El hombre de cristal. Carlos Bernatek

El hombre de cristal - Carlos Bernatek


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      –¿Qué música te gustaba en aquel tiempo, de joven?

      Jota sonrió:

      –Te va a resultar raro, pero yo era un fanático del rock sinfónico. El problema era que no tenía aspecto del rockero de la época: nunca tuve el pelo largo, nunca usé un jean, pero me encantaba esa música. Lo mismo me pasaba en el cineclub. En ese ambiente yo era como un cura en medio de una marcha de abortistas. Mi sensación era esa, y no estaba dispuesto a disfrazarme de lo que no era.

      –Me hiciste acordar de un recital, decíamos “recital”, qué antigua... un recital de un grupo porteño, Crucis, se llamaba. Creo que fue en Guadalupe, o por ahí. ¿Ubicás a Crucis?

      Jota la miró de pronto como si hubiera detonado algo en su interior:

      –¿Cómo no voy a ubicar a Crucis si yo quería ser como Gustavo Montesano? Todavía debo tener el vinilo. Yo estuve en ese concierto. Fue al aire libre, en Guadalupe, y estaba Charly García dando vueltas, que era una especie de padrino del grupo. Pero Montesano era todo lo que yo aspiraba en la vida: talentoso, deseado, joven, famoso, todo lo que yo no podía ser... ¡las chicas se mataban por Montesano!

      –¡Pero estuvimos en el mismo lugar!

      –Otra vez... bueno, era Santa Fe, y no precisamente el Swinging London. Pareciera que siempre anduvimos por los mismos lugares, pero como en otra frecuencia.

      –Qué pena, ¿no?

      –Para mí, sí.

      –¿Con quién fuiste al recital?

      –Con Stringa. Era el único amigo que me seguía en algo como eso. Le daba lo mismo; ni siquiera le interesaba la música, mientras yo lo acribillaba con King Crimson, él miraba todo como quien mira un paisaje; las pibas ni lo registraban, o peor: casi lo despreciaban, porque Stringa era (y es) un tipo medio particular. Los dos íbamos como a contramano de la moda, pero él era un provocador.

      –¿No será una exageración o quizá ahora lo ves así...?

      –¡Lo sentía así! Tenía una foto de Robert Fripp en la cabecera de la cama.

      –Yo no era fan, pero fui a ver a Crucis por los amigos. Terminamos la noche en la playa, fumando porros y tomando ginebra. Ahora que te lo cuento: todo lo nuevo, todo lo interesante que pasaba, pasaba en la playa. Algo debe haber en eso, algo primitivo, como volver a la naturaleza...

      –¿Ves? Esa parte placentera a mí nunca me tocaba: con Stringa terminamos comiendo pizza de parados en Yusepin, y a dormir. Una noche bárbara. Pero éramos así, qué sé yo... me acuerdo que me acosté con la música esa sonando adentro de mi cabeza y las caras de las chicas fascinadas con Montesano.

      –Yo creo que en aquella época soñábamos despiertas, andábamos con la imaginación tan disparada que la realidad siempre era pobre, siempre era muchísimo menos que la fantasía, como si camináramos a medio metro del piso. Por eso íbamos tanto al cine, al teatro, porque ahí se abrían puertas tan locas, era todo tan fascinante, qué sé yo... Y yo ni conocía Buenos Aires: estuve de pasada con mi familia cuando nos fuimos a vivir a Barcelona.

      –¿Muchos años?

      –Nueve. Es que tuve padres pudientes pero progres.

      –Yo me quedé acá. Ni siquiera tenía cara de sospechoso.

      –Pero eras joven; eso solo ya era sospechoso...

      –Si vieras una foto mía de esos tiempos... me da vergüenza hasta acordarme. Creo que las quemé todas.

