Anti-Nietzsche. Jorge Polo Blanco
en un preclaro denunciante de la alienación que generan las sociedades industriales. Algunos aforismos avalarían esta interpretación, desde luego; y claro que Nietzsche fue un pensador en cierto modo antiburgués; pero no podemos ignorar que se puede ser antiburgués y, al mismo tiempo, un colosal reaccionario. Más adelante volveremos sobre esta cuestión.
Lo que ahora deseamos destacar es esa presunta «trinidad» de enemigos: moral cristiana, cultura burguesa e industrialización. ¿Eso sería todo? ¿De verdad podemos aseverar tal cosa sin ruborizarnos? Obviar que la democracia y el socialismo eran, a sus ojos, las realidades modernas más detestables y peligrosas (peligrosos en lo «espiritual» y peligrosísimas en lo sociopolítico) es querer silenciar de manera deliberada una de las facetas más importantes de su pensamiento. En efecto, comprender a Nietzsche de forma cabal requiere comprender contra quién luchaba. Por ello, que socialismo y democracia no aparezcan en esa lista de sus irreconciliables enemigos se acerca mucho, sencillamente, a la mutilación falsaria de su pensamiento. En una breve anotación de 1873 Nietzsche decía lo siguiente: «Si las clases trabajadoras consiguen comprender que a través de la formación y de la virtud pueden hoy fácilmente superarnos, entonces será nuestro final»8. Unas palabras muy sinceras, quién podría negarlo. Y nótese el empleo de la primera persona del plural, que no es casual. «Ellas», las clases trabajadoras, podrían de manera eventual acabar con «nosotros». Como veremos más adelante, Nietzsche siempre se opuso a cualquier programa de instrucción pública universal; salta a la vista el motivo de tan enfática oposición.
La premisa de Lukács, en esencia (tras rebajar ciertas hipérboles y matizar algunos reduccionismos) nos sigue pareciendo correcta, y en ella abundaremos. Es por eso que afirmaciones como las de Karl Löwith, cuando señalaba que Nietzsche «prestó poca atención a las cuestiones sociales y económicas»9, no resultan muy justificadas. Quizá nunca se ocupó de Marx ni escribió folletos u opúsculos explícitamente económico-políticos. Pero, como agudísimo auscultador de su realidad histórica, Nietzsche enjuiciaba de manera constante el espíritu que latía en el corazón de los grandes movimientos filosófico-políticos de su tiempo. Y, como inflexible diagnosticador de la cultura europea, fijaba su atención en los desplazamientos tectónicos, por así decir, que se estaban produciendo ante sus ojos. Dichos desplazamientos, empero, tenían manifestaciones sociopolíticas concretas, coyunturales y epocales. Es cierto que no solo fue un hijo de su tiempo; su pensamiento alcanzó la intemporalidad. Por eso fue un filósofo, aunque muy peculiar, eso sí. En cualquier caso, nos parece absolutamente errada la siguiente afirmación de Eugen Fink: «Hay que rechazar con toda decisión los intentos de introducir a Nietzsche en la política del momento»10. Añadía, un poco más adelante, que la interpretación de su obra se «resiente» cuando «se emplea la biografía como clave»11. Nuestra propuesta, sin embargo, vulnera estas prohibiciones, porque su pensamiento se fue construyendo, indiscutiblemente, en medio de la convulsión social y espiritual que sacudía el continente. Ni siquiera sus episodios biográficos de eremita montaraz desmienten esta tesis.
El acontecimiento revolucionario más atronador, esplendoroso y traumático de todo el siglo XIX sucedió en París. Pero ahora debemos ubicarnos en el momento posterior, esto es, cuando el experimento social fue aniquilado y los comuneros machacados de forma inmisericorde. Suiza fue uno de los países más solidarios y humanitarios con los refugiados de la Comuna derrotada, que huían de la feroz represión desatada en toda Europa. Nietzsche se encontraba allí en aquel preciso momento y contemplaba horrorizado esa acogida ofrecida por el país helvético. Los communards asilados editaban folletos, periódicos y libros; delegados de la Internacional llegaban desde todos los puntos del continente europeo y celebraban sus congresos en Ginebra, Lausana y Basilea, ciudad esta última en la que Nietzsche obtuvo su prematura cátedra en filología. Y todo ello, no cabe la menor duda, conmocionaba al pensador dionisíaco. «¿Nietzsche estaba absorto e indiferente a los sucesos histórico-políticos, como sostiene la escuela de interpretación tradicional, la hermenéutica de la inocencia del Nietzschéisme?»12. Resultaría de todo punto insostenible responder de manera afirmativa a semejante cuestión, toda vez que mantenía una asidua correspondencia con su amigo Carl Ernst von Gersdorff, un oficial en activo del ejército prusiano que, durante los episodios de la Comuna, permaneció acampado en Saint-Denis, a solo nueve kilómetros del centro de la ciudad y participando en el sitio de la misma. Desde allí, a tan corta distancia del núcleo ardiente del mayor conflicto social que jamás hubiera azotado a la Europa moderna, escribía al filósofo alemán, el cual seguía los acontecimientos con vivo interés.
