Anti-Nietzsche. Jorge Polo Blanco
más acuciantes de su inmediata contemporaneidad. Su crítica frontal al «socratismo», por ejemplo, se encuentra tamizada por la irrupción protagónica, portentosa y violenta de las clases populares europeas. Y es por ello que le presta mucha atención a la «oclocracia», que era el nombre despectivo utilizado por la aristocracia antigua para referirse al predominio, en la polis, del voto mayoritario de la muchedumbre y el vulgo. Por decirlo de manera breve: Nietzsche despreciaba los procesos «democratizadores» en la Atenas clásica porque también los despreciaba en la Europa del siglo XIX.
Su interpretación del antiguo cosmos helénico, en suma, venía en cierto modo determinada por su visión política del mundo contemporáneo. No podemos olvidar que el tópico elegido por el jovencísimo Nietzsche para su disertación en Schulpforta fue Teognis de Mégara, el poeta griego del siglo VI a.C. partidario del código de valores individualista y aristocrático. En ese análisis de su vida, su producción lírica y su visión ético-política, podemos observar la profunda simpatía nietzscheana por aquella cultura aristocrática que se vio amenazada por la irrupción victoriosa de las capas populares25. Aquellos procesos incipientemente democratizadores arruinaron la cosmovisión aristocrática que Teognis encarnaba. Pero debemos comprender, insistamos en ello, que las meditaciones de Nietzsche sobre la antigua Hélade —lo mismo en este trabajo juvenil que, después, en El nacimiento de la tragedia— se hallaban íntimamente vinculadas a sus posicionamientos ético-políticos en el tiempo presente. En sus Consideraciones intempestivas de 1874 señalará que, si alguna utilidad le puede reportar al hombre del presente la consideración del pasado (la recreación de lo clásico), es extraer de ello la noción de que «lo grande» alguna vez existió; de que, en cualquier caso, aquello fue posible y, por lo tanto, quizá sea posible de nuevo26. Ahí, en tal caso, el conocimiento histórico sí puede ser útil para la vida. Otra cuestión, peliaguda e inquietante, reside en qué será «lo grande» para Nietzsche; qué es lo que merece ser revivificado.
Hay otro episodio histórico que retumbará en el espíritu del filósofo también en su juventud. En el verano de 1870, mientras redacta los primeros compases de su visión dionisíaca del mundo, estalla la guerra franco-prusiana (o, de manera amplia, franco-germana). Semejante acontecimiento será contemplado y valorado como una irrupción del «espíritu trágico», largamente sepultado por capas de molicie civilizatoria. Una voluntad terrible y elemental (la más elemental de todas) brotó desde los abismos profundos del ser; se trataba de una corriente telúrica que llevaba demasiado tiempo aletargada. Lo dionisíaco, comprendido como una superación del «principio de individuación», aparecía como una suerte de «disolución extática» en el mundo primigenio de la naturaleza; una quiebra de los principios ordenadores de la cultura que, de algún modo, nos retrotraía a una embriaguez horrendamente prelógica. La guerra era un momento de excepcionalidad radical, una fractura en la parsimonia de la sociedad burguesa, una grieta a través de la cual podíamos contactar con los abismos de aquel mundo primigenio. Porque en esa cosmovisión nietzscheana, que ya empezaba a perfilarse, el magma dionisíaco (como fondo último de la vida) se identificaba con aquel devenir heraclitiano en el cual la guerra figuraba como principio dinámico de todas las cosas. En Humano, demasiado humano, publicado en 1878, encontraremos esa misma visión; así, en el parágrafo 477 Nietzsche señalará que la guerra es «indispensable». Y cuidado, porque no solo se trata del reconocimiento de una suerte de fatalidad, algo así como una constatación de que las guerras siempre existirán, por mucho que bramen contra ellas los utópicos pacifistas. Lo anterior conllevaría una comprensión de que la guerra es un destino irrevocable, esto es, algo que, ineluctablemente, ocurrirá, nos guste o no. Pero no es solo eso. Nietzsche indica que las guerras son, además, indispensables; en ellas, o gracias a ellas, se vigoriza y viriliza la cultura. Una guerra puede servir de phármakon o remedio curativo —estimulante energético— para pueblos demasiado agotados.
