Mujeres viajeras. Luisa Borovsky
que del exterior recibí, no hizo sino acentuarse.
Hasta el traje de las muchachas, las famosas amigas de mi cicerone, tenía un sello de sencillez ó provincialismo distinguido, que me ganó desde luego.
Nada de fast en el atavío de las Miss Duncan; todo era modesto y armonioso, aunque sin style, ó chic.
Fast es término intraducible y que mucho se usa en Estados Unidos. Fast es la muchacha que con frecuencia cambia de traje y de beau; fast es la que inventa modas estrafalarias y fast es adjetivo ménos encomiástico que despreciativo. Literalmente fast es ligero; pero, todos sabemos, que las lenguas por lo general son filosóficas y como tal, un tanto misteriosas.
Lo repito, las Miss Duncan no eran fast y en el cuadro sencillo en el cual se movian, quedaban primorosamente, con sus bandós lacios, sin escrespar, moda favorita de la época, sus vestidos grises sin crinolina ni volados, y sus puños y cuello de hilo lisos también, que se armonizaban perfectamente con su mirar reservado y sus modales fáciles.
La madre, allí había madre, era una bellísima anciana, paralítica, de tez delicada y facciones finas; y el padre un robusto viejo sonrosado, con talla de granadero y voz de bajo profundo.
En un parlor pequeño, con muebles de caoba forrados de crin, como se usaban aquí en otro tiempo, que eran muy frescos si no en extremo muelles, hallábase reunida la familia alrededor de una gran mesa, donde había libros, mapas, una esfera armilar y algunos instrumentos náuticos.
El padre había sido marino, y el hijo varón, un Benjamin de doce años, iba á seguir la misma carrera; ésto explicaba los compases, la esfera, la brújula y los mapas.
A la tibia luz del gas, apaciguado por una pantalla verde, todo el grupo de familia reunido en ese momento alrededor de la mesa del centro, estaba examinando con un gran lente de aumento, una mariposita dorada que prisionera se debatía entre dos vidrios.
La voz dulcísima de la madre, que decía: Let is go (SIC) (Déjenla ir); fué lo primero que oí al entrar en aquel recinto, en el cual reinaba una atmósfera de dulzura y de paz inapreciables.
La acojida que me hicieron fué perfecta, y la anciana madre, la belleza de la familia, me cautivó desde luego. “No puedo moverme”, dijo con voz plateada; y sin más cumplidos, agregó: “Niñas, abran el piano y toquen, que la señora no viene á fastidiarse”.
Mina y Sara tocaron á cuatro manos varias sonatas de Mendelssohn, de una manera prodigiosa: pocas veces he comprendido mejor esa música tan llena de misteriosos contrastes. El piano era, sin embargo, un instrumento viejo, de fábrica ya desconocida; pero, oh magia de la ejecución! aquellas dos hermanas, hubieran sacado sonidos dulces de una tabla rasa.
El robusto Comandante tocó luego la flauta con gran dulzura y corrección, acompañado por Mina, su favorita. Y como yo preguntara: “¿Qué melodía es ésta, tan bella y sencilla?” Respondió sonriendo el marino, un: Never mind (No importa) que me lo reveló compositor. La jóven le seguía, le adivinaba, porque siempre sus inspiraciones eran fugaces.
Acosta me había traicionado, me había engañado, me habia anunciado, habia exagerado mi talento musical, y cuando llegó el momento de cantar en aquel centro tan artístico, tan plácido y sencillo, me sentí muy acortada. Vencí no obstante mi timidez, que hubiera podido ser mal interpretada por aquellas gentes simpáticas y modestas, y con el corazón palpitante, canté la serenata de Schubert. Gustó mi canto, y de trozo en trozo llegué, después de hacerme un tanto de rogar, lo confieso, hasta cantar la Calesera, de Iradier.
Obtuve con ella tal éxito, que hasta la paralítica, bellísima anciana, repetía: Encore, encore! Y bon gré, mal gré, tuve que repetir mi andaluzada.
Como los Ingleses, los Yankees gustan muchísimo de la música española. La experiencia me enseñó más tarde á no buscar laureles en Yankeeland, con melodías italianas ó francesas: como especialidad adopté las canciones andaluzas.
