Toda esa suciedad. Juan Diego Serrano

Toda esa suciedad - Juan Diego Serrano


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en la ventana a fumar un cigarrillo y me tomé el segundo antioxidante.

      La esposa de don Jorge salió despavorida de la entrada del edificio, pidiéndole al celador que llamara a la policía. En su concepto, don Jorge nunca había desaparecido un día entero sin avisar en dónde se encontraba. Jota-Jota no había llegado a casa.

      Fui a donde Juanma y le pedí las llaves del carro. Abrí las puertas, y don Jorge no se encontraba durmiendo allí, según lo previsto. Fui carro por carro, buscando a Jota-Jota, sin poder hallarlo.

      Cuando me redirigía al apartamento de Juanma, y la policía llegaba al edificio, se me ocurrió bajar de nuevo y abrir la cajuela del carro.

      —¡Don Jorge! —le grité con asombro.

      Él, que parecía haber perecido por haberse tragado su propio bigote, despertó con un acceso de tos, y abrió los ojos para decirme:

      —¿Qué horas son, mi chino?

      —Las dos y media de la tarde, don Jorge.

      —¡Carajo! ¡Mi esposa me va a matar!

      —Don Jorge: le recomiendo salir con cautela. Su esposa está en la entrada del edificio con la Policía, buscándolo.

      —¿En serio, mi chino? Válgame dios; ¿a qué horas se me ocurrió meterme en el baúl para dormir mejor? Dios mío. Abráceme, chino, que hoy puede ser la última vez que nos abracemos. De hoy no salgo vivo.

      Cuando Jota-Jota caminaba directo al encuentro con la muerte de su libertad, doña Clemencia, su esposa, explotó en llanto y, abarcando lo insospechado, lo agarró a picos y caricias, repasando el completo de su rostro y tocando todo su cuerpo como queriendo realizar el acto de tener a su esposo vivo y vigoroso, apenas con un poco de guayabo.

      La Policía se fue, no sin antes hacer derroche de unas bien exhaladas carcajadas ante lo cándido que este día les había entregado en el ejercicio de su profesión.

      Dejé las llaves del carro de Juanma en su buzón, y me dispuse a darme un baño.

      Bañándome, me acordé de las caras que me había puesto el celador cuando bajé a auxiliar los destinos de don Jorge. Ignacio, con sus manos de gorila, abría su inmensa palma, cerraba tres de sus dedos y me hacía señales de que me había visto, tocándose sus ojeras con los dos restantes. Cerraba otro dedo más, y me señalaba con picardía, como queriendo decir que algo me traía entre manos de la noche anterior.

      Invadido por una pesadilla emergente, salí de la ducha y llamé a don Jaime Luis.

      —¿Don Jaime?

      —¡Hola querido! ¿Cómo amaneciste?

      —Muy bien, don Jaime. ¿Y usted?

      —¡De maravilla! Son ustedes el mejor elenco de comedia que he podido ver en mi vida. Y no es una afirmación menor, mira que yo viví cinco años en Broadway.

      —Gracias, don Jaime. Eso es un halago. ¿Qué disparates hicimos, don Jaime?

      Don Jaime Luis me contó que nos pusimos a bailar twist como locos, y que, en esas, rompimos la farola delantera izquierda del carro de don Alfonso, que no tuvo reparo en malhumorarse. Me contó que hicimos un concurso de carreras cuyo ganador era quien recorriera el edificio de arriba abajo en el menor tiempo posible. El premio era un lote de billetes que reposaba desordenado en el capó del carro de don Alfonso. El perdedor de cada ronda debía tomarse un vaso entero de trago, a fondo blanco. Juanma perdió todas las justas.

      Continuó diciendo que, en medio de la borrachera, nos confabulamos para burlarnos de él, o de su doctorado en ciencias místicas. Que nos referimos despectivamente al título que había obtenido en los Estados Unidos, y que, sin tener un título digno de doctor, todos en la ciudad cometían un exabrupto al llamarlo como tal.

      —La mejor de las patrañas te la inventaste tú, mi amigo —me comentó—. Dijiste que yo era doctor porque, sin ser médico, curaba el alma de los vagos condenados a la perdición, recomponiendo sus tripas con finas botellas de sello azul.

