Mariana. Luis Farías Mackey

Mariana - Luis Farías Mackey


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delatar la presencia que su miedo revela. Lo vago y distante del sonido invitaba al olvido. Tiempo después, inmerso entre otras resonancias, el gemido se presentó de nueva cuenta. Remoto e indiferenciado un llamado salía de él. Bajé entonces a lo más incomunicable de mi ser, a su máxima insignificancia, al silencio total, a la oscuridad primigenia y, allí, de algún rincón primordial, emergió mi humanidad, desastrada, lúgubre, fantasmagórica. Una sombra, un guiñapo, una llaga.

      »Supe entonces lo que vieron los rusos en Auschwitz cuando entre la niebla, la nieve y la muerte surgieron los enfermos abandonados por los nazis en su presta huida. Me acordé de un libro, en esos años de reciente publicación, escrito por un sobreviviente italiano del Holocausto y caí en la cuenta de que el infierno es algo que llevamos dentro, porque nuestra capacidad de causar y causarnos dolor es infinita. «El dolor —dice este autor— es la única fuerza que se crea de la nada, sin gasto y sin trabajo. Es suficiente no mirar, no escuchar, no hacer nada». La humanidad muere todos los días porque nos rehusamos a mirar, a escuchar y a hacer algo por ella; la nuestra de cada quien y la de todos como especie. En mi caso, mi humanidad era un dolor fiero, frío, seco, intenso, silencioso. Eso que llamaba vida no era más que un montón de cosas: dinero, terrenos, industrias, casas, coches, ropa, pinturas, sociedades, hasta convertirse ella misma en una cosa más: grande, aparatosa, compleja, llena de compromisos, de obligaciones, de prisas, de cosas… pero sin vida, sin amor, totalmente vacía de gente y de afectos. Sin poesía, sin humanidad. Vacía de mí, de mi esposa, de mis hijos, de amigos. Estaba rodeado de conocidos, socios, clientes, empleados y sirvientes, sin embargo, me encontraba absoluta y rotundamente solo. Tenía descendencia, más no familia; riqueza, pero no felicidad; poder, mas no paz; fama, no sosiego. Mi vida estaba cosificada, sin lugar para mi humanidad, ayuna de mí, ajena a los demás, refractaria al amor. A mi alrededor todo era igual: mis hijos querían más a sus coches que a sus propios hijos; mi mujer prefería las joyas al hogar; mis socios no tenían más interés que su bolsillo; mis empleados me eran desconocidos, instrumentos de trabajo, «recursos humanos», no «seres humanos». El autor ése que te comento, el que sobrevivió a los campos de concentración, Primo Levi, escribió un libro que se llamaba Si esto es un hombre y yo me preguntaba si la mía era una vida, si era vivir.

      »Lo más doloroso fue aprender a verme y escucharme, pero sobre todo a aceptarme y a amarme. Es imposible amar a los demás si no te amas a ti mismo. El verdadero amor es entrega. ¿Cómo se entrega lo que no se tiene, qué entregas si nada amas para entregar? Todo mundo piensa que se ama, pero se equivoca, ama la imagen que de él tiene, ama su cuerpo y su nombre, ama sus posesiones, sus apegos, sus deseos, su inteligencia, sus obras, su apariencia, su narrativa; pero eso no es su humanidad, a la que no aman porque no la conocen y a la que confunden con un montón de grasas, huesos y líquidos, con trapos y afeites, con cachivaches y títulos, con cuentas bancarias, con el número de registros en una agenda telefónica. Cuando con seriedad te preguntas qué carajos y quién diablos eres, encuentras que la única manera de contestarlo es confrontándote con todo y con todos; y cuando realmente lo haces entiendes que eres ellos y ello, que tu persona, ego o imagen es una falacia, una pantalla, y que todos y todo somos uno y lo mismo. Una gran telaraña al viento, donde nada ni nadie puede hacer algo sin que mueva, para bien o para mal, el tejido completo de la red. Entonces aprendes a ser humilde y compasivo. Aprendí, pues, a amarme tal cual soy, no por lo que soy: no este cuerpo, no esta ropa, no esta tarjeta de presentación, no esta billetera, no esta casa, sino todo y todos en mí, o yo como parte indisoluble de todo y todos. A partir de entonces he tratado de vivir plenamente, humanamente, compasivamente cada instante de mi existir. Los negocios pasaron a último lugar y mi humanidad y la de los míos a primero, y año con año comparó mis dos líneas. ¿Y sabes una cosa?, mientras más creció mi línea roja más lo hizo y sin tanto esfuerzo la azul.

