Mariana. Luis Farías Mackey
en el sopor del tequila—, éste no es un lugar para una niña, digo, y nosotras entre todas semos las menos a propósito, apenas y podemos con nuestra jodida vida, menos vamos a poder con la criaturita, pero… ¿la puede bautizar?
—¡Sí, sí! ¡Hay que bautizarla! —gritaron todas, y siguieron, entusiastas:
—¡No se nos vaya a morir la pobrecita!
—¡Pero necesitamos cambiarnos, que es pecado bautizar a alguien vestida de puta!, ¿verdá?
—¿Y cómo le vamos a llamar?
—Guadalupe, pendeja, como la virgen…
—¿Y como su madre…? ¿Cómo se llamaba la pinche Virola, tú?
—Carmela, ¡pendeja!
—No griten que la van a despertar.
—¿Y quién la va a amamantar?
—Sí, ¿quién? Estas pinches tetas están más secas que el puto de mi padrote.
—¡Por un carajo!, dejen de decir pendejadas —gritó Joaquina—. Perdone nuestro lenguaje, padre, pero no estamos acostumbradas y…
Artemio no requirió decir nada para acallarlas, sólo sonrió.
—La vamos a bautizar de inmediato, que todos son esperados ansiosamente en la casa del Señor y, aunque él entiende todos los idiomas y de nada se ofende, si pueden evitar los chin chun chan, se los va a agradecer, y yo también. El problema, hijas, sin embargo sigue siendo el mismo, ¿quién se va a ser cargo de la criatura, qué van a hacer?
Las pepenadoras habrán sido prostitutas y proscritas, pero no tontas. Refugio, sin levantar la mirada y descubriéndose la cabeza para enrollar y desenrollar entre sus manos el raído trapo que ya no era dorado ni chal, adelantó:
—¿Van… padre?
Así fue como Socorrito creció en la parroquia bajo el cuidado de una familia singular, cuya figura paterna fue el padre Artemio y la materna las múltiples y cambiantes madres, prontas a convertirse en hijas al cuidado y cariño de la propia niña. El tejabán anexo a la sacristía se amplió para dar cabida a Socorrito; meseros, marinos, novios y hasta policías trabajaron para acomodarla junto con doña Leonor.
Socorrito creció entre la sacristía, la escuela y la Pepena. No sacó la belleza de su madre, era bajita, delgada, morena y de pelo ensortijado. Su cara no era bonita, pero sí alegre, sus ojos eran de un gris expresivo y misterioso, irradiaban una melancolía melódica. Su mirada era un adagietto que desgarraba y estremecía el alma.
Socorrito era trabajadora, organizada, práctica y excelente administradora. Al morir doña Leonor, pasó a hacerse cargo, no obstante su corta edad, del padre Artemio, de su casa, de la iglesia, del recién fundado dispensario y de sus múltiples madres/hijas.
Dedicada a ello se le fueron los años.
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