Hombres y glorias de América. Enrique Piñeyro

Hombres y glorias de América - Enrique Piñeyro


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1847, poderosamente auxiliado dos años después por Chase, senador independiente que no reconocía trabas de partido en cuestiones de libertad humana, formaban ambos núcleo diminuto, al que se incorporaba ahora un hombre nuevo, Charles Sumner, de Massachusetts. Por dos razones era notable la entrada de este senador: porque acudía á ocupar precisamente el puesto donde por tantos años se había sentado Webster, quien vivía aun en ese instante y era principal ministro del Presidente de la República; y porque su reputación en Massachusetts comenzó por la enérgica reprobación con que había atacado las doctrinas á que se convirtió Webster al fin de su carrera, el Compromiso y la ley contra los esclavos. Formidable, inesperado combatiente, que bajaba al campo vestido de armas de otro temple y otra fuerza que las usadas hasta esa fecha, proclamando en la lucha contra la extensión y predominio de la esclavitud principios severos de moral, ideas de justicia absoluta, prescripciones de conciencia que no consentían ningún género de acomodamiento.

      No sería, empero, exacto deducir de la elección de Sumner la prueba de que, en el importante estado que venía á representar, desaprobase una mayoría la conducta de Webster y rechazase el Compromiso de 1850. Todo lo contrario; Massachusetts, lo mismo que el resto de la República, aceptaba sin disgusto el arreglo, complaciéndole la idea de poner realmente término á las pertinaces desavenencias entre las dos secciones del país, de aguardar, evitada la necesidad de remedios violentos, que el curso del tiempo elaborase insensiblemente un cambio de circunstancias, y favoreciese al cabo la lenta extinción del antieconómico y ruinoso sistema de trabajo, que difícilmente se mantenía en los Estados del Sur. Sumner había ganado el puesto en virtud de una coalición accidental de grupos; debió, sin duda, la preferencia á sus conocidas opiniones sobre la esclavitud, y entraba en el Senado libre de toda traba que sujetara su marcha, sin más límite impuesto á sus palabras que el que su conciencia y respeto á la Constitución juntamente le dictasen; pero la masa del país, allí y en todas partes, sin prestar oídos demasiado atentos á la agitación, al llamamiento á nueva cruzada, que partía del púlpito de ciertas sectas religiosas avanzadas y del seno de las sociedades abolicionistas, esperaba después de todo un largo período de paz y tranquilidad.

      Mas el Compromiso llevaba dentro de sí, por su propia esencia, gérmenes peligrosos que no tardarían en crecer y propagarse.

      La aristocracia del Sur, envalentonada por el triunfo, por la inercia posterior de sus adversarios, por los aliados que de diversos lados se le ofrecían en el Norte, y más que todo por su propia intemperancia, había de precipitar los sucesos, abusar de la victoria, ahondar ella misma el abismo en que todo se despeñaría. En el Norte mientras tanto la aplicación de la nueva ley sobre los esclavos huídos, que era la parte del acuerdo que más íntimamente halagaba á los dueños,—porque satisfacía á un tiempo mismo su vanidad, sus intereses y el firme convencimiento de la justicia de su causa,—producía conflictos, desórdenes, motines sangrientos más de una vez, y era viva y constante recordación de los rasgos más duros, más crueles y odiosos del sistema.

      La ley era verdaderamente terrible, y del inicuo axioma jurídico que hacía cosas, no personas, los esclavos, jamás se han deducido con tesón tan implacable sus últimas y más aflictivas consecuencias. Suprimía todas las garantías del venerando derecho inglés, el jurado y el habeas corpus; prohibía que se admitiese como prueba la declaración del perseguido; todos los ciudadanos estaban obligados bajo diversas penas á auxiliar los agentes de justicia en busca de esclavos prófugos; y para fallar no se requería más prueba que la declaración, oral ó simplemente certificada en copia, de dos testigos acerca de las señas generales del individuo que se buscaba; el procedimiento debía ser sumario, ejecutivo, sin recursos dilatorios de ninguna especie; y por este sentido otras disposiciones de idéntico jaez. ¡Calcúlese el terror que produciría edicto semejante entre los treinta mil negros[5] que vivían refugiados desde muchos años atrás en las ciudades del Norte, arraigados, con familia, y expuestos de súbito á verse perseguidos, rastreados como bestias salvajes por jaurías de feroces sabuesos, y devueltos entre cadenas á sus antiguos y enconados amos! ¡Imagínese también la cólera, la indignación que tal espectáculo despertaría entre los ciudadanos blancos, entre hombres y mujeres de la Nueva Inglaterra, habituados á tratar con mansedumbre hasta á los animales, y forzados á reconocer, á ser testigos de que bajo la constitución republicana de la nación considerada como la más libre del mundo se ordenaban, autorizaban y ejecutaban escenas de tanta barbaridad!

