Mariana. Luis Farías Mackey

Mariana - Luis Farías Mackey


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su padre, alegró y entusiasmó a Enrique sobremanera. La cosa funcionó de maravilla algunas semanas, hasta comprobar que su relación familiar en nada había variado. Un buen día al gerente de la concesionaria pidió a Enrique llevar una camioneta.

      —Enrique, tome usted por favor la camioneta azul que recién llegó y llévela con mis respetos a su señor padre.

      En su antigua casa, el viejo mozo le impidió la entrada:

      —Pero Julio, que sólo vengo a dejar la camioneta.

      —Perdóname Enrique, pero nadie mejor que tú sabe cómo es tu papá.

      A Enrique le preocupaba más regresar a la concesionaria sin entregar la camioneta y confesar que era un descastado que arriesgarse a otro descalabro. «Es trabajo —pensó—, no cosas de familia», así que llegó hasta las oficinas paternas donde la escena se repitió esta vez con más abierta agresión.

      Era jueves de dominó, se dirigió donde su padre jugaba con sus amigos. Se estacionaba cuando dos guaruras lo encararon.

      —Sáquense al carajo —se oyó la voz del Capi Alcibíades, jefe de seguridad del corporativo, decirle a los escoltas—, este pedo es mío.

      —Enrique —le dijo con abierta aprehensión—, qué carajos haces aquí.

      —Vengo a entregar una camioneta.

      —Pues no me parece buena idea.

      —No es mía, Capi, cumplo instrucciones del gerente de la concesionaria.

      —La idea no será tuya, pero el pellejo sí. Para nosotros tú eres un riesgo y nuestras instrucciones son impedir que te acerques a tu padre por cualquier medio ne-ce-sa-rio. Te aconsejo, por amor de Dios, que no lo busques nunca más.

      —Pero, Capi…

      —Entiende de una vez por todas, muchacho pendejo —cortó el Capi seco y marcial—. Al hablar contigo estoy violando todos los códigos de seguridad. Esta es la última vez, la próxima mis chacales jugarán contigo. Ahora, sácate a la chingada.

      —Adiós, Capi.

      —¡A Dios vas a necesitar y mucho! —suspiró para sus adentros el exmilitar, viéndolo partir.

      La concesionaria hacía horas había cerrado y el viernes era feriado. Enrique tendría que guardar la camioneta hasta el lunes. Sus tres amigos cenaban, como todos los jueves, en el Hipocampo de Insurgentes Sur buscando por cielo, mar y tierra un transporte en que trasladarse a Acapulco. En eso estaban cuando vieron llegar a Enrique cabizbajo y sediento. No atreviéndose a rebelarles su circunstancia, les dijo que andaba probando la nueva camioneta de su papá.

      —Nada para aflojar un motor que la carretera a Acapulco —atacó ingenierilmente Esteban.

      Enrique adujó que su papá no le perdonaría.

      —No mames, mi pinche Henry, ¿a la vejez viruelas? ¿Desde cuándo tan fijado? Además, no la vamos a tomar ¡la vamos a aflojar!, que es diferente y, además, gratuitamente. Hoy es jueves, tu papá está en la dominada y mañana segurito agarra puente con rumbo a tu nueva casa en Cancún, así que hasta el lunes por la mañana no tendrá tiempo para pensar en una más de sus pinches nuevas naves. Y mientras que con nosotros, ¿que nos lleve la chingada teniendo a Acapulco tan cerca y, sin embargo, tan inasible? ¿Qué prefieres, que un pendejo mecánico afloje ese motor con gastos pagados, o que se haga profesionalmente y sin cargo por nosotros? ¿Qué, no te cosquillea un remezón en la arena con alguna nenorra de bikini tan diminuto como nuestra conciencia?

      Enrique escuchaba callado mientras con señas ordenaba ronda tras ronda. Esteban siguió exponiendo su teoría de aflojar motores. Para cuando abordaba la mecánica de los metales, las cubas lograron lo que sus argumentos jamás rendirían:

      —¡Chingue su madre! —atajó Enrique—, total, si ni en su pinche casa vivo.

      Minutos después, gracias a Dios en silencio, Esteban ponía en práctica su vasta experiencia en aflojar motores.