      »Como verás tuve que hacer una escala y ponderar diversos elementos, muchos de los cuales ni siquiera conocía entonces: sueño tranquilo y completo; atardeceres gozados, novelas leídas, horas dedicadas a mí, a mi salud, a mi preparación, a mi ocio; horas para los míos, para mis amigos, mis empleados; sonrisas dadas, sonrisas recibidas; música, paz, tranquilidad; alegría, sinceridad, buena digestión, amaneceres con ansias de vivir. ¡Mira, aquí están todos los conceptos y ecuaciones! Conclusión, Enrique, piensa en tu humanidad, lo demás viene por añadidura. Piensa en tu humanidad y en la de los otros y serás feliz, vivirás en paz, estarás satisfecho. Nunca, ¡jamás de los jamases!, pierdas tu línea roja, hijo, nunca. ¡Te lo imploro!

      Semanas después el abuelo moría. Enrique se situaba en el centro de un mundo maldito y feroz, ajeno a las ecuaciones y gráficas de Papáquique. Dos años hacía de ello. Enrique gustoso hubiese cedido todo de inmediato, pero el testamento señalaba que no dispondría de la fortuna hasta cumplir los veintiún años, para lo cual mediaba por delante un largo y azaroso año.

      Padre, tíos, hermanos y primos trabajaban de directivos del corporativo con jugosos sueldos e incluso eran accionistas en algunas de las empresas. Enrique, por contrapartida, mientras no cumpliera los veintiún años gozaba sólo de una ayuda mensual de dos mil pesos que en nada se convertían tras pagar la universidad que su padre, por supuesto, se rehusaba a cubrir.

      —Dígale a ese desvergonzado que no le voy a pagar nada, que se rasque con sus propias uñas, que para eso es dueño de todo.

      Expulsado de su casa, tomó refugio en la casona del abuelo, fría y vacía sin su presencia. De la noche a la mañana la servidumbre se volvió hosca y grosera. Los perros del abuelo, entonces su única compañía, amanecieron envenenados a las pocas semanas de su llegada. Vivía solo, aislado, encerrado y temeroso hasta de su sombra.

      Un buen día, un amigo de la universidad lo invitó a tomar unas copas. Era lunes. La cantina estaba semivacía. Bebieron, comieron, jugaron dominó y se ligaron a unas señoras entradas en edad y carnes, divertidas, fajadoras y borrachas. El dolor de cabeza despertó a Enrique en la trastienda de una pozolería en Garibaldi, entrepernado con Cuca bajo un zarape que olía a petróleo. Alejandra era su nombre de pila, Cuca el de batalla. Le doblaba la edad, le triplicaba el peso y le excedía por mucho en el trago. Sus pintarrajeados eran de suripanta, como su lenguaje y conversación, y una enorme verruga peluda en su pómulo izquierdo le daba un cierto aire tenebroso y caricaturesco y, a la vez, de Hermelinda Linda. Sobresalía por escandalosa, entrona y sus vestidos varios números por debajo de su talla. Cuca resultó ser una compañera fiel que no exigía más que compañía. Una cómplice de juerga y olvido. Una fealdad bienhechora y noble que sólo buscaba:

      —…dejarme besuquear y fajar todita, que para eso me sobran carnes. Ven pa’ca güerito, pa darte una chupadita de muestra y cariño.

      A diferencia del resto del mundo, Cuca estaba siempre dispuesta y lista. Lo escuchaba y hacía reír, con ella lograba engañar su desgracia y cuando se le pasaban las copas lo protegía con maternal y felino celo.

      Su padre y familiares no lo recibían, su madre estaba recluida, el abuelo muerto, como sus perros; sus amigos estudiaban, trabajaban y noviaban; así que lo frecuentaban poco y, desde que empezó a andar con Cuca, cada vez menos. Pronto ella se convirtió en su única compañía, en su tabla de salvación. Sus asistencias y calificaciones fueron inversamente proporcionales al tiempo dedicado a su nueva y única amistad. Dejó la carrera cuando su equipo fotográfico entró al Monte Pío.

      Era difícil entender esa relación, Enrique era un tipo sumamente atractivo: varonil, apuesto y alegre. Su parecido a Paul Newman era sorprendente. Sus ojos azules, herencia materna, eran grandes y brillantes cual amaneceres en altamar; su sonrisa, igualmente materna, era franca, fácil y grata. Su complexión, delgada y espigada sin ser atlética. Su trato, agradable y de señorial sencillez. Su inventiva, ocurrente, grata, lúcida, sagaz. Enrique se daba a querer fácilmente, su risa era desprendida, su mirada tierna y penetrante, su mente ágil, su trato desaprensivo. Era la mejor carnada para ligar, divertido, lanzado, ocurrente. Quien lo veía no podía sospechar el infierno que ardía en sus entrañas. A sus amigos extrañó su repentina afición al trago, pero en su inexperiencia eran incapaces de penetrar la máscara tras la cual ocultaba su gélido e insondable infierno.

      Más preocupados por los síntomas —el abandono de la carrera— que por el mal en sí —Enrique—, lo que les pareció


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