Aquello era el cielo. Viviana Bernadó

Aquello era el cielo - Viviana Bernadó


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      Índice

       Aquello era el cielo

       Enero

       Chica con paisaje

       Movimiento sobre el jardín

       Solar

       Distancia y dirección del fuego

      comienza a llover

       la lluvia golpea las piedras

       golpea

       golpea las nubes

       las nubes golpeadas se amontonan como focas

       golpea la luna

       la luna golpeada se ahoga en el agua

      GLORIA GERVITZ

      AQUELLO ERA EL CIELO

      Nos ponemos las botas. Me calzo el paraguas y agarro a mi hermano del brazo. En la esquina nos tiramos bolas de tierra mojada, aunque después venga la paliza o mamá nos llame desencajada. A la escuela no se puede ir.

      —Vayan a ver si llueve —dice mamá para alejarnos de su presencia.

      Esta vez su chiste se hace realidad. Llueve y a veces para un rato, pero el cielo ya está cargado de antemano. Por encima de lo liso y celeste se viene lo negro. Y nos aturden los truenos, las llamaradas del cielo, las chispas que saca la tormenta cuando se viene del todo. Nada nos importa porque conseguimos donde vivir. Mi hermano me arrastra hasta el desarmadero de Pacheco que está en la otra esquina, atravesamos el alambre perimetral por un hueco que hicieron los perros. Vamos directo al Isard. A veces maneja él, otras yo. Cada uno imita el ruido del motor con la voz: los rebajes, las frenadas.

      —¿Para dónde vamos? —le pregunto.

      —No sé. Dejame que me distraigo del camino, hay barro y agua —dice él.

      —Me mandaron a llamar de Buenos Aires para que sea modelo y vos me estás llevando.

      —No, nena, a Buenos Aires no te llevo ni a palos.

      —Mirá el peinado que me hicieron las hijas de la Rubia con esos ruleros que tienen, ¿eh?

      —Las hijas de la Rubia son buenas mandarinas, te meten ideas raras en la cabeza.

      —Callate nene, eso lo dice mamá y vos repetís todo, son buenísimas. Vamos, salgamos de acá adentro.

      Nos subimos a los árboles y por entre las ramas de los paraísos vemos las nubes cargadas. Somos espías del temporal. Cuando la lluvia se hace cortina tenemos que entrar en la casa. Nos pone bobos estar adentro. A mi hermano se le ocurre hacer sonidos de animales y pájaros. Yo le doy el visto bueno, y así perdemos el tiempo. Hacemos los ojos de las tortas fritas igual que los panaderos —dos agujeros en el centro— mientras mi mamá las mete en la sartén y se escucha el sonido de la grasa como un torrente soporífero que se nos viene encima. Pero a nosotros nos hace el efecto contrario. Mi hermano no quiere salir más a vender por la calle con esa canasta de mimbre vieja que encontramos en esta casa, y yo tampoco. Cuando ella se descuida nos escapamos, somos la peste.

      Pateamos sapos en la vereda, en la alcantarilla. Agarramos palos, le sacamos punta con un cuchillito de serrucho y buscamos desesperadamente que vengan los escuerzos. Nos gusta ver la boca agrandarse y ensancharse el cuerpo. Apalear víboras y después cortarlas al medio con la pala de punta. Ver el efecto de eso que salta en dos mitades.

      —Ya es tarde —dice mamá—. ¡Vuelvan!

      La oímos desde lejos, desde tres o cuatro campos más allá de la casa. No podemos desoír sus alaridos y sin embargo nos quedamos, la tarde es nuestra. Mi hermano me empuja hacia la cuneta, me caigo entre el barro y el agua de la lluvia con dos pulóveres encima. Mamá me lo había advertido. Ahora sé que se viene la paliza. El agua está fría, es otoño. Siento en el cuerpo, en la piel, mil agujas clavadas, los sweaters pesan, él me da la mano para que salga, hago palanca con los pies en la tierra mojada del borde y salto. A medida que vamos llegando a casa mi hermano es más pájaro que nunca, hace gorjeos de torcaza y jilgueros llamadores.

      —Voy a armar una trampera bien celosa, así cazamos —me dice. Sé que me quiere distraer porque nos vamos aproximando.

      Él entra y yo me quedo haciendo tiempo afuera. Se me ocurre trepar al olmo que hay al lado del portón a ver si se me seca un poco la ropa. Enseguida mamá se asoma y yo la miro desde ahí arriba. Me quedo quieta en el árbol.

      —Bajá —me dice. Su mirada no es amenazante y tiene una media sonrisa en el rostro, pero en el costado de su mano derecha asoma el cinto de hebilla grande que nunca le devolvió al ex novio.

      —Tu hermano es ladino. Yo sola hago el esfuerzo —dice— no le deseo a nadie el trabajo que tengo.

      Repite esto como un mantra, todos los días de nuestras vidas y también mientras nos pega.

      Quisiera quedarme ahí arriba, tener una casa en ese árbol viejo de brazos enormes, pero se viene la noche y me da miedo el silencio y los refucilos que ya empiezan. Bajo. Mamá me da la paliza del siglo. Se ensaña con mi espalda, el culo, las piernas. Su brazo derecho toma envión, el cinto hace un ocho en el aire y se me viene encima, su mano cae. El cinto saca acordes de música contra mi carne. No lloro. Nadie dice una sola palabra. Las mismas manos de mamá ahora extienden la ropa seca, la doblan, después de sacarle las chinches verdes. Se escucha el crujido de las mismas chinches que mi hermano quema con paciencia en la lamparita de mecha de amianto, y el tintineo de las gotas de la lluvia que caen en tiempos distintos sobre la pelela enlosada, el balde plástico y la palangana: eso arma una música con la que aprendimos a dormirnos.

      El agua sale de las baldosas, supura, se abren grietas que antes no estaban. Pero la casa que encontramos resiste, increíblemente y a toda costa. Las ventanas se quejan, cruje el techo de bovedilla y los tirantes. El fogón a veces larga agua del cielo y bocanadas de viento, como si respirara, como si estuviera vivo y nos dejara cocinar los alimentos. Como si también pudiera echarnos, estar a disgusto con nuestra presencia. Yo limpio el patio de adelante para no pisar víboras u otras alimañas, como dice la radio. La pala está oxidada y cuando mamá no mira echo tierra encima de los yuyos, pero mañana, después de que la tormenta lave todo, se verán los pastos que no saqué. De los mosquitos nadie se salva.

      La lluvia no para y mi hermano trae dos cachorros para sumar a la jauría. Cuenta que para el año próximo van a ser cuatro los perros. Cuando amaine va a ir con un viejo a cazar bichos en el campo.

      Los dos galgos viejos son malísimos, le sacan la alpargata a uno que va a su tranco en bicicleta por la calle. Después lo corren y lo muerden.

      —Perdón —le dice mamá al tipo, asomada desde la ventana en derrumbe.

      El hombre va insultando por lo bajo y ni se da vuelta. Mamá pide perdón, por todo. Por ser madre soltera, por tener dos hijos endemoniados, por haber entrado sin permiso en un rancho que se cae.

      Mi hermano trae su primera pieza de caza: una liebre despedazada que no sirve. El tipo al que ayuda lleva la caja de la camioneta llena de cabezas de liebres para abajo y las patitas hacia arriba agarradas de una soga.

      —¿El cuero es lo que se vende? —dice mamá.

      —No, la carne es lo que vale —dice mi hermano— me contó el Viejo que de acá las tienen que


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