El hombre de cristal. Carlos Bernatek

El hombre de cristal - Carlos Bernatek


Скачать книгу
sobrevivir no es solamente por mí. Y felizmente puedo pagar mis terapias, pero no puedo prescindir de cierta ayuda. Voy al punto: yo necesito donaciones, una o dos veces al año, de gente absolutamente compatible con mi genética. Y ese es el problema en las personas que no encontramos esa compatibilidad en el grupo familiar.

      –¿Necesita sangre? Eso no es tan complicado...

      –No, no es sangre. Necesito donaciones de su médula ósea... un poco, nada grave.

      –¿Y cómo sabe que yo sirvo para eso?

      –A eso me refería cuando le pedí que me evitara ciertas respuestas. Yo sé que usted tuvo una cirugía hace unos meses, que ya está recuperado. Y ciertos profesionales amigos se encargaron en los últimos años de cruzar información genética de infinidad de personas con ciertas afinidades, buscando la compatibilidad. Por supuesto que esto está fuera de cualquier ética médica; podría decir que se trata de una iniciativa desesperada que alguna gente solidaria decidió apoyar. Otros lo hicieron por dinero; de cualquier modo, lo importante es el resultado: hoy sé positivamente que vos sos genéticamente compatible, y necesito que me dones médula ósea, al menos una vez al año. Por supuesto que estoy dispuesta a recompensarte, que te puedo ayudar mucho porque mi problema no es de plata.

      –Pero ¿cómo es posible...?

      –Mirá Jota: yo soy abogada, aunque nunca ejercí. Bueno, en Santa Fe es más fácil y más barato ser abogado que poner un kiosco... pero no hace falta ser un leguleyo para darse cuenta de que lo que no logra la convicción lo consigue la plata. ¿Vos también sos abogado?

      –No; empecé, pero nunca me recibí...

      –... como trabajás en la Justicia, pensé que...

      –Trabajo en la parte administrativa de la Morgue Judicial, dependemos de la Justicia.

      –¿Hace mucho?

      –Ufff... toda mi vida, desde los dieciocho años. Entré como cadete por un vecino que era secretario del Juzgado.

      –¿Pero trabajás con cadáveres y eso?

      –No, no. Yo nunca vi un muerto, veo papeles nada más: certificados de defunción, pericias, exhumaciones... sólo en los papeles. Y aunque a veces tengo que ir a la morgue, nunca me asomo más allá de la oficina. Me impresionan los cuerpos... con decirle que nunca fui a un velorio.

      –Entiendo. Yo tampoco podría ver eso, la morgue, los cuerpos...

      –Es muy cruel, a veces se trata de chicos, o gente mutilada en accidentes, un trabajo que a los de afuera nos parece inhumano. Pero para los bomberos o la gente de la morgue es lo más natural del mundo: hasta toman mate mientras abren un cadáver, imagínese.

      –No me lo quiero ni imaginar.

      –Yo no puedo evitarlo: esos detalles truculentos figuran en los expedientes, descriptos con todos sus pormenores. Pero una cosa es leerlo y otra, me imagino, verlo a diario. Yo lo evité todos estos años, aunque me carguen en la oficina, no me importa: no quiero ver.

      Analía P. comenzaba a resultarle simpática:

      –Este lugar me trae tantos recuerdos... hace años que no venía –dijo soltando un suspiro–. Yo era del cineclub, también hacía teatro con Uviedo... fueron tiempos locos, bueno, éramos jóvenes. Había que leer a ciertos autores...

      –Uviedo... no escuchaba ese apellido hace años; hacía algo de vanguardia, ¿no?

      –Bueno, eso creíamos. Le llamaban “experimental”. Hicimos una obra que fue una locura: Comunión, se llamaba; adentro del Museo, en el Rosa Galisteo de noche y casi a oscuras, todo lleno de obstáculos. Estaba la Peti Lazzarini de protagonista...

      –Yo era chico, pero bueno, a la Peti la conoce todo Santa Fe. Al teatro no iba, pero del cineclub me acuerdo los sábados, esas funciones de las dos de la tarde, o por ahí, en esa salita tan calurosa, llena de gente para ver Trono de sangre de Kurosawa, una película muy densa... las cosas que uno hacía; se vivía de otro modo. Hoy ni pagándole a la gente conseguirían llenar la mitad de la sala.

      –Era otra vida... tampoco hay más sala.

