El hombre de cristal. Carlos Bernatek

El hombre de cristal - Carlos Bernatek


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iba quedando del Tokio, a donde solían ir de jóvenes, el bar famoso por la ausencia casi absoluta de mujeres. Stringa tomaba café y ahora fumaba con ademanes de superado. Y con esa actitud que Jota desconocía como si hubiera renacido y encarnado en el mismo cuerpo otro Stringa, lo invitó a sentarse, a tomar algo. Le contó que había vendido todo, que no tenía más bienes materiales porque la propiedad entraña muchas complicaciones. Ahora regenteaba a dos pupilas que trabajaban en la zona.

      A Jota no le pareció tarea para Stringa, ni siquiera para este nuevo que posaba de trajinado en la materia; era un tema que podía volverse violento, que requería complicidades, acuerdos, peajes, trato con policías, cosas que sin dudas excedían a cualquiera de los Stringa. Sin embargo, él se mostraba sereno, y hasta asumía la pose de un rufián cabal. Jota tomó el café y prefirió no enterarse de nada. Dijo que estaba apurado y se fue derecho para su refugio de barrio Roma, como si no estuviera dispuesto a presenciar una nueva derrota de su amigo.

      Pese a tomar distancia, luego de algunos meses, volvió a ver a Stringa accidentalmente, como suelen ser los encuentros en la peatonal y, para su sorpresa, el Tati se mostraba tranquilo, casi optimista, como si hubiera hallado en el proxenetismo una vocación oculta. Dijo tener un “plantel” de siete pupilas trabajando, “todas buenas pibas, del interior, gauchitas...”. Stringa llevaba ropa nueva, detalle que no pasaba inadvertido. Pese a su osada concepción de la estética canfinflera, la ropa era nueva: camisa guayabera, franciscanas artesanales con zoquetes blancos y unas bermudas muy amplias, con bolsillos por todos lados, que daba para suponer que, quizá en alguno, ocultaba una pistola, o al menos una sevillana. Como macró, parecía muy de Miami. Jota prefirió pensar que esas eran fantasías suyas, de tanta película insistente sobre cafishos.

      Estaban llegando las fiestas cuando una noche golpearon con brutalidad en la casa de Jota. Lo que quedaba de Stringa se sostenía a duras penas del marco de la puerta: le habían dado como para retirarlo definitivamente del mercado puteril. Sangraba hasta por los oídos, la ropa desgarrada, hematomas en ambos ojos. Alguien parecía haberlo castigado con intención ejemplificadora. Sin preguntar nada, y todavía con la ayuda de Marijú, lo pusieron a salvo, le limpiaron las heridas y lo metieron en la bañera. Stringa emitía un resuello a modo de llanto contenido, como el de un cachorro apaleado. Jota lo baño, le puso vendas, le enchufó un par de analgésicos y lo dejó durmiendo en el comedor, a oscuras y con un ventilador que tronaba como una turbina, lo suficiente como para opacar el llanto. Al rato, Stringa dormía. Jota verificó que respirara.

      –¿Y qué vamos a hacer? –preguntó Marijú.

      –Mañana va a estar mejor, no te preocupes. Ya no le pueden sacar nada más.

      Se fueron a trabajar al día siguiente mientras Stringa seguía durmiendo. Al regreso, ya había partido. Jota supuso que por vergüenza había desaparecido en silencio. Y no lo vio en los siguientes tres meses.

      La miró sin atreverse a preguntarle, pero ella se dio cuenta:

      –¿Me querías preguntar algo?

      –Esto de la donación... ¿es riesgoso? Es en la columna, ¿no?

      –Tranquilo: todo el mundo piensa que “médula ósea” es en la columna, que te van a sacar la médula, que podés quedar parapléjico... nada que ver. Es médula ósea, no espinal; se saca de la cadera. Es una pequeña intervención, con anestesia, dos días en la clínica, y una recuperación muy rápida. Esa médula que te sacan me la implantan a mí que, a esa altura, voy a estar en pleno tratamiento previo para recibirla. Podemos, si querés, hablar con médicos, con quien te parezca. Pero quedate tranquilo que no implica ningún riesgo serio. Y desde ya que, aparte de lo que yo te ofrezco a vos, todos los gastos van a estar cubiertos en una clínica de primera... en Rosario. Podemos hacer todas las consultas que quieras y con quien vos quieras. Ocurre que fuera del círculo familiar, donde tampoco es seguro encontrar compatibilidad, aunque es más factible, hay que salir a buscar por todo el mundo, es algo casi imposible. Existe una red de información. Bueno, yo no tengo más tiempo, así que armé mi propia búsqueda. Y tuve la enorme suerte de encontrarte acá, en mi misma ciudad.