      A todo esto, Jota ignoraba que, en ese mismo instante, le estaba llegando un telegrama a su casa pidiéndole el desalojo del departamento. Hacía más de veinte años que vivía allí, y al menos desde los últimos cinco, no tenía contrato ni le daban recibos de pago. Cumplía puntualmente, pero no le quedaba ninguna constancia. Jota se confió en que el tiempo transcurrido y la proximidad que tenía con la viuda Zurbrigen le garantizaban cierta tranquilidad. Después de tanto tiempo, no había imaginado que aquello fuera posible. Pero la viuda se enfermó, y apareció un sobrino de San Cristóbal con aspecto de malandra, haciéndose cargo de todo. Sin siquiera consultarle u ofrecerle una negociación, le exigía el desalojo.

      Jota se iba a enterar esa misma noche, cuando todavía orbitando en la sensación de lo etéreo del encuentro con Analía P., aterrizara con esa ingenuidad tan suya, como lo hiciera con ella revisitando el pasado, en esta otra versión rabiosa, cruel de la realidad.

      –¿Vos eras la Pachi?

      –Sí. Me llamo Patricia, y el Analía siempre me pareció de vieja. ¿Pero cómo te acordaste del “Pachi”?

      Jota sonrió para no explicarle que siempre le había gustado la Pachi.

      –Eras conocida.

      –Yo quería ser Marianne Faithfull o Anita Pallenberg o Edie Sedgwick, todas esas mujeres tremendas...

      –No las conozco.

      –Algunas todavía viven y deben ser unas señoras gordas como yo. Pero antes eran los íconos de la época. Y me encantaba Twiggy, que era recontraflaca, cosa que nunca fui...

      –A esa la recuerdo, de una película, ¿puede ser?

      –Claro: seguro que la viste aquí mismo: El novio, de Ken Russell; yo adoraba a Ken Russell en esos tiempos: El mesías salvaje, Mujeres apasionadas...

      –¿No es el de Tommy?

      –Sí. Y La otra cara del amor.

      –Me acuerdo. Ese cine pareciera que pasó de moda: nunca lo reponen, ni lo dan en la tele.

      –Seguramente no era gran cosa, pero a mí me encantaba. Me gustó crecer con esas películas... uy... Los demonios, me olvidaba. Fui al estreno en el Luz y Fuerza.

      –En esa estaba Vanessa Redgrave, pero a mí me gustaba la cara de loca de Glenda Jackson.

      –Impresionante mujer; me daba miedo. Ni sé si vive. Creo que, con el paso del tiempo, Los demonios sería la única película de Ken Russell que podría verse.

      –Yo vería el El mesías salvaje, que seguro está llena de excesos, pero me gustó tanto cuando la descubrí...

      –Todo ese cine era excesivo: las actuaciones, las escenografías, todo derroche, mucho glam... Después de ver La otra cara del amor, había que hacerse una cura de austeridad viendo neorrealismo italiano.

      –Bueno, era un director para aquellos tiempos. Hoy sería un fracaso.

      –Probablemente. Tampoco creo que haya muchos lectores de Lawrence, ni de Aldous Huxley.

      –... Un mundo feliz. Lo leí, aunque no me acuerdo nada. Ni de los libros de Herman Hesse... apenas me salen de memoria los títulos: Demian, El juego de abalorios, Siddhartha, todo ese menjunje que se iba poniendo cada vez más místico, más orientalista. Cómo me aburría...

      –Yo leía a Artaud: Los tarahumara, El ombligo de los limbos, pero sobre todo El teatro y su doble, que era obligatorio según Uviedo... claro, nosotros estábamos con el teatro de la crueldad, y eso era como la biblia –se rio Analía P.

      El repertorio de nombres y títulos que había empezado a aflorar en ramalazos contagiosos empezó a aflojar. Los dos parecieron sentir la necesidad de hacer un poco de silencio para regresar al tema del acuerdo, pero no lo intentaron de un modo abrupto.

      –Pensaba que quizá sería bueno volver a encontrarnos para hablar de esta cuestión con más detalle, ¿te parece?

      A Analía le pareció bien tomar una pausa. Había sido demasiado para una primera charla. Lo bueno se lo debían a aquella comunión de cosas lejanas, pero Jota temió que una vez que se despidieran, que pisaran la peatonal y se disiparan los pasos de cada uno en diferentes sentidos, cada cosa evocada se desvaneciera como si no hubiera sido mencionada, igual que en el pasado, cuando había sido imposible que los mundos


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