Anti-Nietzsche. Jorge Polo Blanco
en su bondad a una escuela severa de todas las demás escuelas: en ella se exige mucho; se exige con rigor; se exige lo bueno e, incluso, lo extraordinario como cosa normal; la alabanza es rara, no hay indulgencia; la crítica se expresa de modo implacable […]. Tal escuela es necesaria en todos los aspectos; eso vale tanto para lo más corporal como para lo más espiritual; ¡sería funesto querer hacer aquí distinciones! La misma disciplina hace competente al militar y al docto, y, visto con más detalle, no hay ningún docto competente que no tenga en el cuerpo los instintos de un militar competente… […] ¿Qué se aprende en una escuela severa? A obedecer y a mandar.32
No queda demasiado espacio para la jovialidad lúdica en este «modelo pedagógico», evidentemente, pues según Nietzsche los «instintos militares» —férrea disciplina, escrupuloso sentido del deber y obediencia absoluta— han de permear las escuelas. «Mi punto de partida es el soldado prusiano», escribió en 187333. Y jamás abandonaría tales nociones, puesto que mucho tiempo después seguiría reflexionando sobre la imperiosa necesidad de emplear la «dureza» en el terreno educativo, si es que verdaderamente se pretendía «criar» una estirpe de hombres fuertes; la «moral aristocrática» ha de ser «intolerante» en lo que a la educación de la juventud se refiere34. La «pedagogía nietzscheana» no parece muy libertaria, como podemos comprobar. Quizás, el durísimo régimen de vida que experimentó en Pforta, la prestigiosa escuela cercana a Naumburgo, donde comenzó su singladura como estudiante, dejó huella perdurable en su carácter. Abundaremos más adelante en la visión nietzscheana de la educación, y ponderaremos si dicha visión puede ser compatible con algún proyecto político emancipador.
Nietzsche sentenció en muchísimas ocasiones que no había lugar para la «dignidad de todos los hombres» u otros vanos sueños de igualdad política, pues la desigualdad natural entre estos colocaba a unos pocos en la cúspide y a todos los demás en el barro doliente del trabajo. Una ordenación sustentada en el dolor profundo y despiadado de la vida, si se quiere, pero inquebrantable de todos modos. Más tarde volveremos sobre las tesis de El Estado griego. Pero hagamos ahora un extraño ejercicio imaginativo y situémosle ante una escena histórica bien concreta: Hernán Cortés, junto a sus hombres, contemplando por primera vez las pirámides sacrificiales de Tenochtitlan, la bellísima ciudad sagrada del pueblo mexica. ¿Qué hubiese dicho ante semejante espectáculo? Podríamos suponer, a tenor de todo lo señalado, que a Nietzsche le entusiasmaría más un altar azteca que uno cristiano. Aquellas violentas y sanguinolentas escenografías, aquellos rituales antropófagos y aquellos holocaustos inmisericordes, habrían de contener más «virilidad», más descarnada «vitalidad» y más «espíritu trágico» que las aburridas, pusilánimes y parsimoniosas ceremonias católicas… Quizás hubiese de reconocer un cierto grado de «ardor guerrero» en los conquistadores españoles, pero ellos portaban —y he aquí el quid de la cuestión— una cosmovisión «enemiga de la vida». El paganismo azteca, sin embargo, se hallaría más próximo a esa inmisericorde animalidad que añoraba el joven Nietzsche.
Debemos concluir, volviendo a la edad contemporánea, que un pensador de su talla no pudo permanecer al margen de la gran batalla, social y política, que atravesó su incandescente siglo.
Nietzsche es suficientemente lúcido para notar que 1871 ya no era 1848, y mucho menos 1793. Y Nietzsche, gran lector de historia y política, lo comprendió casi al mismo nivel que un Marx o un Bakunin. Como todos los intelectuales de su época, sufrió una conmoción que se reflejó en su propia obra filosófico-política […]. Nietzsche, contra la hagiografía oficial, no solo tiene una constante preocupación por la historia y la política coyuntural, sino que interpreta la historia universal como un agón, un combate a muerte, «una lucha entre estamentos y clases».35
Resulta crucial, y así lo estamos haciendo en este ensayo, poner la filosofía nietzscheana en diálogo directo con las tradiciones ideológicas y políticas de su tiempo36. Porque la de Nietzsche es, también, una filosofía con derivaciones políticas. De hecho, compartiremos las tesis de Domenico Losurdo, quien en su imprescindible Nietzsche, il ribelle aristocratico sostenía de forma muy consistente que la obra nietzscheana solo podía comprenderse como la filosofía de un intelectual orgánico de la contrarrevolución37. Y entenderemos como fundamentalmente errónea toda lectura que haya pretendido despolitizarla o que, en todo caso, haya querido politizarla en un sentido izquierdista, progresista o emancipador.