      Crecieron y se multiplicaron al calor de esos sentimientos las sociedades abolicionistas, y la corriente de simpatía en favor de los negros esclavos aumentaba á ojos vistas en fuerza y en volumen, formando y educando así la opinión pública contra la institución; y bien se vió al sonar la hora crítica del combate, cuando se levantó robusta, compacta y resuelta á todos los sacrificios. Hubiera sido habilidad política por parte del Sur no exigir demasiado en esa cuestión, no abusar de los derechos que el Compromiso le reconocía, mas era inútil esperarlo de su excitable y excitado temperamento. El día en que pronunció Sumner su primer discurso importante en el Senado, atacó vehementemente la ley, haciendo resaltar sus aspectos más repugnantes; sus palabras, llenas del más sincero fervor, fueron juzgadas de trascendencia tal por Chase y Hale, que declararon ambos á una que señalaban el comienzo de una era nueva en la historia americana. Pero los representantes del Sur se hallaban tan lejos de comprender la gravedad de ese género de ataque, que apenas hubo terminado el orador se levantó un senador del estado de Alabama y dijo que esperaba que ninguno de sus amigos respondería al discurso "que el senador de Massachusetts había creído conveniente infligir sobre el Senado", y agregó, en tono que llegó por desgracia á ser bastante frecuente durante algún tiempo en aquel cuerpo respetable: "el frenesí de un demente puede á veces ser peligroso, pero los ladridos de un gozque nunca han hecho daño á nadie".[6] Y cuenta que la oración de Sumner, á pesar de su acento de apóstol exaltado, no se aparta en realidad del terreno político, y se reduce á pedir el empleo de todos los medios legales para mantener la esclavitud estrictamente dentro de los límites de la sección del país donde existía é imperaba, sin consentir ni extenderla, ni otorgarle, fuera de su recinto, ninguna nueva garantía, ningún otro privilegio.

      Pero, como ya hemos dicho, continuaban en el Norte muy grandes y generales el ansia de paz y tranquilidad, el franco deseo de evitar desavenencias enojosas; el peligro mayor para el porvenir de la esclavitud y poder político de sus defensores no residía por tanto, ni en la hostilidad de una docena de senadores, ni en la propaganda religiosa, ni en los esfuerzos de las sociedades abolicionistas, por laudables y hábiles y enérgicos que fuesen. Eso muy bien lo sabían y sentían los jefes y aliados del partido esclavista, y ya lo revelan las posiciones de ataque, no de defensa, que en el acto ocuparon.

      Apenas instalado Presidente de la república, el 4 de Marzo de 1853, un hombre relativamente oscuro, sin antecedentes políticos, Franklin Pierce, en quien confiaban hasta el punto de esperar su ayuda en las empresas que secretamente maquinaban, juzgaron oportuna la ocasión para restaurar y afirmar el incierto equilibrio entre las dos secciones, creando nuevos estados, donde la esclavitud pudiera ser establecida. La magna y riesgosa campaña, que en sustancia equivalía á echar abajo todo lo tan difícilmente ajustado en 1850, requería como general en jefe un personaje político del Norte, cuyo nombre é influencia cimentasen la alianza y adormeciesen la suspicacia de los tibios y los tímidos. Aceptó este papel Stephen Douglas, senador de Illinois, "el pequeño gigante", como le llamaban por su corta estatura y su proverbial habilidad en luchas é intrigas de partido, á quien espoleaban la inquieta actividad de un espíritu devorado por la ambición y la esperanza de ascender á la cumbre y asir la presidencia de la República. Consistía su plan en organizar dos nuevos territorios, Kansas y Nebraska, en las vastas y fértiles llanuras que se extendían al oeste del Missouri, entre ese río caudaloso y la gran cordillera de las montañas Rocosas, terreno admirablemente situado en el centro mismo del continente, crucero forzoso de las rutas por donde habían de pasar exploradores, emigrantes y colonos, en busca de las minas de oro de California y de las riberas del Pacífico, linde occidental de la república.

      Insuperable obstáculo se presentaba, sin embargo, para que al llegar á constituirse esos territorios como Estados de la federación tuviesen la facultad de autorizar en su suelo el trabajo esclavo; hallábanse más arriba de la línea famosa de los 36°30' de latitud Norte, y un


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