Aquello era el cielo. Viviana Bernadó

Aquello era el cielo - Viviana Bernadó


Скачать книгу
primera comida que trae tu hermano. ¿El viejo te va a dar un porcentaje de lo que le pagan en la barraca?

      Mi hermano no contesta. Yo prefiero las gallinas que cacarean atrás, en el fondo del solar. A las que ella les retuerce el cogote prolijamente día por medio. La grasa parece diluirse en el tuco, debajo del fogón. Me asomo cuando pone la fuente en la mesa, pero hay manchas que no se mezclan. Hago de cuenta que como, muy lentamente. Una chica me explicó en el colegio que así es como adelgazás. Me mostró en una dieta que la madre sacó de una revista. Hay que masticar mucho antes de tragar.

      —¿Qué te pasa, chiflada? —dice mamá, que está al lado mío. Su grito viene desde el fondo del descontento y se incrusta en mis oídos como un trueno en campo abierto.

      —Voy a ser modelo. No como vos —le digo. Me enfurezco.

      Mi hermano y mamá se ríen. Se retuercen, se agarran la panza y se estiran hacia atrás en las sillas sin respaldo.

      —¿De dónde sacaste eso, desagradecida? —dice mamá—. Quiero el plato limpio con el pan. Y hoy empezás a lavar todo lo que se ensució en la cocina para que se te vayan esos humos por donde vinieron.

      Se clausura el paso para la estancia, la calle está desbordada, y alguien del campo vecino cavó una cuneta y mandó toda el agua al camino real. Mamá viene con un disco de boleros.

      —Zas —le digo a mi hermano —. ¡Otra vez sopa! Mamá siempre tiene un novio nuevo.

      Llueve, llueve intensamente durante días, durante semanas. Este es el diluvio universal. Tengo una amiga, pero ahora no la veo porque vive a unas cuadras más allá, y está todo inundado. Traen colchones que dona la gente en las ciudades, traen frazadas, estamos en crisis, salgo a hacer los mandados. Mi hermano no puede ayudar al viejo porque no se puede pasar a los campos. Las camionetas se hunden, los camiones se hunden. Los pozos ciegos se juntan con otros y se abren todos, se ve el fondo de la tierra sin fondo, las casas se llenan de agua en un santiamén.

      Mamá aprovecha que reparten cosas y pide, como un pollito bebé ante la luz sin la comida. Vamos hasta la esquina donde están los de Cáritas. Hace el gesto de pedir con los brazos, con la mirada hacia el infinito.

      —Soy madre soltera —dice. Medio agachada y consternada.

      Las señoras de la iglesia nos palmean la espalda. Nos hacen sonrisitas.

      —Aprovechemos —dice mamá.

      Me pruebo unas zapatillas de cuero que me dan, pero me quedan chicas, lo sé cuando trato de meter el pie hasta el fondo.

      —Te calzan bien —dice mamá, que ve mi esfuerzo. Ella apenas puede asomar la cara entre las frazadas que tiene agarradas. Mi hermano consiguió un buzo casi nuevo con la figura de un ratón.

      Cargamos con todo al hombro en bolsas de arpillera que nos dan los bomberos. Uno de ellos nos acompaña porque con todo no podemos.

      —Esto es lo mejor que pudo pasarnos —dice mamá muy bajito para que no nos escuche el tipo—. Ahora se puede llenar la olla sin problemas.

      Pero atrás de esa frase viene la desgracia. Mamá mete la pierna en un desagüe y se fractura justo cuando ya habían abierto de nuevo el paso a la estancia, y es ahí cuando me quiere obligar a que vaya en su reemplazo.

      —No quiero —digo—. ¡Quiero ir a la escuela!

      —¡La escuela está cerrada, Sarmienta! —me grita con las dos manos ahuecadas al costado de la boca—, ¿no ves que está llena de gente evacuada?

      La escuela no me interesa para nada, con mi hermano nos hacemos los enfermos por turno. Somos asmáticos, fingimos excelente. A veces ensayamos en el cañaveral del fondo. Yo respiro con dificultad desde una punta y él me contesta desde la otra.

      —Somos hijos de madre soltera —le decimos a las maestras—, mamá no puede venir a ninguna reunión.

      La directora tiene cara de escuerzo y mueve los dedos meñiques separados de los restantes, tiene anillos pesados, seguro son de oro. A veces planeamos cortarle el dedo y llevarnos el oro, pero con un serruchito no se puede. Cuando repetimos lo de la madre soltera, frunce la nariz más que nunca. Es raro, porque ahora que no vamos a clases, extraño.

