Mariana. Luis Farías Mackey

Mariana - Luis Farías Mackey


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el lavabo al lado de la cama, oliendo a sudor y a rancio, con sus obesidades columpiándose al aire, el cesto desbordado de papel de baño usado, el foquito rojo, el olor a caño y el aliento acedo de sus gemidos fingidos al rechinido rítmico de la cama.

      Mas que no se crea que el amargor de su primer sexo amainó en él su vehemente búsqueda amorosa, antes bien le empeñó en su exploración tras confirmar lo sórdido y vacuo del amor comprado, así que encaminó sus pasos por los del ligador indiscriminado: secretarias, señoras mayores, sirvientas y cabritas de Chapultepec (muchachas de pinta en el bosque dispuestas a intercambiar quicks tras algún árbol o matorral, movidas por el despertar de la libido; aclaración necesaria a riesgo de que se tome a Joaquín por depravado).

      Estas relaciones tampoco colmaron su búsqueda. Desencantado optó entonces por la ley del péndulo: si el sexo fácil y el comprado no eran amor, había que buscarlo en las niñas fresas, sobrecuidadas y de sociedad. Así Joaquín se convirtió en el novio ideal de manita caliente, héroe de chaperonas, paradigma de tías quedadas, consentido de abuelas gurruminas, avidez de niñas mimadas, caprichosas y tiranas; niñas bien, de colegio de monja rica.

      Una vez invitó a Enrique, ¡oh, iluso!, a una plática organizada por las mamás del Mericci. El tema era el noviazgo y el experto conferencista era ¡un sacerdote! La sala estuvo vigilada, como si fuese campo de concentración, por las mamás de las niñas que, supuso el invitado, temían que en cualquier momento brincasen sobre ellas —niñas y progenitoras— en apetente e inconsciente reminiscencia del rapto de las sabinas. La conclusión de la sesuda conferencia fue que el noviazgo era la puerta más franca al pecado y la concupiscencia: «Empiezan agarrándose la mano y ¡oh, chiminos, animales del averno!, ya no pueden parar…». Enrique se preguntaba cuáles de las mamás vigías habían concebido inmaculadamente y cuáles se desmandaron nomás les tomaron la mano. Descifrar el enigma, se dijo, significa facilitar la conquista por aquello del buen Freud de que origen es destino.

      Como sea, la etapa de manita caliente tampoco satisfizo las expectativas de Joaquín, antes bien, lo demandante, frívolo y caprichoso de estas relaciones ahondó su tristeza y proclividad al llanto y autoflagelación.

      Llegaron los tiempos y circunstancias ¡a Dios gracias!, de que con todo y retiros espirituales, tías y chaperones, se facilitaron las relaciones furtivas con las chavas y, como bien decía Serrat: «De nada sirvieron las monjas, ni los caprichos ni lisonjas». Pero tiempos iban y tiempos vienen, que el llanto suelto de Joaquín permanecía inalterable. Todas sus relaciones, ya fuesen de manita caliente o de arrebato seminal, cursaban y terminaban en acuosos llanto y moco.

      Acapulco, Guerrero

      Domingo 20 de mayo de 1973

      08:46 horas

      Aquella mañana lo despertaron los gritos y carreras. Entre las nubes del alcohol entendió lo grave e indeleble del asunto y de su culpa.

      Que sus borracheras lo dañaran era su problema, pero que perjudicaran a otra persona no tenía perdón, más cuando esa persona había confiado en él, le había abierto su corazón, lo había comprendido y reconfortado. Cuando todos desconfiaban de él, ella le había entregado su integridad, seguridad y sueños. Su vida, volvía a confirmarlo, no tenía razón ni merecimiento.

      No siempre había sido así. Hubo un entonces promisorio y bondadoso. Su niñez fue feliz, aislada de problemas y de privaciones, alegre, sana, dedicada al juego y colmada del cariño de los suyos. En ese mundo, hoy tan lejano y ajeno, el abuelo Papáquique había sido su luz y fortaleza. Desde bebé fue su consentido, su compañero, su amigo. En él hallaba seguridad y confianza, y se sentía útil, querido, feliz. La familia vio con extraña simpatía la predilección del abuelo por el niño, más tarde fue suspicacia lo que levantó, hasta que finalmente llegó a hostilidad. Tras la muerte del abuelo, lo que imperaba era una furia rabiosa y enfermiza.

      Papáquique había muerto hacía dos años, semanas antes de verle cumplir 18 años. Desde entonces, Enrique ansiaba morir.

