Mariana. Luis Farías Mackey

Mariana - Luis Farías Mackey


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ser pellizcada, repartir besos y quiebres de mirada de un extremo a otro del burdel. Cuando bailaba gozaba siendo el centro de atención y observar la fila de solicitantes con boletito en mano. Todo ello acabó el día que no pudo presentar resellada su cartilla de sanidad. El talón dejó de serle agradable, arreglarse fue un martirio, verse al espejo un suplicio; su futuro una permanente crucifixión. Cuantas veces buscó a El Dedos, recibió por respuesta patadas y escupitajos.

      Con apenas quince años de edad pasó de El Vergel a las sillas de la calle fangosa, oscura y pestilente conocida como La Pepena, algo así como despertar en cucaracha, como Gregorio Samsa, de Kafka. Tras la golpiza, el padrote recogió todos sus vestidos, prendas, lociones y bisutería. Esa noche se quedó, además de deformada, con lo que traía puesto. En La Pepena el ambiente era sórdido y peligroso, los clientes iban a lo que iban, nada de bailecitos y fajes, nada de propinas y piropos, nada de fichada y fiesta. Allí los besos eran depravados y putrefactos, el trato violento y seboso. Si se apendejaba no le pagaban o la tundían a golpes. Los policías e inspectores se aprovechaban de la situación y la competencia no podía ser más violenta.

      Así fue como nuestra Carmelita pasó de «Su Majestad Samira I, Reina de El Vergel», a la Virola de La Pepena. Siendo aún una niña se encontró sola, embarazada, deforme y sin posibilidad alguna: regresar a su pueblo era impensable; ni siquiera sabía dónde estaba; suplicar al Dedos, inútil; la Virgen de Guadalupe la había castigado por su lascivia y no contestaba sus rezos. Sólo quedaba malvenderse en la ignominia y depravación. Cavar su propia tumba todos los días.

      Le carcomía una sensación de abandono y desprecio. Se asumía condenada por sus pecados, principalmente los cometidos con su tío y el del embarazo. Los cambios hormonales le fueron singularmente agresivos, engordó desproporcionadamente, pasaba de desencadenadas furias a profundas depresiones, lloraba sin razón, no dormía o dormitaba todo el día, comía en exceso o dejaba de comer por días. Dejó de bañarse y peinarse. Evitaba el espejo. Su único consuelo era el tequila y pronto la droga que mercaba con penetración.

      Los clientes de la Pepena no eran nada digno de llamar al agrado: camioneros de descomunales abdómenes bañados en sudor y grasa, de aliento amargo y pastoso; viejos desdentados de mirada desorbitada; teporochos de ennegrecidas costras y alebrestados piojos; depravados, asesinos, expresidiarios, marineros abandonados en puerto por sus propias tripulaciones, soldados trastornados por la guerra, policías disolutos; miserables todos que arrastraban una vida de vicio, violencia y sinrazón. A la Pepena sólo se llegaba por la combinación de dos razones: un degenerado apetito sexual y la ausencia de dinero para pagarlo; quien lo tuviera no entraría en ella ni por equivocación. Le llamaban la Pepena porque a falta de monetario la clientela mercaba sexo por cuentas verdes y baratijas, trapos sucios y raídos, mendrugos de pan, trago, droga. En su depresión, Carmelita fue presa fácil del alcoholismo y la drogadicción. Inconsciente caía a media calle y noche, sobre el lodo pestilente y en la oscuridad, donde la fauna de la Pepena violaba su cuerpo inerme una y otra vez.

      Era lunes de madrugada y el cielo se vaciaba en torrencial. La clientela estaba floja. Carmelita en su silla esperaba bajo un arrugado plástico rojo. La conversación entre las chicas se sucedía incolora y entrecortada. Joaquina, la más vieja entre las pepenadoras, con apenas veintidós años, vio a Carmelita levantarse y caminar con dificultad hasta la mitad de la calle. «Esta Virola ya se drogó otra vez», pensó. Fue cuando su grito devoró la noche y heló el alma de quienes la escucharon: era el aullido de un animal herido, el lamento de un ser fantasmagórico, el rechinar de las puertas del averno; reclamo y expiación, rezo e imprecación, liberación y ahogo. Joaquina fue la primera en alcanzarla, la Virola caía de hinojos, su alarido continuaba sostenido, lastimoso, ensordecedor. Sus brazos se alzaron al cielo en reproche y súplica. Al tomarla en sus brazos, Joaquina vio en la deformada y sufrida cara de Carmelita una mirada llena de alegría y sosiego, de indescifrable belleza y luminosidad.