      Al finalizar, me comentó que todos se habían ido disgregando con el pasar de las horas, comenzando por Judancio, que no regresó a la fiesta tras avisar que iba para el baño. Uno a uno se fueron yendo, hasta cuando quedaron él y don Alfonso. Solos, tras atesorar los fulgores del amanecer, fueron los últimos en irse a dormir.

      —Tú te nos perdiste a las cuatro de la madrugada. Es posible que seas un nuevo rico, mi amigo. Uno muy rico, pero con un suegro mandón. Tengo que decírtelo: felicidades… y mis condolencias —fue lo último que me dijo.

      6

      Son las siete de la noche.

      Aguardo con una visible vergüenza en la mesa principal de la novena comunal. Doña Rosita ha traído empanadas de cascarita de la mejor calidad para la cena. Doña Jesusa mandó con su criada las bebidas gaseosas. Yo, que he tenido que salir en carrera a comprar cinco botellas de vino, he cumplido con traer las diez que prometí. Todo indica que la novena del cuarto día será realizable.

      Los vecinos han bajado de a poco. Algunos me miran entre las cejas; otros me saludan a carcajadas. Ninguno me dice: “¡Qué milagro verlo, carambas!”.

      Jadita ha estado hablando con los celadores, cuadrando las mesas, poniendo las sillas y organizando a los vecinos que llegan. Se ha cerciorado de que el sonido esté listo, y habla por teléfono con los músicos, que llegarán quince minutos tarde. En todo, apenas me ha dirigido la mirada.

      Don Jaime Luis ha llegado temprano, y se ha sentado en primera fila. Don Jorge lo ha seguido, y de la mano de su esposa y de su nieta, se ha sentado en segunda fila, señalándome a la niña, para que lea algunos versículos del día. Juanma ha bajado enchaquetado y ha corrido con la suerte de que hace frío, para sentarse en tercera fila sin descubrir sus raspones. Judancio no aparece.

      Ni bien continúa la saga del natalicio del Niño Jesús, abriéndose la noche, Jadita me deja el novenario en la mesa y me pregunta por la espalda:

      —¿Cómo amaneciste?

      —Entre las nubes —le respondo.

      Ella sonríe, me recorre levemente el cuello y me deja un coqueteo con un par de ojos memoriosos. Sale de mi lado; me da la espalda.

      Los chicos recitan; los viejos ondean las panderetas; los jóvenes se agarran los mentones del aburrimiento, y yo comienzo a servir el vino. Cantamos “Tutaina”, y cerramos la noche.

      La salsa, el mambo y el merengue hacen su aparición en las manos de los músicos, y, apenas han comenzado, Moisés Franco ha bajado de su casa, se ha sentado al final de las hileras de sillas, y le han ido secundando uno, dos y hasta cuatro maleantes, con cara de hambre.

      Doña Rosita les reparte las empanadas, antes de llegar hasta donde me encuentro. El quinteto de maleantes ha comenzado a hablar mal de las empanadas.

      Judancio baja y ruega por dos empanadas, que doña Rosita le brinda con generosidad, ya que ha comprado las suficientes para repetir. Judancio toma tres, y retorna rápidamente a su hogar.

      Me acerco a don Jaime Luis, a Juanma y a Jota-Jota, y les digo:

      —De aquí no vuelvo a tomar hasta que el crío nazca. ¿Me oyeron?

      —¿Cuál crío? —me pregunta don Jaime Luis.

      —El Niño Jesús —le respondo.

      —¡Ah, ya! Habla claro, amigo. Pensaba que hablabas de uno que no nacerá después de nueve días, sino que esperará los nueve meses para nacer.

      Los tres echaron a reír.

      Juanma se voltea, y me dice:

      —Quédese tranquilo, hermano. He hablado con Dieter Schenker durante la novena. Él mismo me lo dijo: “No me importa que mi hija menor siga siendo la burla del vecindario por solterona. Me importa un bledo. En lo que a mí respecta, ¡no tendré un nieto que sea el hijo de un desgraciado escritor! ¡Scham!”. Así


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