Para pasar al comedor contiguo, donde nos esperaba el substantial te americano, las dos hermanitas hicieron rodar sin esfuerzo el sillón de la paralítica, y el galante Comandante, me ofreció el brazo.
Muy á mi satisfacción, resultó que el marino en sus mocedades, había visitado el Rio de la Plata y que, oh sorpresa! doña Augustina, esa sister of Rosas, de quien me habló con no poco encomio, era mi madre amada. No puedo expresar el enternecimiento que aquel recuerdo me produjo; She was divine (era divina!) repetía él entusiasta, “y nunca la olvidaré, opening (rompiendo) el baile con el Comodoro Golborough”.
Más tarde debia yo conocer al Almirante, que me repetía sin cesar su gran aventura en Buenos Aires, the opening (rompiendo) el baile with señora Augustina.
Era ya algo entrada la noche, cuando dejamos la grata mansión de los Duncan y corrimos en busca del último Ferry, que por suerte estaba tan sólo á punto de irse.
La despedida fué efusiva, prometí volver sin falta y lo prometí, muy deseosa de cumplir mi promesa. Pero, la suerte había dispuesto otra cosa.
“Doctor”, dije á mi amigo Acosta, “tienen beau Mina y Sara?”
“Creo que sí”, contestó.
“Y se casarán con ellos?”
“Puede que sí!” Fué la sibilina respuesta, que me dió el lacónico Colombiano. Y yo, mientras cruzábamos el rio, iba reflexionando en ese problema y aún tratando de imaginar, cómo serían, sino los dos, alguno de los beaux de mis nuevas amigas.
A haber tenido el don de segunda vista, hubiera descubierto entónces, lo que ví realizado algunos años después: Mina solterona, y Sara convertida en Mrs. Acosta. Ah! Era disimulado el doctor!
Creo del caso decir, que, á pesar de la quietud y falta de movimiento que reinaban en Brooklyn, no sucedía allí en esa época, lo que en Washington: es decir que las vacas y aun los cerdos, se pasearan á toda hora libremente por las calles, como ciudadanos de la Union; de tal suerte, que una noche, ya en el año 70, mi excelente amigo y colega del Brasil, hubo de romperse una pierna, por tropezar, delante de la puerta de la Legación Argentina, con una vaca negra, que dormia allí tranquila, bajo el amparo de nuestra bandera. No se trataba entónces del finchado Caballero Lisboa, sino del distinguido poeta y estadista Magalhaens, poco despues Barón de Itajuba.
El Consejo de Higiene de Washington, á cuya cabeza se hallaba entónces mi muy querido amigo y médico, el homeópata doctor Verdí, dió con ese motivo una disposición severa, que alejó para siempre de las calles de la Capital, las descarriadas vacas y vagabundos cerdos, con gran contentamiento del Diplomatical Corp, que gustaba de ganar sus casas después de las once de la noche.
El hombre propone... A pesar de mis deseos, no pude visitar en la próxima semana, ni el Asilo de Sordo-mudos, ni el cementerio, que, como dice cierto viajero, “es tan espacioso, que los muertos descansan allí con anchura, ó á sus anchas.”
Me contenté con hacer una larga visita á la Librería de Appleton; ese emporio magno, dónde hay indudablemente muchos, muchos, más volúmenes que en la famosa biblioteca de Alejandría, destruida, por los Turcos según unos, según otros por los Cristianos; como si no fuera más natural creer, que esa obra de vandalismo fué puramente debida á la iniciativa brutal de la soldadesca indómita.
Todos conocen esas artísticas ediciones norte americanas, que se llevan la palma en Europa como en América y dan á los libros un aspecto tan atractivo, que los hace no sólo leer sino conservar.
Los Norte americanos, como los Ingleses, tienen ódio á las ediciones á la rústica y no las ponen nunca en manos de los niños, esos grandes destructores, que sólo suelen respetar lo bello.
Qué preciosidades edita Appleton constantemente en materia de libros infantiles! Los Sajones son los primeros en ese género. Qué lujo de grabados, qué viñetas alegóricas, qué encuadernaciones doradas con ese relieve único, especialísimo á la librería americana! Y el texto? Esas juveniles de Abbot, Alcott, Marryat, Maylle Reed; interminable pléyade de escritores para la infancia y juventud, que escriben en prosa