      Jota trató de imaginar a Analía P. cómo podía lucir veinte o treinta años antes. Seguramente la había visto en aquellos grupos que aborrecía, que lo ignoraban con sus poses de revolucionarios del arte, hablando en voz alta, cantando por la calle, llamando la atención, siempre llenos de proyectos o de fantasías. Recordaba pocas mujeres, algunas grandes ya entonces, otras jóvenes con quienes le hubiera gustado al menos conversar si no estuvieran inmersas en todo lo que a Jota le provocaba rechazo, lo avergonzaba o percibía que nunca lo hubiese incluido. Porque Jota, algo paranoico, consideraba aquello como una actuación social destinada a diferenciarse y molestar a los que no pertenecían al grupo. Pero todo aquello era historia antigua, se lo había tragado el tiempo, y los que probablemente seguían vivos, como la misma Analía P., resultaban irreconocibles, reconvertidos en personas asimiladas, amansados por la vida.

      –¿Le gustaba aquel tiempo?

      –¿No habíamos quedado en tutearnos?

      –Perdón... me cuesta.

      –Sí, claro que me gustaba, ¿cómo no iba a gustarme ser tan joven? Preferiría ser ingenua o tonta para siempre antes que vieja.

      –No sos vieja... –se rieron, pero enseguida hicieron silencio, hasta que Jota habló:

      –Bueno, yo no recuerdo esa época como particularmente feliz. Sentía que todo me pasaba por encima, como si yo fuera invisible, y encima corto de carácter... De cualquier modo, lo asombroso es cómo el tiempo cambia las dimensiones de las cosas... Este mismo lugar, a mí me parecía tan grande, y ahora es casi insignificante, tan común, qué sé yo. Una cosa es lo que puedo pensar ahora de aquel que fui antes, pero seguramente era otro entonces. Creo que sufrí mucho ese tiempo, pero eso lo creo hoy, y no sirve juzgar desde el presente lo que uno sintió antes. Si sufriste, o creíste haber sufrido, eso no te lo quita nadie. No cambia nada.

      –Bueno, tampoco creas que lo nuestro era tan libre, ni tan feliz como parecíamos proclamar. Pero no tenías obligaciones, ni trabajo, ni hijos... ni enfermedades.

      Jota se quedó callado, con la vista en el piso, como si estuviera evocando algo perdido.

      –Yo veía a las chicas de esa época, la ropa que usaban, medio hippie, la forma en que se reían, cómo se abrazaban como si no se hubieran visto en años, aquellos pelos locos, y pensaba ahora mismo que vos probablemente pudiste ser una de ellas, de aquellas que merodeaban este bar, y otros que estaban de moda. Sin embargo, no consigo reconocerte. A mí me daba una especie de parálisis con las chicas: no sabía cómo hablarles, qué decirles, cómo aproximarme sin que se burlen, no sé... salíamos del mismo cine, lo que ya era un motivo suficiente como para entablar una conversación, pero me inhibía hasta su aspecto, me replegaba, me sentía menos: menos inteligente, menos vivo, menos libre. Y me daba bronca conmigo mismo ser así.

      –Es que, pensándolo ahora, si es que sirve de algo, nada era como se pretendía mostrar. Esas actitudes medio liberales eran un poco pose, un modo de disimular las propias inseguridades, creo. No éramos ni más vivos, ni más inteligentes, apenas tratábamos de pasarla bien. Eso sí, ¿ves?, con todos los condicionamientos de la época, de la familia, de la lápida que era la sociedad de Santa Fe, contra todo eso la pasábamos bien. Era un modo de pararse frente a lo que rechazábamos, lo que nos hacía rebeldes. A veces, los sábados, salíamos de ronda por casas de amigos, peñas, teatruchos, y cuando ya no quedaba un bar ni un patio cervecero abierto, íbamos a la playa, al Parque del Sur, y si hacía calor hasta nos metíamos al agua de noche... y amanecíamos ahí mismo, en la arenita. Éramos felices con eso, con poco. Y era lindo, muy lindo todo aquello.

      Analía P. cambió el tono de pronto, en el final del relato, como si la parte amable del recuerdo terminara cediendo a una nostalgia mucho menos grata. Se dio cuenta de que Jota la miraba serio y procuró recuperar la proximidad.

      –Ahí fue mi debut, bueno, no sólo el mío –sonrió


Скачать книгу