Hombres y glorias de América. Enrique Piñeyro

Hombres y glorias de América - Enrique Piñeyro


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que quitase fuerza y valor á la argumentación. El entusiasmo y la exaltación podían y debían á su juicio tomar parte en una cuestión en que el sentimiento y la moral universal la tenían tan grande y decisiva. Mirado de este modo, el discurso es extraordinario, y en lo que dice sobre los senadores adversos, sobre Butler y Douglas y Mason, abundan expresiones felices y pasajes muy animados. Hay, como en lo demás, lujo exagerado, ostentación de riquezas, mal gusto; en un solo y mismo párrafo, por ejemplo, compara á Douglas con tres personajes diferentes, con Danton, con un general inglés de la guerra de la independencia y con el que quemó el templo de Diana en Efeso, lo cual es llevar lejos la incoherencia.

      La gran novela de Cervantes, acaso tan popular y tan leída en países de lengua inglesa como en los de lengua castellana, le inspira la mejor, más cáustica y brillante de sus comparaciones. Si se tiene presente que el senador Butler era un personaje alto, delgado, orgulloso, aunque de maneras reposadas y corteses, y que Douglas, por el contrario, era pequeño de estatura, de cara redonda, facciones toscas y anchas espaldas, se comprenderá bien el efecto de risa que empezaría causando al decir que esos dos senadores, aunque con muy diferente objeto al de Don Quijote y Sancho Panza, habían salido al campo, á la manera de esta pareja inmortal, en busca de una misma aventura. Pero como el objeto del ataque no era hacer reír, truécase inmediatamente el chiste en denuesto feroz, y añade: «El senador de la Carolina del Sur ha leído muchos libros de caballería, y se cree él mismo andante caballero con sentimientos de honor y valentía. Ha escogido naturalmente una dama á quien consagrar sus pensamientos, la cual aunque fea para los demás, es siempre encantadora para él; aunque indigna á los ojos del mundo, es casta á los suyos; me refiero á esa ramera, que se llama la Esclavitud. En favor de ella brotan profusamente las palabras de sus labios. Que acuse alguno su conducta, ó proponga limitarla en el ejercicio de su lascivia, y no habrá extravagancia de maneras ni violencia de expresiones que parezca demasiado grande á ese senador» ... Luego dice: «Si el senador de la Carolina es el Don Quijote, el senador de Illinois es el escudero de la Esclavitud, su verdadero Sancho Panza, pronto á desempeñar la parte humillante de la tarea». Estas frases repercutieron como imperdonable afrenta por todo el Sur de la república; pero las que más dolieron, las que cayeron como bombas explosivas en medio de aquellos exasperados combatientes y provocaron la terrible represalia, fueron otras, como éstas: «Los habitantes de Kansas excitan muy particularmente la sensibilidad del senador. Representa, como nos lo advierte, "un Estado", y se aparta con supremo disgusto de esa nueva comunidad, que no se digna reconocer ni aun como "cuerpo político"». «¿Por qué ese exclusivismo? ¿Ha leído la historia del Estado á quien representa?... La Carolina es antigua, Kansas es joven. La una cuenta su vida por siglos, la otra por años. Pero un buen ejemplo puede nacer en un día, y me atrevo á decir que enfrente de los dos siglos del viejo Estado pueden ponerse los dos años de prueba y de virtudes de la comunidad más joven. En el uno se oye el largo lamento de la esclavitud, en la otra el himno de la libertad... Si la historia entera de la Carolina se borrase desde el momento de su creación hasta el día de la elección última del senador, no diré cuán poco habría perdido la civilización, pero seguramente menos de lo que ya ha ganado con el ejemplo de Kansas en su animosa lucha contra la opresión». Y aludiendo á unos versos del Hamlet, al apóstrofe indignado de Laertes contra el clérigo oficiante en el entierro de Ofelia, que la mayor parte de sus oyentes sabía sin duda de memoria, concluye el párrafo así: «Kansas admitida á título de Estado libre sería en la República como un "ángel del Señor", mientras Carolina, asida á su manto de tinieblas, yacería bramando en los abismos».

      La sala y tribunas del Senado estuvieron completamente llenas durante las dos sesiones que ocupó el discurso, y á pesar de la probable hostilidad de casi toda la concurrencia y del no fingido desdén de algunos senadores, fué escuchado con profunda atención, sin haber sido el orador llamado una sola vez al orden, ni por el presidente de la asamblea ni por sus colegas.

