechos de aduanas, con lo cual se disipó el ominoso nublado, y por un poco de tiempo los ánimos parecieron aquietarse.

      En los años inmediatos, terminada la turbulenta administración de Jackson, que fué Presidente durante dos períodos y gozó hasta el fin de inmensa popularidad, bastó á llenar la actividad política de Calhoun y sus amigos la preponderante influencia que á menudo lograron ejercer en Washington. Gracias á ella se consumó la anexión de Tejas y se llevó á cabo la guerra inicua contra Méjico, así como se proyectaron y prepararon otras empresas, todas con el fin único de agrandar el área en que podría extenderse la esclavitud de los negros. Pero esos hombres, acaudillados por el grave y tenaz senador de la Carolina, eran demasiado sagaces para no ver el formidable peligro que por diversos lados amenazaba á la institución "peculiar", piedra angular del grupo de estados cuyo porvenir tan ansiosamente defendían. Vanas resultaban con frecuencia ventajas ganadas á costa de esfuerzos inauditos. La senda por donde marchaban de triunfo en triunfo conducía fatalmente á una barrera insalvable, contra la que habían de estrellarse sus más caras esperanzas.

      Después que la marcha misma de los sucesos colocó en abierto antagonismo los Estados del Norte y del Sur, pudo por mucho tiempo la lucha, á pesar del rápido crecimiento en riqueza y población de los primeros y del lento progreso de los segundos, mantenerse sin excesiva desigualdad, merced á los privilegios que la Constitución había asegurado á unos en perjuicio de los otros. Los negros esclavos entraban hasta cierto límite en el cálculo de la población para determinar el número de miembros de la "Casa de Representantes" y del Colegio electoral; el Senado además, que por sus mayores prerrogativas y la mayor duración del mandato era depositario verdadero de los elementos de una política firmemente continuada, se componía siempre de dos senadores por Estado, cualquiera que fuese su tamaño y la cifra de sus habitantes. Por consiguiente la lucha política en la capital federal por la suprema dirección de los intereses generales, podía sostenerse con armas y probabilidades iguales mientras se guardase el equilibrio entre ambos grupos y tuviese cada parte número idéntico de senadores. Ese equilibrio, esa obra maestra de esfuerzo y habilidad, era la trinchera poderosa, inexpugnable, en que se defendía la esclavitud como institución, porque el miedo de tocar el arca sacrosanta de la Constitución y el riesgo colosal de trastornar, inundar de sangre y destruir la nación, daban al Sur aliados en el Norte para conservar intactas sus posiciones, incólumes sus privilegios.

      Pero la historia enseña que raras veces un soberano, un grupo de hombres, un partido político, robustamente establecido al cabo de grande esfuerzo y venciendo todos sus adversarios, se ha contentado con la posesión tranquila del terreno conquistado en los primeros períodos, en los días en que por la novedad misma de la situación el triunfo ha sido fácil y la fortuna largo tiempo risueña. La inquietud del porvenir, la soberbia del presente desencadenan la ambición, la transforman en demencia y la precipitan en la ruina, como precipitó á Alejandro Magno, á la oligarquía senatorial de Roma, al imperio efímero del primer Bonaparte. Asimismo corría de jornada en jornada victoriosa á la catástrofe inevitable el partido, que compacto y marcialmente organizado constituía en quince estados de la Unión una verdadera aristocracia, y oprimía en dura servidumbre á más de tres millones de negros, que valían para la influencia política de sus amos como si fuesen dos millones de ciudadanos libres.

      No satisfecho ese partido con proclamar que la esclavitud era una institución local, doméstica en cada estado, y que carecía el poder federal de la facultad de coartarla y aun de vituperarla, lo cual en la práctica nadie se aventuraba á contrariar; no contento con explotar y abusar de todos los recursos nacionales en pro de la defensa y sostenimiento de esa institución local, aspiró también á extenderla por los territorios adquiridos después de la guerra con Méjico; pretensión tan impolítica como cruel, tan injusta como inmoral, pues las leyes mejicanas tenían allí previamente abolida la esclavitud. Esto provocó nueva y violenta crisis de la nunca aplacada agitación; gritos y amenazas de desbaratar la Unión resonaron con más furia que antes, y fué preciso que se adelantase al proscenio otra vez el pacificador perpetuo, Henry Clay, ya bien cargado de años y padecimientos, y coordinase y defendiese con su probada destreza un tercer Compromiso, que arrancado por la arrogancia del Sur á la pusilánime incertidumbre del Norte, aplazó diez años solamente lo que Clay y otros muchos con él creyeron para siempre conjurado.

      Cuando llegaron á la votación definitiva los artículos del Compromiso, en forma de otras tantas leyes diferentes[3], ya Calhoun había dejado de existir. En Marzo de 1850


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