Mariana. Luis Farías Mackey

Mariana - Luis Farías Mackey


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despierta, la voracidad despiadada de los suyos, su codicia, sus resentimientos, sus frustraciones. ¿No fue él, acaso, quien siempre dijo que los bienes materiales vienen envueltos en sufrimiento? ¿Por qué, entonces?

      A Enrique jamás interesó el dinero y los negocios, soñaba con ser fotógrafo y vivir en una buhardilla perdido en Europa. Cuando el abuelo le preguntaba sobre sus aspiraciones siempre contestaba que quería ser fotógrafo para no saber nada de los negocios familiares.

      —¿Y por qué no, Enrique?

      —Porque veo a mi papá y tíos como perros y gatos, veo la tristeza en los ojos de mamá, veo la envidia carcomiendo a mis hermanos, a la familia dividida, recelosa, enfrentada, cual enemigos, y todo por los negocios. Sólo tú vives tranquilo, Papáquique, ¿cómo le haces?

      —¡Ah!, porque a mí no me importa el dinero y no temo perderlo. Llegué encueradito e indefenso al mundo y así me verá partir. Pero el problema no es de dinero hijo, es de humanidad. Ven, acompáñame.

      La enorme y atiborrada biblioteca era el espacio de la casa del abuelo que más agradaba a Enrique; su olor a libro, madera y coñac le daban un aire de santuario donde se respiraba sosiego y paz. Su silencio era casi místico y su luz cálida y amigable. A diferencia de las bibliotecas de decoración, ésta se caracterizaba por estantes dispares atiborrados de libros y pilas y pilas de libros por doquier, en pasillos, mesas y sillones. Sobre el escritorio, torres de libros y papeles se sostenían en milagroso equilibrio que amenazaba con enterrar bajo su inminente avalancha la frágil figura del abuelo. Para ojos extraños, aquello era el caos primigenio; no para Enrique, que conocía su orden y la razón de cada apilamiento y libro abierto, así como la clasificación por pasillo, anaquel y tema.

      De debajo de una lámpara olvidada en una esquina, el abuelo sacó una llave con la que abrió la gaveta central de su escritorio. En ella sólo había un viejo cuaderno de descoloridas pastas azules, lo extrajo con la reverencia de quien exhuma un ser querido. Al no encontrar suficiente espacio sobre el escritorio, cual chamaco se tiró al piso para mostrárselo a Enrique.

      —No te quedes ahí paradote, échate. Lo más que puede suceder es que se te suban un par de hormigas.

      Enrique, acostado de panza al lado del abuelo, observó la forma religiosa con que abría el cuaderno y pasaba sus hojas hasta llegar a la que quería mostrarle.

      —Mira, aquí está todo.

      Dibujada en lápiz y bicolor, una gráfica de dos ejes se mostraba a sus ojos. El eje horizontal, con una escala de 1955 a 1960 se confrontaba con el vertical con medidas de cero a diez. De su vértice salían dos líneas punteadas, una azul y otra roja.

      —La línea azul es el desempeño de mis negocios —indicó el abuelo recorriendo con el índice derecho su trazo en ascenso—, la roja es el de «mi humanidad» y, como puedes ver, en esos años no levantó de cero.

      —¿Tu humanidad? ¿Cómo?

      —Verás. Ya te he contado que empecé a trabajar de chamaco, cuando murió papá. Éramos tres y mamá jamás había trabajado en algo que no fuera casa e hijos. Tuve que salir a buscar el bolillo. La disyuntiva era sencilla: o ganaba dinero o nos moríamos de hambre. Pues a darle que es mole de olla. Resulté con un instinto innato para los negocios, así que, gracias a Dios, no faltó trabajo y comida. Mis hermanos pudieron estudiar y tu abuelita vernos crecer. Con los años y mucha suerte me convertí en un empresario exitoso, mis negocios crecían, mis empresas se multiplicaban, mi crédito, socios y fama florecían. Pero mientras más éxitos alcanzaba, más vacío y miserable me sentía. Me observaba y no me gustaba lo que veía: mis logros no me llenaban, mis triunfos me enfadaban, aborrecía lo que era, lo que hacía, lo que me rodeaba. Así pasaron muchos años hasta que un buen día decidí comparar mis negocios con mi humanidad. Y, bueno, medir resultados económicos es muy sencillo, basta comparar los activos de un año contra otro. ¡Ahhhh, pero medir mi humanidad…! ¿Cómo mides lo que no conoces, lo que no tienes, lo que no podrías identificar si te toparas con ella por la calle? Primero tenía que buscar mi humanidad, conocerla, entenderla y, entonces sí, confrontarla contra mis negocios, así que decidí tomarme un año sabático en busca de mi humanidad perdida.