      Cuando el novio de mamá nos dejó en la calle, ella dijo que ese mismo día íbamos a conseguir algo y así fue. Mi hermano tiró la moneda y salió cruz. Teníamos que ir hacia la avenida Chassaing sur. Eso hicimos. A las dos de la tarde habíamos dado con esta casa que no estaba habitada. Fue fácil abrir la puerta de dos hojas que, al destrabarla, casi se nos viene encima. Hicimos palanca con un hierro los tres y listo. Tenía un candado y dos agujeros a los lados. Después pusimos uno más grande que se cerraba desde afuera y un cerrojo del lado de adentro. Nunca nos reclamaron nada. Es una quinta que parece en ruinas desde afuera y desde adentro. En las habitaciones tiene piso de tierra y contra una de las paredes de la cocina hay un fogón. Con mi hermano vamos a buscar leña en bolsas de arpillera, aun ahora, que está todo inundado, nos las arreglamos con el palo de la escoba, ahí colgamos las bolsas y nos turnamos por el peso. Él sube a las plantas cada vez que puede e imita el sonido del benteveo y de las lechuzas, a veces hace un silbido no sé de qué animal. Siempre le digo que se calle, solo porque me dan miedo los ruidos de la tardecita en el campo, cuando todo se pone de un color rancio, grisáceo, y ya enseguida la noche.

      Mamá insiste para que vaya a la estancia en su lugar y yo me niego.

      —Voy a trabajar al almacén de doña Helena. A la estancia no voy —se me ocurre en el momento.

      —¿Por la comida?

      —Si me pagan va a ser mejor, y si no, por comida.

      Me pongo el único pantalón de jogging que tengo y el buzo de ir al colegio. Las botas no hacen falta porque el agua me llega arriba de las rodillas. No hay nada que sirva para cubrirse los pies. Voy descalza y llevo mis zapatillas en una bolsa. Mi hermano, que ahora hace de chajá, me saluda desde arriba de un aguaribay que hay en la esquina de la quinta. Recorro la calle larga por el costado de la vía como si no pasara nada y después en cámara lenta, cuidando la distancia entre cuneta y cuneta. Tanteando el camino. Pisando las huellas que quedaron de los vehículos cuando la lluvia era solo parte de un temporal, justo antes de que se inundara. Un nene me saluda desde la puerta de su casa. Me distraigo y viene una ola corta pero suficiente para mojarme el pantalón. Es un tipo en canoa. Me hace señas desde la otra punta. Lo espero.

      —¿Adónde vas? —dice

      —Al almacén de doña Helena.

      Subo a la canoa y me mojo las piernas y el culo. Pasamos una hilera de postes, tres pinos. El galpón de la curtiembre está en un bajo, atrás quedaron los eucaliptus ralos y más allá, a unos doscientos metros: por fin tierra. Otra hilera de árboles, la quinta de Palacios y un camino de salitre entre el agua barrosa. Tapada por los paraísos y las acacias, el techo de la quinta, los silos y atrás el molino. El sol se asoma apenas, para darle brillo a las cosas. Más adelante una New Holland amarillo rabioso semienterrada contrasta con el cielo. Me quedo viendo las nubes moverse junto a nosotros, cargándose con el resplandor del sol. Empobreciéndonos más, ahogando las vacas, llevándose los terneros a morir a los bajos.

      —Acá me quedo —le digo al hombre.

      Las hijas de la Rubia me habían dicho que Doña Helena necesitaba empleada. Ellas trabajan ahí con los pollos. Corto camino por los fondos del almacén. Palacios charla con el dueño de casa. Tres perros me vienen a olfatear. Me quedo quieta.

      —Yo te dije, Nando —dice Palacios—, el desborde del Río V no traía nada bueno.

      —Los mejores campos —dice Nando—, ahora lagunas de pejerreyes.

      En la cocina de Doña Helena las hijas de la Rubia me dicen qué hacer. Silvia me da una cuchilla y me enseña a deshuesar los pollos. Doña Helena y Nando hicieron bajar todas las bolsas de papas, zanahorias y cebollas del último camión que pudo cruzar antes del corte de rutas. Vienen a comprar de todos lados, porque los víveres se terminan y solo quedan en el pueblo


Скачать книгу