Mariana. Luis Farías Mackey

Mariana - Luis Farías Mackey


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comedor dormía en pacífica sobriedad.

      Un avión a lo lejos se enfilaba a tomar pista, su sonido apenas se escuchaba. Entró a la cocina. Contra la pared se proyectaban las cortinas de los ventanales, único detalle casero en la instalación que bien podría ser industrial.

      Sin encender la luz calentó agua. Hacía frío, la chamarra de Mariano Enrique colgaba de una silla. «Sólo falta que el muy burro pesque un catarro». Se enfundó en ella y dejó que el té removiera sus recuerdos. Afuera un perro ladraba sin coro. Lo demás era silencio, sólo el ruido del refrigerador. Los cambios de velocidad de un camión urbano se registraron a lo lejos. «¿Dónde andará? Ojalá no haya tomado». Sabía que Mariano Enrique no era proclive al trago y, casi siempre, era el conductor designado, no obstante, varias veces había llegado en estado incróspito y le preocupaba.

      «¡Qué peligros los de ahora! —pensó—. Como sea en nuestros tiempos las cosas no eran tan graves. Los muchachos tomaban, pero no como hoy». Su mente la situó, como en tantos otros desvelos, en la imagen de Gloria tumbada a media discoteca con sus gordas piernas abiertas, mientras ella experimentaba vientre adentro las cuatro estaciones juntas.

      No había sido ésa la primera vez: tenía doce años, el verano regiomontano menguaba al pardear la tarde contra los acantilados de un Chipinque refulgente en sombras y las mamás habían organizado una tardeada en la casa de los abuelos. Con calcetas y cola de caballo acudió entre primas y amigas. Mamás y tías, en redondel de sillas, zurcían, tejían o se abanicaban platicando al unísono con un ojo al gato y otro al garabato. Las niñas se guarecían tras la mesa de los sándwiches de atún con mayonesa, los niños frente a la de sodas; bajo la mirada estrábica de la tía Hortensia, que, sin hijos ni nietos que patrullar, había ofrecido su doble visión para cuidar que los vasos no fuesen embarazados por algún gandul con anforita de contrabando. Entre grupo y grupo brillaba el parquet cual profundo y anchuroso océano. Fermín, uno de los grandes, se aventuró a navegarlo cual Cristóbal Colón, ante el azoro y nerviosismo de las mesas. Por sobre los sándwiches la invitó a bailar.

      Frío y sorpresa. Cuchicheos de fondo. Silencio y cejas paradas de las tías. Mariana esperaba todo menos ser invitada a bailar y ser, además, la primera; aquello era para las grandes. Horas antes, en los casilleros del Campestre, calzándose el sostén, aplicando colorete o ciñéndose las medias al liguero, cuchicheaban de muchachos con una suficiencia y sabiduría para ella desconocidas y lejanas. ¿Qué sabía ella de muchachos y de bailes? Las grandes eran portadoras del arcano saber de con quién bailar y con quién no; en todo caso tenían el valor para negarse, sabían de qué hablar, frente al espejo habían ensayado cómo cruzar las piernas, restituir a su debido nivel una falda renuente, acomodarse con gesto desaprensivo el cabello para lucir los pendientes, limpiarse las comisuras sin correrse el lápiz labial, ¡bueno! Hasta podían, según las había oído decir, provocar que el elegido respondiera como perro faldero al encanto de una mirada o una sonrisa. Pero qué sabía ella de todo esto, nadie la había preparado y jamás había cruzado por su mente que algún día alguien la invitaría a bailar, menos esa tarde. Eso era para las grandes. Para colmo todas lo habían visto y oído; él lo había gritado sin recato desde el otro lado de la mesa. Las miradas, escuchas y chismorreo se clavaban en sus hombros con sofocante peso; todos aguardaban su respuesta. El muchacho, flaco, sonriente y con el copete engomado a la Presley estiró hacia ella la mano por sobre los emparedados.

      La tía Hortensia, al ver que uno de los grandes sacaba a una de las menores, arqueó la ceja derecha tras sus lentes de Gatúbela, sus alarmas internas se dispararon cimbrando su elevado crepé. «El demonio —solía decir— brinca cuando menos se espera». Quien brincó fue ella. Se había colocado en el redondel, cual juez de silla, a la mitad del campo de batalla; arreglándose falda y peinado se disponía a fijar la regla de «grandes con grandes y chicos con chicas», cuando Mariana contestó sí. Sus dos cejas se arquearon en pasmo; de inmediato arreó niños y niñas a la pista sin quitar ojo —y cejas— de la primer y desigual pareja.