En los primeros días de abril de 1871, justo una semana antes de la proclamación de la Comuna, el reaccionario Gersdorff le espetaba a su amigo Friedrich con tono de extremada preocupación, y también con evidente complicidad, que dónde estaban los hombres de acción capaces de ponerle un freno perdurable al «movimiento de los rojos»13. Y justo después de que los comuneros fueran aplastados de manera sanguinaria, Nietzsche le respondía con estas palabras:
Si hay algo que puede subsistir para nosotros, tras este bárbaro período de guerra, es el espíritu heroico y al mismo tiempo reflexivo de nuestro ejército alemán, espíritu que para mi sorpresa, como descubrimiento casi bello e inesperado, he encontrado fresco y vigoroso, con el antiguo vigor germánico. Sobre esta base se puede construir. ¡Nuestra misión alemana aún no ha acabado! […] Todavía hay valentía, y valentía alemana. Más allá del conflicto de las naciones, nos ha dejado aterrorizados, por lo terrible e imprevista, la sublevación de la Hidra Internacional, presagio de muchas otras luchas futuras.14
Sentía verdadero pavor ante la potenciación de las luchas obreras organizadas, y su alivio fue inmenso cuando estas fueron arrolladas después de haber ensayado un nuevo orden social que lo ponía todo del revés. El ejército prusiano (la «misión alemana», decía) contribuyó de forma portentosa a dicho aplastamiento. Porque Nietzsche tenía un enemigo muy claro, a saber: esa internationale Hydrakopf que asomó sus garras para sacudir y conturbar los cimientos sociales de Europa. Nietzsche no dudó en emplear ese término, «Hidra», esgrimido y azuzado por toda la prensa reaccionaria para referirse a la AIT (organización a la que pertenecían Marx y Bakunin, como es bien sabido, y que ulteriormente sería conocida como Primera Internacional). Tenemos aquí, por lo tanto, unos elementos biográficos que van dibujando y perfilando la estructura intelectual del filósofo. Y resulta del todo improcedente pretender que tales hechos, bien documentados, no sean significativos a la hora de comprender su pensamiento.
Nietzsche identifica a los socialistas como los «nuevos bárbaros», esas hordas pestilentes que destruirán la alta cultura europea. Recordemos que Zaratustra advertía que el manantial de la vida quedaba emponzoñado cuando la «chusma» bebía en él15. Un «pueblo» jamás podrá imaginarse como algo noble y elevado. Esa chusma ovejuna, resentida y pedigüeña es incapaz de crear, por sí misma y desde sí misma, algo grandioso. Abundaremos en este feroz elitismo (cultural y social) cuando lleguemos a los capítulos seis y siete. Digamos que, para Nietzsche, no existía una «cultura popular» digna de tal nombre; es más, semejante noción constituiría para él una suerte de oxímoron. Y podemos observar, en perfecta consonancia con tal actitud, que el desprecio que mostraba por la revolución social era, en todo momento, infinito. Quedó existencialmente golpeado cuando dio pábulo a un falso rumor, inventado y pregonado por la prensa reaccionaria más sensacionalista, sobre el incendio del Museo del Louvre perpetrado por los comuneros. Al parecer, Nietzsche lloró de rabia e impotencia ante semejante «suceso»16. Y, aunque este factor apenas haya sido explorado o comentado, el inicio de su ruptura con Richard Wagner quizá tuvo algo que ver con la experiencia de la Comuna, pues ante estos acontecimientos el músico se encontraba bastante más a la «izquierda» que Nietzsche. Wagner, incluso, había sido compañero de Bakunin en las barricadas de Dresde, en 1849. Amigo de Feuerbach y de otros hegelianos de izquierda, el compositor escribió en aquellos tiempos un texto bastante incendiario, titulado El arte y la revolución. Bien es cierto, no obstante, que el pensamiento político de Wagner fue modificándose, arribando en sus últimos años a un chovinismo germanófilo profundamente reaccionario.
Pero no perdamos el hilo. Lo que pretendíamos destacar es que ese «estremecimiento artístico» del filósofo, expresado con tanta intensidad de resultas de la falsa noticia