      El domingo, cuando ya debieran emprender el camino de regreso, Enrique, con unas bien dotadas sonorenses y más cubas de las necesarias, metió la camioneta a la playa y pronto quedó atascada a expensas del oleaje que lenta e inexorablemente la engulló ante la impotente sorpresa de sus amigos y curiosos en la playa, y en los edificios cuyos balcones se llenaron de personas a observar el espectáculo del mar tragándose una camioneta de lujo y último modelo, además de las sonorenses y sus diminutos bikinis.

      —Ahora sí que valió madres la aflojada de motor, mi Henry —balbuceó Esteban.

      Nadie conocía lo terrible de su situación familiar, así que cuando su padre apareció con notario, los tres amigos supusieron que era para efectos de cobrar el seguro.

      Enrique perdió la camioneta y el trabajo, y se distanció más de sus amigos. Sólo quedaban Cuca y el alcohol. Prácticamente vivía en la pozolería que aquélla regenteaba en Garibaldi; un lugar de mala muerte, rocola a todo volumen y aroma a cañería, donde más que pozole servían tequila en taza, por aquello del permiso de licores, o, mejor dicho, la inexistencia del mismo. Prostitutas decadentes, borrachas o marihuanas solían descansar en la pozolería con los pies descalzados e hinchados sobre las sillas y tomando «cafecito» de tequila o aguardiente. Una verdadera pesadilla de Fellini: paquidermas psicodélicas embutidas en minifalda con jamones tatuados de várices sobre las sillas y medias deshiladas hasta los tobillos, cabeceando su sueño, borracheras y decrepitud, entre eructos, flatulencias y mentadas. En uno de los cuartos de atrás, entre sillas rotas, cajas de cerveza, cubetas, ratas y cucarachas, dormía Enrique. En sus horas de vigilia, generalmente nocturnas, se le veía en una mesa tomando «café» hasta caer de nuevo.

      —Si lo dejo salir sabrá Dios qué locura va a hacer. Además, quién sabe qué le hagan los que no lo quieren —dijo Cuca a Alfonso, quien explicó la última parte por la borrachera de la vieja y la tiró a loca.

      Los amigos hacían lo posible por jalarlo, pero cada vez les era más difícil penetrar la coraza tras la que Enrique se había recluido.

      Aquella noche Alfonso logró llevarlo al Bóboli Bar, paseándolo primero por el vapor, la peluquería, el restaurante y el closet. Cuando llegó vieron al Enrique de siempre. La noche pasó entre cánticos, albures y ligues. El amanecer les alcanzó en Acapulco.

      La noche de aquel sábado Enrique había estado simpatiquísimo en la discoteca.

      Para la mañana del domingo todo había acabado para él. La línea roja de su humanidad ya no existía.

      Acapulco, Guerrero

      Sábado 19 de mayo de 1973

      21:30 horas

      Alfonso fue siempre reservado. A diferencia de Joaquín, que derramaba lágrimas por cualquier motivo con bubis, Alfonso se ahogaba en ellas —las lágrimas, aunque quisiera hacerlo en las bubis—, antes de expresar el menor sentimiento. Su reserva lo confinaba en una soledad y tristeza que le carcomían en silencio y angustia. Sobre todo, le hacían imposible interactuar con el otro sexo.

      No es que no le gustaran las mujeres, al contrario, lo obsesionaban hasta la locura, tanto o más que a Joaquín; pero las idealizaba a tal grado que terminaba por convertirlas en deidades olímpicas e inalcanzables. Mientras más deseaba a una niña, más difícil le era dirigirle la palabra y a veces hasta mirarla. En aquella época sus tardes transitaban en la interminable agonía de marcar un teléfono y colgar al primer timbre. De niño, saliendo de la primaria, corría desaforado cinco cuadras para ver salir de una escuela cercana de monjas a una niña que le robaba la razón, pero cuyo nombre nunca supo. Prendado, la seguía a distancia por cuadras hasta verla subir al camión. Tras semanas de angustia se decidió a abordarlo y seguirla hasta verla entrar a su casa. Por meses repitió el seguimiento, gastando en ello todo su domingo y ahorros; incapaz, sin embargo, de un hola. El amor no lo liberaba, le oprimía. Era curioso, porque su reserva era sólo con el sexo opuesto, más no con todo el género,


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