      —¿Y qué hiciste?

      —Viví, Enrique, viví.

      —Bueno, muerto no estabas.

      —Casi, hijo, casi. Mira, decía García Lorca que hay en el mundo vivos más muertos que una piedra. La mayoría de la gente cree vivir cuando en realidad sólo existe en un estar sin sentido, en un desear sin límites, en un haber y consumir frenéticamente; en reaccionar a estímulos inconscientemente aprehendidos, en huir sin saber de qué ni a dónde; en permanente desasosiego, tristeza, soledad, angustia y vacuidad. Para vivir, lo que se dice vivir-vivir, uno debe despojarse de sí, de sus apetitos, de sus apegos, de sus deseos; de su ego, pues. Y escuchar, escuchar. Sólo escuchar. Escuchar los silencios del mundo y escuchar los silencios que en nuestras entrañas se expresan, casi siempre opacados por la alharaca y sinsentido de la voz de nuestra mente, que a cada paso nos aturde y extravía. Pero además hay que escuchar ambos silencios en estereofónico, hasta acompasarlos en una sola y cósmica melodía. Así que me dediqué a escuchar. ¿Que qué hice?, caminé por donde la vida me llevó. No creas que me refundí en el Tíbet o me perdí en el desierto de Sonora con peyote; no, caminé las mismas calles y avenidas, los mismos campos y barrios, las mismas fábricas, los mismos edificios, las mismas montañas y valles; como dice la canción: «En la misma ciudad y con la misma gente», sólo que lo hice viendo y escuchando con respeto y humildad. Cuando se habla es imposible escuchar, y resulta que nuestra mente siempre nos está hablando y aturdiendo, nos atosiga con su incesante parloteo y juega con nosotros como canica en olla, llevándonos de un pensamiento a otro sin resolución de continuidad ni relación con el hoy y aquí, impidiéndonos escuchar y aislándonos en la esfera de nuestro egoísmo. Quien sólo habla con su mente y no con su alma, no habla, se aísla. Así que lo primero que hice fue silenciar mi mente. ¡Ah, cómo me costó trabajo! Finalmente lo logré. Callé su cháchara infernal y empecé a escuchar el viento cantar entre las ramas de los árboles, como los primeros hombres; la sinfonía del agua al romper sobre las piedras, el andar de la catarina sobre el pétalo de la flor, el suspiro de las aves en vuelo, el brillo de la luz; escuché los sonidos de la sonrisa, la compasión, el amor, la ira, la envidia, el apego, la inseguridad, la avaricia.

      »Tras los sonidos llegaron imágenes jamás vistas por mí. Nunca me había detenido a ver, realmente a ver, a la gente, la conocida y la desconocida. ¡Era gente, nada más! Pero un buen día empecé a ver personas diferenciadas y únicas, cada una con una luz y tonalidad diferentes, con una melodía distinta, con un aroma diverso; las diferencias no eran físicas, o de género, o de edad; tampoco de inteligencia, conocimientos o capacidades; menos de riquezas y posesiones; eran de humanidad. Qué tan humana y qué tan viva, qué tan vivida era su vida. Todos hablan de la vida humana, pero pocos saben qué tan humana y tan vida realmente es, porque hay vidas que no se viven, se sufren; hay vidas más cercanas a lo animal, vegetal o mineral que a lo humano; hay vidas que son dolor, desesperación, soledad, vacío, falsedad, maldad. Hay vidas que son representaciones de un papel, ecuaciones en un cálculo, inventarios de un almacén; espirales de voracidad, espejos de egoísmo, falsedad de máscara, defensa de barricada, distancia de abismo, obscuridad en luz; hay vidas depredadoras, chacales, detritus, infiernos. Cada quien, como en botica, escoge la vida que quiere. Pero la vida humana, para serlo tiene que ser eso: vida y humana. Vivir no es sólo existir, ser, estar, tener, atesorar. Vivir es afirmarse momento a momento como parte del gran fenómeno cósmico que es la vida. Vivir verdaderamente es ser uno mismo, no una idealización de uno; ser y llevar su ser a más de sí, en hambre del ser total, de ser en todo, sin límites, sin miedos, sin soberbias; sin perderse en negación. La vida es algo mucho mayor que nosotros, no es nuestra, no es apropiable, no es un instrumento del que podamos hacer lo que se nos venga en gana. La vida es para vivirla como un milagro, como un misterio, como un don. ¿Y qué hemos hecho de la vida? Una esclava de nuestros intereses, deseos y locuras. Un instrumento desechable, consumible, insignificante al servicio de nuestra ceguera y nadería, supeditada a las cosas, encadenada a nuestros caprichos, sujeta a nuestras ocurrencias. Lo


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