      El gritó cesó. Con él su último aliento. Sólo la lluvia rasgaba el silencio. Las pepenadoras miraban calladas la dulzura y paz en su desfigurada cara. Finalmente alguien dijo:

      —Ya chupó faros.

      —¡Sshhhhhhtttt! —ordenó Joaquina—. Escuchen.

      Atrás del sonido de la lluvia, como quien teme ser notado, algo inaudible se dejaba sospechar. Lentamente y en silencio las pepenadoras se reclinaron sobre el cuerpo temiendo un último estertor. Fue el movimiento, más que el llanto, lo que llamó su atención: entre las piernas sin vida, sobre el fango nauseabundo, en la oscuridad de la noche, en el fundillo del vicio y la perdición, inmerso en un charco lodoso y sanguinolento, un cuerpecito se retorcía. Era Socorrito, bautizada con todos los nombres de las pepenadoras de esa noche torrencial.

      Socorrito tuvo muchas madres e incontables hijas, a pesar de no conocer varón. En la Pepena la adoptaron y, siendo fatalmente corta la vida de las pepenadoras, Socorrito creció entre la muerte constante de estas pobres almas y su renuevo, también incesante.

      Con los años Acapulco se convirtió en un centro internacional de turismo y la sórdida Pepena fue incorporada a la modernidad con pavimento, agua potable y electricidad, con ella llegaron los anuncios luminosos y las rocolas a todo volumen. La Pepena fue incorporada a la modernidad y al negocio, más no así las pepenadoras: el turismo demanda prostitución, pero exige que su degradación y desechos humanos no desdoren sus escenarios de sensualidad y fiesta. Así fue como la escoria de la zona roja acapulqueña perdió su rincón en este infierno terrenal: algunas pepenadoras fueron arrojadas a pelear su sustento contra perros y aves de carroña en los tiraderos a cielo abierto del puerto, otras simplemente se extinguieron en la más angustiosa soledad.

      A Socorrito la vida le negó oportunidad de inocencia, en su paisaje la niñez no tenía cabida. Sus circulantes madres la querían y cuidaban, pero dada su condición de parias pronto fue la niña quien tuvo que cuidar de ellas y prodigarles amor. Antes de los quince años Socorrito cumplía el papel de madre de las pepenadoras. Cuando la Pepena desapareció, ella continuó haciéndose cargo de las proscritas, periódicamente generadas por la remozada zona de tolerancia acapulqueña. De allí que entre sus tantos nombres hayan terminado por llamarle Socorrito, en atención al socorro y alegría que llevaba a aquellas pobres almas. De allí también su pródiga maternidad sin concepción.

      Entonces faltaban muchos años para nuestra historia y la misteriosa presencia de Socorrito en ella.

      Ciudad de México

      Viernes 18 de mayo de 1973

      01:36 horas

      La noche del viernes terminaba. El Bóboli Bar empezaba a vaciarse. El grupo musical había cerrado minutos antes su presentación con Amigos míos, me enamoré de Luis Daniel Riguetti. Señal del adiós, las luces se empezaron a encender. Los que permanecían allí o eran necios dispuestos a quedarse hasta que los corrieran con caminera en mano, o estaban enredados con la cuenta y la coperacha. El caso del grupo caía en las dos hipótesis. Para colmo, Joaquín se había ausentado para entregar en su casa a la hora fijada a Cristina, la novia del momento. Así que tuvieron que estirar su dinero para cubrir la cuenta. Ya le cobrarían cuando regresara por ellos.

      Para la mayoría cerraba la noche, para ellos empezaba el fin de semana. Eran tiempos de universitarios con ingresos propios, capacidad motorizada, techo y comida paternos, e irresponsabilidad hasta donde se pudiera. Finalmente fueron echados a la calle Florencia, con camineras del Bóboli Bar; que tras ellos cerraba puertas y apagaba luces. En sus escalinatas esperaban a Joaquín, que llegó tocando el claxon con una mentada de madre y gritando por la ventanilla abierta:

      —¿Dónde va a seguir el desmadre, cabrones?

      —En Acapulco, güey, o qué —contestó y preguntó a un tiempo Esteban. Todos se voltearon a ver por si acaso hubiese algún remilgoso; ante el silencio, a Acapulco fueron con lo que traían puesto, por dentro y por fuera.

      En el vocho azul de Esteban se amontonaron Joaquín, al volante, Alfonso, Enrique y el propio Esteban; este último estudiaba ingeniería mecánica y había modificado su coche para que hiciera más ruido que un auto de fórmula uno.


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