Toda esa suciedad. Juan Diego Serrano

Toda esa suciedad - Juan Diego Serrano


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combaten al frío de todo un año.

      Con la música en el ambiente, llegaron los pegados. A punta de abrazos, saludaron a los maldadosos y fueron tomando su puesto en el círculo espontáneo.

      Llegaron Andresito, Luis Miguel, Dalton, Laurita y Daniela, que vienen a ser el combo de chicos que ya cumplieron la edad suficiente como para dejar de ser lanzados al micrófono en las novenas y tener el permiso para quedarse en la juerga posempanada. Llegaron como llegan los chicos grandes, con sed alcohólica y ganas de oír chistes, y con ningún problema ante la posibilidad de tener que llevar a algún borracho hasta su puerta.

      Llegaron también doña Vilma y don Cristóbal, los esposos del 6-03, junto con don Alfonso y doña María Helena, los del 3-03. Detrás de ellos, doña Rosita, la animosa vecina del 2-01. Ellos colmaron la cuota de ajenos en juerga, personas que no toman trago, y que no tomarán trago durante toda la noche, pero decidieron que esa noche se acostarían un poco más tarde que el resto de sus noches. Doña Vilma trajo un pito de celador de cicla; don Alfonso, una caja de discos de vallenato antiguo, y doña Rosita, una bandeja de postre de limón.

      —No le digan a nadie que yo estoy acá, señores —dijo don Jorge Jiménez, que llegó para agarrarnos los hombros de repente, por la espalda—. Pongo las botellas de lo que quieran y pago otra hora de música, pero no le digan a nadie que ya llegué.

      Tarde, y un poco borracho, llegó ‘Jota-Jota’, como se le conoce a don Jorge Jiménez. Es el mejor peor esposo del edificio, y vive en el 5-01, con su señora, que lo adora con el corazón y asimismo se la pasa regañándolo porque siempre que llega borracho no hace caso.

      Y, venida de lo lejos, llegó mi contemporánea, Jada Schenker, la vecina del 10-02. Llegó con cara de ponqué, tras hablar con su padre, un viejo comerciante alemán que abandonó a su familia original y se estableció en el edificio con la señora Ariza, a quien desposó y con quien ha vivido aquí desde que se construyó la edificación. Pasados sus cuarenta, Jadita ostenta el título de solterona sin prospecto del edificio.

      Cerca de las cuatro de la madrugada dejó de sonar la música, y se silenciaron las carcajadas y los chistes y los gritos de algarabía.

      Las botellas de don Jaime Luis fueron abiertas. Las horas de música de doña Jesusa y de don Jorge fueron pagas. Los discos de don Alfonso fueron puestos en la cajuela del carro de Juanma. Doña Rosita bailó con todos los presentes sin parar. Jota-Jota se quedó dormido dentro del carro de Juanma. Dalton y Laurita se fueron a besar a la vuelta del edificio. Don Jaime Luis no contó un chiste, pero no paró de sonreír. Judancio se comió media bandeja del postre de limón y se perdió media hora, para ir a tragar hamburguesa, como suele hacerlo, solo y sin testigos. Moisés corrió las cortinas para mirar hacia el parqueadero durante toda la noche, cada veinte minutos. Doña Jesusa durmió como si la música y la alharaca fuesen un silencio veredal. Doña Vilma y don Cristóbal llegaron abrazados y se fueron entre abrazos, después de dar una quincena de abrazos entre nosotros. A Juanma se le trabó la lengua, porque se puso a comer un hongo que había encontrado en el jardín, con leche condensada. A Andresito y a Luis Miguel les pareció increíble que Juanma y yo compráramos un pan del largo de un antebrazo y una gaseosa litro con lo que ahora alcanza para media menta, cuando tuvimos más o menos su edad. A nosotros nos parecieron admirables sus esófagos juveniles, capaces de engañar brutalmente a la borrachera. Jadita no habló mucho, pero sirvió los tragos y bailó seis canciones conmigo, contándome su vida. Yo hablé hasta por los codos, y bajé tres de las diez botellas de vino que tenía preparadas para la novena del cuarto día.

      Se dio por terminada la novena del tercer día.

