Toda esa suciedad. Juan Diego Serrano
cada peldaño con cinismo, a por la alegoría subjetiva de un encuentro con la municipalidad de los otros.
Si existe un pequeño e insignificante espacio en el tiempo para el decadente espíritu comunal, ese espacio se da en diciembre. En la Navidad, no sé si transitados por la angustia o discutidos por el interés, los vecinos de un espacio comunal nos reunimos para sonreír, o para intentar hacerlo al danzón de los dulces villancicos. Ponemos a leer a los niños, les damos panderetas a los viejos, repartimos equitativamente los gastos logísticos de cada uno de los días de la novena y nos ponemos a corear, con una extraña sonrisa, el ven, ven, ven del Niño Jesús.
Rezamos como rezaban nuestros antepasados católicos: rezamos con abnegación, y con ganas de cenar. Nueve días rezanderos a cualquier nivel espiritual, en especial, un tiempo de cenas gratuitas y a la mano, de congelamientos mutuos del hambre.
2
Esa noche correspondía al tercer día de la novena en el edificio. No había asistido las dos noches previas. Bajé en el momento en que bajan los maldadosos, que es cuando suena la música popular. Bajé como bajan los maldadosos, con una sorna curiosa, a fin de aprovechar las festividades, y las plantas de audio prendidas, para algo más que un rezo. Fui atendido como se atiende a los maldadosos, con una empanada y un vaso con gaseosa colorada puestos en mis manos, y con un abrazo adjunto, discurrido en las siguientes palabras: “¡Qué milagro verlo, carambas!”.
Un buen conocedor de las costumbres decembrinas de herencia española sabe identificar con inconfundible claridad la descomposición de esa oración. El “milagro” es la indirecta del vecino decente, otorgado con hipocresía coqueta hacia el vecino pusilánime, para que este convierta el milagro en una acción comunal venidera. El “carambas” es el perdón con que el vecino decente acepta la indecencia del otro vecino, y la hipotética de sí mismo en el entorno.
“¡Qué milagro verlo, carambas!”, me fueron diciendo hasta que, en un santiamén, me vi rodeado por los únicos individuos que prescinden de tal saludo, los maldadosos del edificio, quienes vinieron a darme quejas de lo único que critica un maldadoso en las novenas comunales: la empanada.
—¡Qué empanada más vieja y garruda! —dijo Judancio Álvarez, el vecino del 8-03.
Regordete y desgalichado, a este viejo le podían ofrecer una empanada recién hecha y cocinada con esmero, y para él seguiría siendo una empanada vieja y garruda, porque sencillamente no lo dejaron repetir. Si la bandeja de empanadas pasaba una segunda vez ante sus ojos, él no dudaba en decir: “¿Puedo? Es que me quedó el buen sabor en la boca…”.
—¡Imagínense! ¿Servir una empanada sin ají? No lo puedo creer. Parecemos de vecindario pobre —replicó don Jaime Luis Gutiérrez, el único vecino del edificio con doctorado, viviente del 5-01.
—Sin ají… ¡y fría! ¡Horrible! La mía estaba como para dársela a comer a los perros —respondió Juan Manuel, vecino del 7-01, un padre separado y, por ende, el alcohólico de la torre, motete por el que media vecindad lo llama ‘Juanma’, por desprecio, y la otra mitad, por camaradería.
Al oír los graznidos de entuerto, el señor Moisés Franco, presidente de la junta comunal, llegó para hablarnos en secreto.
—Es que no hay nada como los buñuelos de anoche, definitivamente. ¡Si los hubieran probado! —nos dijo anunciando la cena del día anterior, que él mismo había brindado, pero que ninguno de los maldadosos habíamos probado.
—¡De seguro! —le dije—. No hay nada como los buñuelos de anoche. Que yo sepa, sé que no hay nada, ni un gramito, ¡nada!, de los buñuelos de anoche.
—Ojo que mañana le toca a usted… —me contestó el señor Franco.