      

      Apenas hubo terminado, se levantaron á replicar Douglas y Mason; considerábanse personalmente agraviados y devolvieron insultos mucho mayores; pero no hay nada que recordar de sus airadas contestaciones, improvisaciones dictadas por la cólera, y como era natural, no lograron mantenerse, tan estrictamente como lo había hecho el agresor, dentro de las fronteras del lenguaje parlamentario. Butler no asistía al Senado en esos días, hallábase muy lejos, en su "pequeña hacienda" de la Carolina, como dijo después.

      Instantáneamente se vió que el efecto del discurso, en contra lo mismo que en pro, sería tan grande como podía su autor desearlo. En la atmósfera opresiva de aquella época, nube tan cargada de electricidad contraria no había de pasar sin desencadenar la tempestad, y como Washington, capital federal, era por sus costumbres, sus esclavos y sus condiciones topográficas una ciudad del Sur, numerosos amigos advirtieron á Sumner que debía por prudencia precaverse atentamente. Pero moderado y pacífico en sus relaciones privadas tenía en cuestiones públicas el valor de sus opiniones, y convencido de la rectitud desinteresada de su conducta, despreció el aviso.

      En la tarde del 22 de Mayo, dos días después del discurso, habiendo el Senado suspendido su sesión más temprano que de costumbre, se había quedado Sumner en la sala sentado en su puesto y despachando su correspondencia, cuando se le acercó un individuo para él desconocido, murmuró unas palabras sobre injurias inferidas al estado de la Carolina y á su senador, y sin aguardar respuesta le asestó en la cabeza descubierta golpe tal con un grueso bastón de gutapercha, que casi lo privó de sentido. Pugnando por levantarse, arrancó Sumner en sus esfuerzos la mesa clavada contra el suelo que le impedía moverse y defenderse, mientras menudeaban los golpes sobre el cráneo y sobre la cara, fuertemente aplicados por un hombre joven y diestro. Al fin cayó contra el pavimento, exhausto, desmayado y cubierto de sangre[10].

      Fué protagonista de esa escena sangrienta un pariente del senador Butler, miembro de la Cámara de Representantes, llamado Preston Brooks. En la altanera relación del suceso, que cerca de dos meses después hizo él mismo ante el Congreso cuando se discutía su expulsión, confesó haber premeditado minuciosamente su acometida, como castigo de insultos inferidos "á su Estado y á su sangre". Dijo, además, que su primera idea había sido armarse de un látigo solamente, pero como Sumner era hombre de elevada estatura y por consiguiente de mayor fuerza muscular, temió que si había lucha cuerpo á cuerpo llegase á arrancarle el látigo de la mano, y entonces, añadió significativamente, "como yo nunca dejo de llevar á término lo que emprendo, me habría visto forzado á hacer algo que hubiera tenido que deplorar durante todo el resto de mi vida". De ahí la forma y carácter de su atentado[11].

      El tribunal común le impuso una simple multa, y en la Cámara no llegó á reunirse la mayoría de dos tercios necesaria para la expulsión; presentó él entonces espontáneamente su dimisión con objeto de ofrecer á sus comitentes de la Carolina del Sur ocasión de aprobarlo ó censurarlo. Fué reelegido por la casi unanimidad de los votantes. Un grito de satisfacción resonó de un extremo al otro de los estados esclavistas, y al cabo de tanto tiempo repugna todavía hoy leer en los periódicos de la época la expresión de esos aplausos tan imprudentes[12], á que respondían de la otra parte los más furiosos anatemas.

      Cuando volvió Butler á Washington y habló prolijamente, en dos sesiones también del Senado, respondiendo por sí y por su Estado á los cargos de Sumner, dió á entender que podía muy bien éste hallarse ya otra vez en su puesto de senador, pero que le convenía fingir resultados más graves de los que en realidad le acarreaban los golpes de Brooks. No era así, y en eso como en lo demás cegaba la pasión á los encarnizados adversarios. Sumner, que hasta entonces había gozado de perfecta salud y en cinco años no había faltado á una sola sesión, seguía abrumado por los efectos del ataque, y no se le vió en la sala de sesiones hasta nueve meses después, en Febrero de 1857. Después de ese día no volvió tampoco á concurrir, hasta el 4 de Marzo en que fué á prestar juramento y tomar posesión del nuevo puesto de senador para que acababa Massachusetts de elegirlo por un segundo término de seis años; pero vivamente molestado por los síntomas de una cruel afección del sistema nervioso, consecuencia de los tremendos golpes recibidos en la cabeza, que le impedía toda ocupación seria y continuada, se halló en el caso forzoso de abandonar la patria y embarcarse á los tres días para Europa, donde debía


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