Es deseable que estallen terribles conflagraciones, porque:
… no conocemos otro medio que pueda devolver a los pueblos fatigados esa ruda energía de los campos de batalla, ese profundo odio impersonal, esa sangre fría en el homicidio unida a una buena conciencia, ese común ardor organizador en el aniquilamiento del enemigo, esa orgullosa indiferencia ante las grandes pérdidas, por su propia vida y por la de las personas amadas, ese quebrantamiento sordo de las almas comparable a los temblores de tierra, con tanta fuerza y seguridad, que no le preocupa cualquier gran guerra: los arroyos y los torrentes que se abren camino entonces, arrastrando, es cierto, en sus cauces piedras y fangos de toda especie y arruinando los prados de cultivos un poco delicados, vuelven a poner en seguida en movimiento, en circunstancias favorables, las ruedas de los telares del espíritu, que vuelven a moverse con nuevo ímpetu.27
La guerra cataliza el rejuvenecimiento espiritual de los pueblos; resurgen las energías más profundas desde un subsuelo primigenio. En el verano de 1870 un joven de veintiséis años se alista en el servicio de sanidad del frente, aunque Cosima Wagner trate de disuadirlo. Bien es verdad que ella misma, en un ardiente arrebato, escribió a Nietzsche quejándose amargamente de la pérfida arrogancia francesa y proclamando, por ende, la inevitabilidad de una guerra que debía ser llevada a término hasta lograr una «aniquilación» de la vanidad parisina; así, por cierto, quizás se inaugurase la unidad alemana28. En cualquier caso, el joven profesor emprende su camino hacia el rugido armado y será testigo de escenas dantescas, recogiendo cadáveres en el campo de batalla, transportando heridos y viajando en vagones de tren junto a soldados maltrechos. Incluso enfermó de difteria y disentería29. Pero, a pesar de tan dramáticas experiencias, nunca dejará de imaginar una probable «renovación de la cultura» gracias a la erupción trágica del conflicto bélico. El genio militar irrumpió como una fuerza dionisíaca que hizo temblar los cimientos decadentes de la civilización burguesa, y algo muy apasionante asomaba en todo ello.
¿Era Nietzsche un militarista pangermanista, o un vulgar chauvinista? En realidad, se fue distanciando de todo ello. Sin embargo, tampoco se hallaba totalmente alejado de semejante condensación ideológica, como luego veremos. En la proyección originaria del libro sobre la tragedia griega, finalmente matizado, la guerra —comprendida como un elemento constitutivo de la vida— desempeñaba una función más preponderante que en la redacción definitiva. Pero sí plasmó sus ideas, con toda nitidez, en el prólogo para un libro que nunca fue escrito y que llevaba por título El Estado griego30. Cosima recibió este texto en los primeros días de enero de 1873, aunque en realidad se trataba de una réplica casi exacta de un fragmento póstumo de comienzos de 1871, es decir, un texto enteramente contemporáneo a la redacción de El origen de la tragedia. De hecho, estaba pensado para aparecer en esta, pero Nietzsche decidió retirarlo de la versión final. ¿Qué lo indujo a ello? Quizá fue algún prudente consejo de los Wagner, como ya habíamos apuntado o, tal vez, la sencilla consideración de que semejante obra ya constituía, de por sí, una provocación suficiente para la ciencia filológica de la época. El contenido explosivo de El Estado griego, en ese sentido, habría añadido aún más combustible al previsible escándalo académico.
Sea como fuere, su «filosofía social», por así decir, ya estaba contenida en estas primeras piezas o movimientos de su obra y, desde luego, no se desprendía de ella demasiado humanitarismo. En estos pasajes se valoraba aquella «crueldad arcaica» que, ya en Homero, se encontraba algo atenuada y dulcificada, porque en la sociedad prehomérica esa bestialidad amoral y despiadada se había desplegado todavía con mayor frenesí. La guerra, en definitiva, nos reconectaba con un mundo casi perdido. La deflagración belicosa permitía que aflorasen, desde el abismo más profundo de la vida, aquellas energías dionisíacas siempre subyacentes, aunque secularmente silenciadas y olvidadas31. Nietzsche detestó el blandengue pacifismo, y mitificó en innumerables ocasiones el fuego apabullante del ardor guerrero. Un discurso político contrario a las agresiones imperialistas, por lo tanto, encajaría francamente mal con esta poética de la guerra. En ese texto, en suma, se defendían las bondades de un orden sólidamente jerárquico. Una concepción que también se infiltraba en su visión del hecho educacional, como podemos observar en otro lugar:
No consigo ver de ningún modo cómo alguien podría reparar el no haber ido a su debido tiempo a una buena escuela. Semejante individuo no se conoce a sí mismo; va por la vida sin haber aprendido a andar;