—Lo sé. Yo mañana les voy a dar vino a todos, así que coman hartos buñuelos, porque, si no, se emborrachan muy rápido —insistí.
Moisés se fue cacheteado, y, de paso, pronuncié las palabras mágicas que, en silencio, todos y cada uno de los maldadosos estaban esperando.
—Bueno, ¿y qué traguito nos vamos a tomar hoy? —dijo Juanma.
—A mí no me miren… —dijo don Jaime Luis, de quien se sabe que guarda cinco botellas de sello azul en su licorera.
—Eso es mejor que hagamos la vaca. ¡Yo quiero ron! —insistió Juanma.
—Yo quiero vino —agregué.
—Yo quiero cerveza —dijo Judancio.
Ante la indecisión, don Jaime Luis se paró de su asiento y, antes de entrar al edificio, dijo:
—Ahí está, señores: yo pongo dos de whisky, ya que nadie quiere tomar whisky…
Todos sabíamos lo que sus palabras significaban.
3
Una pista accidental de baile. Libertad en botella. Vecinos.
La noche parecía tenerlo todo, pero esa noche era una noche especial.
Esa noche la saludé por primera vez, habiéndola visto toda una vida. Vino hacia mí con irruptora presencia, y me saludó. Era como si ella nunca hubiese existido en mi vida, pero con su saludo pudiera afirmar que la conocía de toda una vida. O, todavía mejor, que ella me conocía de toda la vida.
La observé con placidez, mientras me dejaba llevar por su recóndita y bella combinación de lentes con ojos. De piel blanca y tersa, vistiendo un conjunto afrancesado de falda larga y blusa ligera, dibujaba la imagen de una mujer tan sencilla como insípida.
Parecía estar tan contenta como yo, pero lo estaba por razones distintas de las mías.
Ella es una de esas personas que hace de las novenas un lugar en el que nadie puede sentirse incómodo, incluso para quienes consideran, como lo hago yo, que asistir a una novena no es para nada cómodo. Ella es quien saluda a todos los presentes, quien ubica a los llegados en su lugar, quien supervisa la llegada de las empanadas, quien deja en la mesa el novenario, quien coordina con los celadores el llamado a los vecinos. Ella es quien saluda a todos y los observa con un candor extremo.
Es de una belleza de instante, en un instante de pocos segundos.
Su belleza se esconde. Hay algo raro en su belleza. Enemiga de la brillantez, su belleza emerge de actos sutiles. A pesar de estar en todos lados, en ninguno es protagonista.
Es de ojos pequeños, de cachetes generosos. Su cuerpo de cuarentona sin entrenamiento, su gentileza sin reservas. Oculta… ella es de una belleza oculta, como si sus gestos de generosidad fuesen absolutamente controlados por su moral, como si la sensualidad de su exportación cayera en el descontrol de un panorama accidentado. Intangible belleza que calmó tácitamente mis devaneos al saludarme, y decirme:
—¡Qué milagro verte, carambas!
Su vestido común y corriente, sus gafas comunes y corrientes, sus aretes comunes y corrientes, sus sandalias comunes y corrientes. Ante lo suyo, tan común y tan corriente, abrí los ojos al arte.
Sin decirme mucho más que eso, me abrí a su calidez lejos de las flamas con que otros de mis vecinos me dijeron las mismas palabras. Con su inocencia, que no me sería entregada a terso anhelo por cuenta de uno de mis caprichos, me encontré encorvado en una audaz visión, mientras masticaba la empanada de carne.
Una empanada deliciosa, sabrosa, del mordisco al paladar y de la boca a la sustancia. Una empanada fría, sin ají, pero servida por ella.
Frondosa aparición secundaria en una farsa que me tuvo por su cazatalentos.
4
—¿Quieren que les pague otra horita de música? —dijo la señora Teresa de Jesús, la vecina del 1-01.
—¡Hurra para doña Jesusa! —asentimos todos, aplaudiendo.
Por una extraña razón, doña Jesusa hace veinte años está por cumplir cien años, y ni los cumple ni fallece. A todos nos regaló un abrazo, y se fue