El «renacimiento» de la filosofía nietzscheana acaecido en los años sesenta del pasado siglo, al calor de la publicación de los cursos de Martin Heidegger, ofreció la imagen de un pensamiento «inactual», esto es, de una filosofía enmarcada en parámetros de apoliticidad. Solo de tal manera pudo ser recodificada, una década después, como una filosofía apta para proyectos teórico-políticos más o menos contraculturales, e incluso más o menos izquierdistas (en su rama más «anarcodeseante», podríamos decir). Curiosa paradoja, por lo tanto: un resurgir despolitizador de Nietzsche, en primer lugar, y una ulterior «politización» estético-anarquizante. A partir de entonces, desde los años setenta hasta hoy, se aquilató un consenso casi inexpugnable y se fraguó un verdadero canon interpretativo que prohibía terminantemente comprender su pensamiento como significativamente político. Y aún más prohibida era la lectura que comprendía la intervención nietzscheana como radicalmente contrarrevolucionaria. Compartimos la sorpresa de Norberto Bobbio, que a finales de los años ochenta se maravillaba de que el mismo filósofo de las aristocracias guerreras y de los himnos a la despiadada voluntad de poder se hubiera erigido, por alguna suerte de sortilegio extravagante, en el icono de las izquierdas «sensentaiochistas»38. Resulta muy ilustrativo observar, por poner un ejemplo del ámbito académico español, cómo Miguel Morey «ignora» en todo momento la dimensión política de Nietzsche. En Vidas de Nietzsche, una magnífica biografía intelectual, no hallaremos una sola referencia a sus textos más específicamente políticos. En sus cuatrocientas cincuenta páginas apenas encontraremos la voz «política». Leyendo esta obra, documentadísima y repleta de episodios de la vida de Nietzsche, pareciera que este jamás prestó atención a las cuestiones sociales; pareciera que jamás mostró el más mínimo interés por el mundo político. Y eso es falso de toda falsedad. Debemos concluir, en cualquier caso, que no es un descuido de Morey; bien al contrario, opera un ocultamiento sistemático del «Nietzsche político», un silenciamiento deliberado39.
Al igual que Losurdo, queremos comprender a Nietzsche en las coordenadas de su propio tiempo sin convertirlo en una suerte de nazi decimonónico. El historiador y pensador italiano señalaba, con ironía, que fue contemporáneo del segundo Reich, no del tercero; y un Reich de diferencia no es poca cosa. De lo que se trata, en cambio, es de comprender que toda su obra se sitúa en el eje revolución-contrarrevolución, posicionándose abiertamente en las trincheras intelectuales de la segunda. La abominación de las ideas revolucionarias, y de su concomitante «plebeyización de la cultura», constituyó un motivo constante y determinante a lo largo de toda su obra. Su pensamiento, en diálogo directo con las grandes corrientes político-ideológicas de su tiempo, se construyó en dicha tensión. Debemos remarcar, en este punto, que entre «juventud» y «madurez» no hay cesuras o cortes epistemológicos, sino continuidades e incluso endurecimientos. Las intuiciones ético-políticas del joven Nietzsche jamás sufrieron transformaciones sustanciales; gravitó en torno a ellas una y otra vez, matizando algunos aspectos pero radicalizando otros. Y lo cierto es que no podemos comprender a Nietzsche sin entender que todas sus energías intelectivas, pasionales y vitales estuvieron volcadas en una permanente réplica a las ideas político-culturales revolucionarias. Republicanos, reformistas sociales, igualitaristas, demócratas, socialistas, sufragistas, anarquistas… contra todos ellos piensa y escribe. Y su lenguaje, desalmado y virulento en demasiadas ocasiones, no es metafórico; deben respetarse los contextos de significación de los términos por él empleados, ubicar su léxico y el contenido de sus ideas en los debates de su época. Porque cuando Nietzsche habla, por ejemplo, de la necesidad de erigir un orden social donde existan el trabajo servil y esclavo, no deben buscarse alegorías exculpatorias; lo dice en un sentido absolutamente literal, como veremos más adelante.
Para terminar este capítulo «biográfico» querríamos mencionar un libro del filósofo francés Michel Onfray, que lleva por título La inocencia del devenir. La vida de Friedrich