El hombre de cristal. Carlos Bernatek

El hombre de cristal - Carlos Bernatek


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con rapidez del lugar. Esa era en realidad la fábrica que alimentaba todo el trabajo administrativo: a partir de los cadáveres surgían los expedientes, una transparente línea de producción que producía papelerío, trabajos, sueldos, vidas enteras derramadas sobre escritorios, todo erigido en base al incidente que originaba una muerte, algo terminal, a veces trágico, cuya consecuencia era la necesidad de un acto administrativo, de un preciso agente estatal que ocuparía el cargo, con suerte, hasta el momento de la jubilación. Y aunque la mayoría de las muertes, naturales o accidentales, discurrieran apenas como un asiento contable, Jota solía pensar de vez en cuando en la paradoja de que un fallecimiento, algo que podía alterar drásticamente la vida de los sobrevivientes, para él no superaba el registro legal, un renglón más en la planilla.

      Jota, en todos esos años, casi no había visto muertos porque siempre trataba de evitarlos: entraba al cementerio municipal por el portón lateral y, sin pasar ni cerca de las camillas de disección o heladeras de almacenamiento, se metía en las oficinas, unos cubículos más modernos que el resto de la edificación, pero sumamente precarios y húmedos; helado en invierno e insoportablemente caluroso en el verano que, como es sabido, en Santa Fe dura, en temporada generosa, más de seis meses. Fuera del gesto que ponía cualquiera que preguntaba por su trabajo ante palabras siniestras como “Morgue Judicial”, Jota ni siquiera lo veía distinto a cualquier otro trabajo administrativo, el de un bancario o un comerciante. De hecho, era así, la misma lucha por mantener el equilibrio con lo limitado de los sueldos, exigencias comunes a toda la tropa administrativa de la ciudad, la provincia, y el universo que respondía –suponía Jota– a esa misma lógica de supervivencia y resignación a cambio de una limitada seguridad: cobrar casi siempre puntuales (excepto por desastres naturales o golpes de Estado), tener una obra social y mantener el trabajo salvo un delito flagrante. De ahí en adelante sólo quedaba cumplir un horario, pagar todo en el mayor número de cuotas posible, aguantar los años necesarios como para llegar a la jubilación y resignarse a seguir siendo siempre casi pobre. No indigente, pero más cercano a la pobreza que al sosiego que –Jota suponía– otorgaba la bonanza.

      Cuando se puso al día y volvió a lo cotidiano, tuvo la impresión de que tanto la cirugía como la partida de Marijú eran episodios ya lejanos en la historia. La rutina terminaba siempre por aplastar los acontecimientos trascendentes como un electrocardiograma plano, el de un corazón que no late, el de un muerto cualquiera de sus expedientes. Aunque esa muerte no fuera tal, Jota la imaginaba como un lento desangramiento casi indoloro. Trató de no pensar en eso, trató de no pensar en nada, tanto que llegó a olvidarse del llamado telefónico de esa mujer, Analía P., por eso tal vez se sorprendió cuando, transcurridos dos meses, ella volvió a comunicarse.

