Aquello era el cielo. Viviana Bernadó
no está. Nos subimos al olmo de la entrada sin decir una palabra. Espiamos: sale una mujer a correr los perros, atrás un hombre. El tipo les pega con un palo, los perros se defienden a los tarascones, pero él es más fuerte. De adentro de la casa se asoman otros chicos como nosotros.
—Podemos dormir en algún auto en el desarmadero de Pacheco —digo.
—Pero ¿y mamá?
—Esperá que ahora vengo.
Me arrimo a la puerta, los chicos me ven pero no se acercan.
—¿Qué quiere? —dice la mujer.
—Esta es mi casa.
—Que casa ni casa. Salí de acá —me empuja y tropiezo—, ¡Mario! —llama al hombre.
Salgo corriendo. Ya es noche cerrada. Mi hermano sostiene la manija del tarro que nos dieron con los pescados, sigue arriba del olmo.
Trepo al árbol con cuidado. Desde ahí vemos a la mujer que entra en la casa, después los chicos saltan las bolsas de arpillera, y al final el hombre. La puerta se cierra. La ventana se ilumina desde adentro con la luz de nuestro sol de noche.
Es mi hermano el que me toca el hombro, señala hacia abajo, hacia la tierra que ya convertida en río choca contra las paredes de la casa.
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