      5

      2 p. m. Llamada entrante.

      —¿Sí, buenas?

      —¿Aló, hermano?

      —¿Juan Manuel?

      —Sí. ¿Cómo amaneció?

      —Todavía no amanezco. Me acabo de despertar. Qué dolor de cabeza tan…

      —Sí, hermano. ¿Le bajo un antioxidante y hablamos un rato? Yo ya me he tomado tres y no me pasa la seca.

      —Bueno.

      —Ya bajo. Prefiero hablar en persona.

      Cuando abrí la puerta del 2-03, Juanma entró mordiéndose las uñas de la mano derecha, con los ojos en la nuca y ensimismado. Se sentó en la sala, me pidió un vaso de la limonada que estaba sirviendo y dejó tres pastas de antioxidantes en la mesa. Comenzó a hablar mientras yo dejaba preparando una jarra de café.

      Lo que me contó resultaba inverosímil.

      Mencionó que perdió la conciencia cuando destapamos los vinos que bajé, tras las botellas de whisky de don Jaime Luis y las tres botellas de ron que mandó a pedir don Jorge. Se acordaba intermitentemente de unas pocas imágenes desde el momento en que puso a sonar sus elepés ripiados de los Be Bops y Los Pekenikes en el carro, con los que se sentó a ambientar la ingesta del hongo con leche condensada.

      —¿Es cierto, hermano? ¿Comí hongo otra vez? ¿Es verdad?

      —Sí —le respondí, con una risa contenida por el dolor de cabeza.

      —No lo puedo creer. Todo parece indicar que mi exesposa tiene la razón: yo no maduro.

      Prosiguió diciéndome que había estado orinando a la vuelta del edificio, y que había visto a Laurita realizando labores más propias de una experta equilibrista que de una jovencita de quince años.

      —Es correcto —le dije—. Laurita y Dalton se fueron a quererse a la vuelta del edificio, pero no sabía qué cosas hicieron para quererse.

      Continuó diciendo que Dalton fue a hablar con él para que no le contara a nadie lo que había visto. En retribución, él le pidió el favor de que parqueara el carro y lo acompañara al apartamento, pues no se podía ni sostener.

      En frente de mí, se quitó el suéter que traía puesto y se remangó los pantalones, y me mostró el par de codos y las rodillas hechas añicos. Se descubrió la espalda baja, en donde reposaba un amplio moretón. Sus labios parecían mordidos.

      —¿Qué me pasó, hermano? ¿¡Qué hice!?

      Asombrado, vine a responderle:

      —Dalton, no contento con recibir las honras de Laurita, fue y se lo echó a usted. Me acuerdo muy bien. No se avergüence: uno tarde o temprano termina teniendo un evento gay.

      —¿En serio, hermano? ¿¡En serio!?

      Cuando yo comenzaba a carcajear, él se acurrucó sobre sus rodillas y se puso a llorar. Conmovido por tan vergonzante escena, le dije:

      —Tranquilo, Juanma: tranquilo. Es una broma. ¿Qué voy a saber yo, si ni siquiera me acuerdo de a qué horas nos entramos?

      —¡No bromee con esas cosas, hermano! ¡No sea imprudente!

      —Quédese tranquilo. La verdad, no tengo la más remota idea de qué carajos pudo haberle pasado para que tenga las rodillas como un nazareno. Estamos en época, ¿no? Haga de cuenta que llegó al apartamento en la peor de las peas, que se cargó una cruz al hombro y se puso a subir y bajar las escaleras con la cruz encima. Punto. Confundió el nacimiento de Jesús con la muerte, y se adelantó a Semana Santa. Misterio resuelto.

      —¿Será?

      —Nosotros ya no estamos para sufrir de vergüenza, sino para hacernos responsables de hacernos los locos.

      —Va a tocar, hermano. Gracias. Voy a considerar lo sucedido como una genuina mentira.

      —Vaya descanse.

      Respiró con aparente calma, se tapó los flagelos, y volvió a decir:

      —¿Usted va a bajar a la novena de hoy? Yo pienso que no iré.

      —Me toca. Hoy la organizamos el primero y el segundo piso.

      —Guárdeme empanada.

      —Hecho.


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