      Jota estaba intrigado. ¿Qué cosa podría ofrecer él que fuera tan valioso para la insistencia de una desconocida? Analía P. no se mostró ansiosa como quien encubre un negocio o una supuesta renta misteriosa, tampoco lo presionó en modo alguno: su estilo era pausado, firme pero nunca abrumador. Y resultó efectivo porque Jota le propuso encontrarse. Eligió un lugar público a una hora de poca concurrencia: el Bosque. Así le llamaban en otra época al bar del fondo de la galería del cineclub, un sitio oscuro, con una cantidad excesiva de mesas como rémora de tiempos de abundancia y salida hacia el estacionamiento contiguo. A las tres de la tarde nunca había nadie, mucho menos un día de semana de calor oprobioso. Jota entró caminando con parsimonia, tratando de reconocer los negocios que sobrevivían en la galería que también había tenido mejores tiempos. Hacía mucho que no andaba por ahí; el panorama pintaba decadencia irremisible, difícil imaginar que ese espacio fuese a tener un florecimiento comercial que, sin dudarlo, agravaba el cierre del cine. Los intelectuales de otros tiempos, los cinéfilos, teatristas, músicos y otros de actividades artísticas menos específicas, habían tomado aquel lugar como sede en los años de esplendor. Jota, que nunca había formado parte de esas tribus, siempre los había despreciado; sus actitudes y mohines le resultaban pedantes, impostados, tratando de llamar la atención, de presumir conocimientos y algún dudoso talento. Los rechazaba, pero a la vez envidiaba pertenecer a algo que sentía afectivamente cercano. Porque su afición al cine lo había obligado a compartir esos ámbitos tan restringidos de provincia, de pueblo, siempre mirándolos desde lejos. Imaginó alguna vez discutir con alguno de ellos sobre aquellas películas grandiosas que se le metían en la cabeza durante días como larvas que le trabajaban el seso, que le cuestionaban sus modos tan estrictos, ese rigor temeroso ante lo que lo excluía, que era casi todo. Le gustaba imaginar aquella impostura como una escena ficticia, similar a las de una película que se prolongaba más allá de la pantalla, derramada en la escalera, el bar y el pasillo de la galería. Sin embargo, cuando vino lo que vino, y la diáspora se volvió recurso de supervivencia, y aquella gente salió disparada del Bosque, él, que no se movió de la ciudad ni de sus circuitos habituales, empezó a extrañar aquel movimiento, el ambiente febril de las trasnoches sin aire acondicionado, con la sala llena, el movimiento de gente, la expectativa en los estrenos: todo aquello desapareció de pronto. Jota se sentía ideológicamente distante de los militares y su locura homicida, ni siquiera había hecho el servicio militar por número bajo, y rechazaba esa impronta policial que había barrido aun con aquella gente que le desagradaba. Pero no negaba para sí cierta satisfacción que le podía llegar a producir el hecho de que le pegaran algunos palazos a esos vanidosos. “Algunos golpes”, pensaba para sí, no más que eso; después de todo lo ocurrido, de lo que se supo luego, entendió no exento de culpa que aquellos tipos no se conformaban con coscorrones, ni tirones de pelo escolares. En ese tránsito accidentado, como una bomba neutrónica mata la vida pero respeta los edificios, desapareció la fauna del Bosque, y empezó a arrepentirse de ciertos pensamientos. Después, entre tantas cosas, también se empezaron a extinguir los cines. Por eso resultaba una rara paradoja que el Bosque, pese a sus notables signos de decadencia, siguiera abierto, con un mozo adormilado en uno de los bancos de la barra de un mobiliario que parecía irse desintegrando con el resto del bar. La única novedad era un sillón de dos cuerpos, en una especie de falso living contra una pared, donde una mujer llamativa, sin dudas Analía P., aguardaba con una semisonrisa giocondesca, casi cortesana. Por prudencia, Jota trató de no ser exhaustivo con la mirada, pero no pudo evitar los contornos opulentos, el escote pronunciado y los colores llamativos del vestido y el maquillaje, un conjunto que jugueteaba entre lo excesivo y el alto impacto. El cuadro parecía compuesto por un director que pretende de la puesta en escena un efecto contundente sobre el espectador, en este caso el incauto Jota, que no sabía en qué cosa se estaba metiendo y tampoco podía dejar de observar. Le sonrió como devolviendo la amabilidad; ella se puso de pie y le extendió la mano. Era raro, casi sobreactuado, que alguien se vistiera de ese modo a esa hora, con semejante calor, en el centro de Santa Fe. Cuando el mozo se dignó, pidieron café. Analía P. continuaba sonriendo como si buscara la manera de comenzar su discurso ante un Jota absorto.

      –Supongo que debe ser incómodo que un desconocido sepa cosas personales, y que usted no tenga la más remota idea de con quién está hablando.

      –Un poco... sí. No llevo una vida muy...

      –... sociable. Eso también lo sé. En realidad, lo intuyo. Tampoco sé tanto, no se asuste: no soy policía, ni detective privado. Sé de usted las cosas que me interesan, otras las ignoro. Respeto su intimidad. Pero usted, Jota, tiene algo que es muy valioso para mí, algo que necesito y estoy dispuesta a pagarle. Le voy a pedir que no me pregunte nombres, cómo lo sé ni quién me lo hizo saber. No tenemos amigos ni familiares en común que yo sepa...

      –Bueno, no tengo familia. Y amigos, bueno, en otros tiempos... pero siga que la escucho. ¿No le resultaría más cómodo que nos tuteemos?

      –Sí, claro. Tengo algunos años más que usted, que vos, pero tampoco estamos tan lejos.

      Cuando llegó a este punto, e hizo una pausa, Jota trató de descifrar qué edad podría tener Analía P., porque aparentaba algo difícil de adivinar por su actitud (más joven) o su imagen (mayor). En todo caso, si se guiaba por el aspecto, era una edad mal llevada, que no guardaba armonía con su voz, con las palabras que empleaba y su modo sutil para expresarlas.

      –Bueno, en principio quiero que sepa que tengo una enfermedad, nada contagioso –sonrió algo nerviosa–, pero que cada tanto me complica la vida –volvió


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