Aquello era el cielo. Viviana Bernadó

Aquello era el cielo - Viviana Bernadó


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vísceras y alitas. Mamá se enoja.

      —No vayas más, si me pudiera levantar y salir corriendo le grito más de cuatro cosas a esa vieja tacaña, agarrá lo que te da y listo. ¡Faltaba más! —me dice.

      A las hijas de la Rubia, Doña Helena les paga con plata, no entiendo por qué a mí no. Mientras pienso, las veo lavarse el pelo por turnos debajo de la bomba. Silvia empuja la palanca, Estelita se agacha para mojarse y restregarse con champú el cuero cabelludo. Nosotros nos lavamos con jabón blanco. El pelo de ellas flota en el aire, el nuestro se queda pegado a la cabeza por más agua que nos echemos para enjuagarnos. Silvia me entrega dos novelas de Corín Tellado por arriba del alambre, promete que cuando termine Boda clandestina, que es la última que llegó antes del corte de rutas, me avisa.

      —Tendremos que leerlas a todas de nuevo hasta que pase la inundación —dice.

      Mamá renguea un poco. Parece increíble porque es joven. Tiene el pelo largo y apenas es más alta que yo. Me mira. Tiene los ojos marrones y amarillos como las bolitas japonesas que mi hermano guarda para jugar en la escuela. A veces camina medio agachada, escondiéndose dentro de ella nomás, o mirando el piso, aunque no haya agua. Las hijas de la Rubia, en cambio, estiran el cuello y miran para arriba como si quisieran ser más altas de lo que son.

      Vamos a la iglesia, a Cáritas otra vez. Subió el agua y en el centro no hay una parte seca.

      —Tengan cuidado con las bocas de tormenta que los van a chupar, ustedes son flaquitos —nos dice mamá.

      Vamos concentrados en pisar dos veces en el mismo lugar, nadie sabe qué hay debajo del agua marrón. Algunas casas tienen la puerta abierta. Asoman niños y mujeres, las bolsas de arpillera con arena siempre, tratando de sostener lo insostenible. Un hombre va hacia el centro en canoa, nos deja subir. A medida que nos acercamos a la plaza, el pueblo parece abandonado. La mitad de la estatua del Villegas está bajo el agua, y las hamacas de la plaza no se ven.

      —Esta no es tan grande como la del 86 —le dice el hombre a mamá. Ella eleva los hombros y no responde.

      Volvemos con los bomberos en el auto bomba, un camión inmenso más grande que un tractor. Llevan los víveres que conseguimos y bolsas de arena para poner en nuestra puerta.

      —Nuestra casa está alta —dice mamá.

      Los bomberos insisten porque el agua sigue subiendo y el Río V está desbordado. Mi hermano cacarea desde arriba de los paraísos mientras los bomberos van y vienen con las bolsas de arpillera que antes rellenaron hasta la mitad con arena, doblan hacia abajo la parte de la tela que sobra y las colocan en la única puerta. Arman dos filas. Nos explican que esto no impide que pase el agua, pero al menos nos va a dar tiempo para prepararnos antes de la evacuación. Nadie dice que la casa no es de verdad nuestra, hasta me gusta y todo, así en ruinas, como está.

      Saco una silla afuera y abro el libro que me dio Silvia. Mamá se interesa.

      —Es una novela —le digo.

      —¿Y para qué sirve?

      —Porque aprendés cosas, mamá.

      —Claro. Para cuando seas modelo.

      Mi hermano, que está escuchando, casi se cae del árbol. Su risa se acopla con los truenos. Hago de cuenta que no existen.

      Mamá se va a trabajar a la estancia por unos días. Cocino arroz, mucho arroz en un hervidor pequeño. Arriba se le hace una baba espesa, como si el arroz se hubiera convertido también un poco en esa baba. Le digo a mi hermano que mate un pollo de esos que viven en el fondo del solar.

      —No hay más —me dice.

      Es cierto. Se terminaron los pollos que andaban en el fondo. Le digo que vayamos para el lado de la quinta de Verna, que vi un gallinero enorme y de paso nos traemos huevos. Cuando estamos por sacar una gallina, viene otra y cacarea, vienen cuscos a ladrarnos, nos siguieron los galgos de mi hermano y no nos dimos cuenta. Se arma una pelea de perros, los galgos se encarnizan con los cuscos de esa casa. Cuando reconocemos una figura humana salimos corriendo. Ese día nos toca otra vez comer arroz.