      No supo cuándo contestó. Aturdida rodeó la mesa entre el asombro de las más, los celos de no pocas y un generalizado murmullo. Todas las miradas eran sobre ella. El miedo entumía sus movimientos, su pensar era torpe y distante, el aire denso; respirar le quemaba y sus pasos eran como en pantano. La pareja se detuvo en la pista en silencio, sin saber cómo empezar. Su respuesta había derrumbado en Fermín su viril confianza; pesaba sobre ambos el temor a lo desconocido, la niñez embozada en ostentación y seguridad. Finalmente, tras un homérico esfuerzo, él se le acercó, perplejo, agónico.

      Una descarga la electrizó. Por primera vez experimentaba la caricia de una presencia. Con el tiempo llegaría a desarrollar la sensibilidad de descifrar lascivia o cariño, envidia o empatía, indiferencia u odio, amor o codicia en quien entraba en su proximidad. Aquella tarde no sabía explicar lo que experimentaba y ardía en su piel y entrañas. Madre, tías y monjas habían cumplido a la letra la tarea de aterrorizarla en todo cuanto al sexo e incubarle sus histerias. Más esa tarde, en la pista de baile, lo que en su interior bullía no le movía a alarma sino a misterioso deleite y húmeda aprensión. A su mente vino una conversación con el abuelo Mariano:

      —Elito —había preguntado hacía no mucho—, ¿qué es el sexo?

      El viejo, sorprendido, dejó la lectura, su instinto le decía que la pregunta no obedecía a ninguna preocupación propia de la niña.

      —¿Por qué preguntas, Marianita?

      —Las señoras del catecismo y mis tías no paran de alertarnos sobre sus peligros, pero ninguna parece saber qué es, ni cómo puede hacernos daño.

      «Porque no saben un carajo», pensó el viejo. Dejó el libro, tomó a Mariana, la sentó en su regazo y frotándose la barbilla dijo:

      —Verás, hija mía, a veces los adultos queremos ver en los niños nuestros propios miedos. No te preocupes por el sexo. Éste llegará, como llega la viruela y el sarampión, como la primavera sigue al invierno y el despertar al sueño. El sexo es algo tan natural como respirar y nadie le tiene miedo a respirar, ¿verdad? Tú sabrás qué hacer sin que te dañe cuando llegue. Lo importante es no temer a nada, que nada es malo en sí mismo. Nosotros creamos el mal y vemos monstruos y peligros donde no los hay. Pero ¡no se te vaya ocurrir discutir esto con tus tías, las sisters y peor aún con las guacamayas del catecismo! Escúchalas, pero recuerda: «Que nada te turbe…

      —…nada te espante, todo se pasa…» —terció Mariana citando las palabras con que el abuelo sometía a sus infantiles zozobras y que exorcizaban por las noches sus pesadillas.

      —Las cosas, hija, llegan cuando tienen que llegar y hay que vivirlas a plenitud, sin miedos, sin recelos, entregando todo sin esperar nada a cambio. Sólo hay una vida y es ésta; que los temores de tus tías no te la echen a perder.

      Salía Mariana cuando el abuelo la paró.

      —Espera.

      Al voltear la niña encontró un hombre abatido. Los segundos pasaron, el anciano veía, callado, al piso. Peleaba con él. Finalmente articuló:

      —El problema no es el sexo, sino el amor… mejor dicho la ausencia de amor. ¡No, no, no es así, no me estoy explicando! —se interrumpió enfadado.

      Nuevamente cayó el silencio, Mariana jamás lo vio tan disminuido. Éste cerró los ojos, tomó un profundo respiro y con cuidada calma continuó:

      —El verdadero problema es no saber ver el amor en todo lo que existe. El amor no es algo que se construya y atesore, que se encuentre como un diamante o florezca como un rosal. Casi todos confunden el amor con poseer a la persona amada y sentirse amados; creen que el amor es el deseo de amar y ser amado. Están enamorados del amor, de lo que creen que es el amor. ¿Lo ves?, están enamorados de su engaño, de una idealización, de su idea de amor. Y eso no es amor ni es amar.

      Mariana seguía confundida, el abuelo hablaba para sí.

      —Algunos piensan que el amor es como ganarse la lotería —continuó don Mariano—, otros, que es como una cuenta bancaria con depósitos, retiros y saldos; para muchos es una cursi película gringa; los más creen


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