      Su familia era una de las más adineradas del México de principios de los años setenta. El gran generador de esa inmensa fortuna había sido Papáquique, hombre emprendedor, audaz y con un desarrollado olfato para los negocios y relaciones. Así que Enrique nació y creció en lo que años más tarde un presidente llamaría la administración de la abundancia, rodeado de las seguridades —eso se creía entonces— del dinero. Su vida había sido un cáliz de felicidad y desaprensión, y su futuro debiera serlo como heredero universal del abuelo Quique. Pero la verdad era muy otra, su muerte lo había dejado en la más sórdida orfandad afectiva y situado en el centro de la más desalmada de las guerras: la del dinero entre padre e hijo.

      No es que no se hubiese llevado bien con su padre, todo lo contrario, aunque no podría decirse lo mismo en reciprocidad. De niño fue objeto de sus mimos y cariños, que ya de joven se delataron falsos e interesados en sólo adular al abuelo. En su padre no había amor paterno, jamás lo había habido. No lo podía haber en quien únicamente se quería a sí mismo. Su padre había utilizado el afecto entre nieto y abuelo, como utilizaba su establemente falso matrimonio y todo y a todos, en su camino para su propio y exclusivo beneficio.

      Muerto el abuelo, todo ese caudal de falso amor se tornó en desalmado e irrefrenable odio. Desde la lectura del testamento, su padre no le hablaba, no lo admitía en su presencia, le impedía el acceso a su casa y descargaba contra Enrique todo el resentimiento y sumisión que por siempre acumuló contra su propio padre.

      La madre de Enrique, por contrapartida, fue siempre amorosa, en especial con él. Pero si grande era su amor, su debilidad emocional era mayor. A diferencia del amor paterno, el de ella era auténtico y florido, no escondía interés ni pretendía el afecto de Papáquique que, dicho sea de paso, la adoraba más que a sus propios hijos, sólo después de Enrique. No, en ella el amor era la válvula de escape a la triple infelicidad de su matrimonio: la de mujer insatisfecha y ultrajada; la de ser humano reducido a maniquí, a esposa modelo del exitoso empresario, a chica de portada de las mejores familias de México, pero también a hazmerreír de una sociedad falsa y fatua donde los besos, los abrazos y las sonrisas delataban la burla y el escarnio a la mujer vejada por las públicas y depravadas correrías de su marido que, si no eran objeto de aplauso, lo eran de indolente normalidad. Finalmente, la mayor de las infelicidades, la de la madre que ve retoñar en sus críos la ambición desmedida y desalmada del padre, con excepción de Enrique, quien repelía el dinero, la sociedad y el boato como el agua al aceite. Una llaga más sangraba en su corazón, el alcoholismo del mejor de sus hijos.

      Cuando se percató que el amor de su juventud era un bellaco cruel y sanguinario, llevaba en su vientre el producto de una violación bajo presión psicológica. En mala hora Papáquique forzó el matrimonio y el gandul pasó a representar hacia fuera la farsa de un matrimonio avenido y a ejercer hacia dentro un yugo cruel y violento. Ella aguantó por amor a sus hijos y el apoyo afectivo de su suegro, pero su estabilidad emocional se fue deteriorando junto con el brillo de sus ojos, cual pábilo sin oxígeno.

      Cuando el abuelo murió ella se supo en total desamparo, pero cuando se enteró de que Enrique era el heredero universal, su débil equilibrio emocional se quebró. Sabía mejor que nadie la condena que ello imponía a su hijo; conocía en propia carne la voracidad e ira demoníaca de esta familia y ahora, el más desprovisto para hacerle frente, su noble y tierno Enrique, quedaba a campo traviesa en temporada de caza. No podría resistir la masacre que de Enrique harían los de su sangre; sabedora, además, de que sin Papáquique nada podría hacer por su hijo. Ese día se ensimismó en un mutismo de depresión y tristeza que su marido prestamente diagnosticó de locura recluyéndola del mundo y, principalmente, de Enrique.

      Los hermanos, significativamente mayores que él, siempre lo encelaron con distanciamiento y frialdad. Ahora que «el pinche viejo» no los mencionaba en su testamento, lo combatían como enemigo. Ni qué decir de tíos y primos, incluso algunos de los sirvientes del abuelo.

      Enrique perdió abuelo, padre y madre en un día; perdió el mundo amigable que conocía, perdió su familia, su casa, su autoestima y, lo principal, perdió el deseo


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