      —Sacar cosas de las casas donde no vive gente no es robar —le digo a mi hermano. Una frase de mamá.

      Con la inundación se agrandan las lagunas, los postes de los alambrados se hunden y se ve solo barro y cielo, marrón y celeste. Los pájaros no tienen dónde hacer pie. Nos gusta revisar casas abandonadas. Vamos a una que está atrás del montecito de frutales. Los perros nos siguen primero a distancia, para que no los echemos. Dos manchas amarillentas que van olfateando, arrimados a los árboles. Cuando el agua nos llega más arriba de las rodillas, ellos ya no pueden esconderse y empiezan a nadar cerca. La puerta no tiene llave, hacemos el esfuerzo de caminar alrededor de la mesa, nos subimos a unas sillas, buscamos en las alacenas. La casa tiene despensa: un cuartito con estantes donde se guardan alimentos. Ahí encontramos tres latas de atún y una de duraznos al natural. En el patio de atrás hay un cobertizo. La puerta ya está abierta desde antes. Hay telas de araña que cuelgan hasta donde estamos, están enganchadas de las paredes y de la pinotea del techo, se ven porque todavía hay luz natural. Entre los tirantes y la chapa hay nidos de pájaros. No sale ninguno.

      —Mejor vamos —le digo. Y en eso veo en un estante, arriba, dos cañas de pescar.

      Junto mis dos manos y me engancho los dedos de una a la otra, siento mi fuerza, me pongo en cuclillas para que mi hermano pise ahí y aunque mis manos se hunden en el agua oscura, él trepa seguro, después se agarra de un postigo. Hay una caja con anzuelos, boyas y una linterna. Me pasa una a una cada cosa con cuidado, y yo las voy dejando sobre una mesa de trabajo.

      Hacemos dedo cerca del acceso para ir a una laguna. Mi hermano no quiere pero insisto hasta que acepta. Otros pescadores improvisados nos llevan en la caja de un rastrojero. Nos preguntan por los perros y los dejan subir. La ruta está hundida, solo quedan los árboles y su sombra que se hace doble en el agua. A los costados, un terraplén roto, y al lado un canal. La siembra ahogada. Nosotros vamos por un camino de tierra. Más adelante vienen dos tractores que abarcan todo el espacio. Las varillas de los alambres, algún pájaro en los postes, yuyos que salen del agua marrón. Después, solo agua.

      Me acuesto en la caja. La inundación me pudre, pero tenemos casa.

      —¿Te acordás cuando espiamos por la ventana de lo de Cáceres todo el programa de la isla de Gilligan? —le digo.

      —Sí. Vamos de nuevo.

      —Pero, ¿si nos ven espiando? Cuando sea modelo me voy a comprar un televisor con control remoto y vamos a mirar tele.

      Llegamos. Bajamos nuestras cañas y un equipo de pesca que trajimos de esa casa. No tenemos carnada. Los otros nos prestan. Nos miran las cañas con deseo. Ellos usan las de cañaveral común, esas de color amarillo clarito, y hay otro chico que improvisó un medio mundo.

      —¿Ustedes andan solos? —nos dice uno, que ya estaba de antes.

      Nos alertan sobre el agua, sobre la profundidad y las botas de goma que se hunden en lo barroso. Abundan los ahogados que se adentran en canoas, en las lagunas, sin saber nadar. A veces el temporal hace que la embarcación se dé vuelta, otras solo el viento.

      Algunos cuerpos se pierden en un hueco de La Pampa para siempre. Yo pienso que si salen a la superficie algún día, seguro se los comen los chanchos.

      Por más que queremos pescar con mi hermano, no sacamos nada. Volvemos a subir a la caja del rastrojero. Desde ahí arriba, a esa hora de la tarde, no se sabe si es agua o tierra. Al fondo hay una línea que divide la oscuridad de la luz, y en un costado el sol se va metiendo en la tierra o en el agua. A medida que avanzamos pasa un monte, otro, y sobre ellos, detrás de ellos, amarillo, y más arriba anaranjado. Todo se ve disminuido y por encima de lo anaranjado apenas las nubes, manchadas. Oscura, como una radiografía, sigue la tormenta.

      Llueve, nos empapamos en la caja. Nos regalan dos pejerreyes y un bagre, los ojos grandes. Con el serruchito podremos sacarles las escamas —pienso—, debe ser fácil. Mamá todavía no vuelve. Seguro la traen mañana. Pero tenemos


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