      –Una casualidad muy grande...

      –Inmensa, no te imaginás lo que cuesta. Mucha gente se muere esperando encontrar durante años a alguien compatible. Es como si chocaran dos planetas...

      Jota se retrajo; no le terminaba de crear confianza lo de la operación, menos ahora que venía de una recuperación prolongada, y había adquirido la idea de que después de una cirugía, lo que queda es la sensación de una cuchillada profunda en las entrañas. Sin embargo, le simpatizó la imagen de los planetas que chocan, que se encuentran contra toda lógica, más cerca de lo que nadie puede suponer, la casualidad de que ocurriera en Santa Fe, como si fuese bajo un mismo techo, un techo de chapas siempre caluroso. Para Jota, dos personas que se encontraban de aquel modo no dejaban de manifestar una especie de milagro del azar, con seguridad menos frecuente que ganar, como Stringa, el sorteo del Quini 6. Pensó que aquella compatibilidad genética tan extraña de alguna manera lo convertía en pariente carnal de Analía P., algo más que un alma gemela o una afinidad circunstancial. Y hasta pensó que tener una fantasía sexual con ella podía convertirse en un incesto, aunque no por ello dejó de mirarle el escote. Tenía unos pechos imponentes, la piel tensa con el brillo de los cuerpos calientes del verano santafesino; no sudorosos, sino tibios, batientes, levemente húmedos. En la cara, por el contrario, el maquillaje y la pintura de labios parecían incomodarle, como si se fueran desvaneciendo, deslizándose hacia abajo. Jota tuvo el impulso de acariciarla, de apoyar las yemas de los dedos sobre sus mejillas y recorrerlas hasta los labios, como si pudiera aligerar con eso la artificiosidad de la cosmética, pero se contuvo. Apenas consiguió aproximarse un poco a ella.

      No le pareció prudente el momento para referirse al dinero cuando estaban hablando de supervivencia. Lo que podía resultar una cuestión quirúrgica sencilla para Jota, y encima obtener un beneficio con parte de su cuerpo, parecía la vida o la muerte para Analía P. De todos modos, trató de imaginar de cuánta plata estaban hablando. ¿Podría acaso sacar un beneficio de su médula que le cambiara la vida?

      Ella había advertido ese instante físico-químico de aproximación leve de los cuerpos y tampoco quiso siquiera mencionar el tema de la plata, quizá para que Jota no se sintiera humillado. Le daba la impresión de estar comprándolo, como si le fuera a pagar por su sangre, o por un órgano, una transacción digna de un mercado negro de la salud. Aunque lo necesitara, y prueba de ello era cómo lo había buscado con semejante enjundia, no quería que Jota se sintiera una mercancía, una oveja trasquilada.

      Jota pensaba en otras cosas: primero, en cómo sería un hijo de él con ella. No se trataba de deseo, o siquiera la fantasía de que ocurriera algo semejante: como un juego infantil de esos en los cuales varios cuerpos divididos en pedazos permiten intercambiar las piezas, se entretenía en fragmentar imaginariamente cada rasgo de Analía para alternarlo con uno propio: ojos, corte de cara, pelo, orejas, una especie de identikit como los que a veces aparecían en los expedientes. Y luego, de golpe, como un ramalazo del pasado, recuperó una imagen de la Pachi: los ojos, con ese brillo que siempre parecía próximo al llanto, aunque fuese de felicidad. El detalle estaba ahí mismo, delante de él: los ojos de Analía conservaban esa característica, algo que la volvía de algún modo entrañable, que daba ganas de protegerla o de reírse con sus lágrimas. Poco a poco iban asomando los detalles finos, lo que iba uniendo a la Pachi con Analía, un entramado sutil tejido por la araña del tiempo, la que traía imágenes antiguas y las superponía a las presentes.

      Por un instante pensó que quizá Analía P. no podría tener hijos debido a los tratamientos. Si había recibido quimioterapia o rayos... era otro tema para evitar. En cualquier caso, le resultó amable pensar que estaría bueno que alguien heredara el carácter de ella, esa especie de mansedumbre que no por mansa mitigaba la energía, la persistencia en los objetivos. Haber dado con él era una muestra de cómo peleaba por su vida.

      –¿Vos vivís bien? –le preguntó de golpe.

      Jota dudó antes de responder, como si necesitara consultar consigo mismo la respuesta.

      –Sí;


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