La noche de la peste. Reinaldo Spitaletta
caminaba hasta donde nos manteníamos sentados, es decir, en la esquina del bar Florida, y nos decía: “muchachos, díganme la verdad: ¿me estoy poniendo vieja?”. Soltábamos risas pausadas y luego todas se unían para formar la risotada común, no, Juanita, jamás envejecerás, ni nosotros tampoco, porque no llegaremos hasta allá, tu padre lo impedirá. Y ahí sí era el acabose, Juanita nos insultaba y salía corriendo a su casa. “¡Malparidos!”, decía, y la palabrota nos acrecentaba la risa, un melódico ja, ja, ja.
Hubo días en que nos poníamos a inventarle conductas a don Silverio, que de a poco se nos fue travistiendo. Como Juanita nos había dejado de contar sueños y no nos transmitió más sus temores, nos correspondía hacerlo a nosotros. La madre de Juanita, doña Salomé, cada que nos pasaba cerca evitaba mirarnos y apresuraba el paso. Lo que nos sirvió para pensar que éramos los temidos. Seguro —decíamos— cree que no sabemos que su marido es un verdugo. Cuando estaba a pocos metros, alzábamos la voz: “don Silverio tiene hoy una ejecución”. Seguía su andar, como ignorando lo dicho. Despedía (o eso imaginábamos) un olor a carne curada. “Debe ser muy horrible ser la mujer de un verdugo”, decía alguno. Otro aportaba: “Sí, porque qué tal que le toque ponerle el cuello al marido, y no precisamente para que se lo bese”.
Y en cuanto a don Silverio, le notábamos raros comportamientos, como estar en la carnicería y ponerse a cortar carne de un modo desesperado, casi que arruinando las postas y los solomos. Creímos que estaba poseído por alguna alma en pena, y que no podía ser otra que la de algún verdugo medieval. Era como si estuviera implorando “no quiero ser verdugo” o algo similar y lo empezamos a compadecer, más que por él, por Juanita. Ella, que la conocimos usando ropas coloridas, inició una transformación que nos conmovió. Se vestía de negro y se tocaba la cabeza con una boina oscura. No volvió a contarnos nada sobre sus sueños y aprensiones. Ni siquiera nos dirigió más la palabra, lo que para todos fue una pérdida, una especie de desgracia. Se alejó de todos y cuando menos pensamos, no la volvimos a ver.
Jacinto, el de la ciega serenata
La calle del Calzoncillo tiene, como mangas, a Argentina y a Barbacoas, y como zona en la que debían estar las verijas, a la carrera Sucre. Tiene un parecido con los antiguos calzoncillos de abuelos, llamados “areneros”, porque se parecían a las calzonarias que utilizaban los paleros de quebradas en su ardiente faena. Antes de que la noche de Medellín convocara a los condenados maricas a ocupar aquel espacio, la manga izquierda era habitada por las llamadas “gentes de bien”. Y en una de esas casas, con balcón de maderas torneadas, vivía Jacinto Grajales, músico de profesión y serenatero por asuntos de amor propio. No era que lo contrataran los enamorados para llevar canciones de medianoche a las doncellas, sino que él iba a llenar las aceras de poesía y arpegios para que lo escucharan las señoritas que deseaba conquistar. Y ya ve usted que en ocasiones se ganó problemas con los que él consideraba aspirantes a ser su suegro.
En las tardes, Jacinto ensayaba en el balcón. Desgranaba boleros y bambucos, algunos de su propio magín y hechura. Su madre, que ya peinaba canas, se extasiaba junto a la puerta, entrecerrando ojos y tal vez diciéndose para sí que tenía un hijo de abultado genio. Él, a veces, se dirigía a ella, como si fuera su enamorada y al tiempo que cantaba le hacía guiños y miñocos, le mandaba un “pico” y la señora sonreía, como si se estuviera acordando de alguna serenata. Una guitarra y una voz bien timbrada seducen y pueden abrir corazones, dicen que le escucharon decir a Jacinto, que en esa calle breve todo se sabía, porque el mundo era todavía pequeño y parecía tener una buena dosis de sosiego en las esquinas.
Cuando el crepúsculo se regaba por la callecita, el guitarrero sabía que su hora de salir había llegado. A veces llamaba a Juan de Dios Arango, músico que habitaba en La Paz, cerca de allí. Y los dos, de caminada, se iban hasta San Benito, o a la parte baja de Buenos Aires, muy cerca de la Plaza de Flórez, y algunos dicen que los vieron alguna vez en La Toma, en cafetines de baja estofa y de mujeres atrevidas. Solo o acompañado, Jacinto, con una tesitura de tenor, hacía las gracias y delicias de muchachas de familias encumbradas, y él, que sabía que muchos papás decían a sus hijas que jamás se fueran a casar con un músico, que era no solo tiempo perdido sino una condena a llevar una vida de soledades y miserias, se esmeraba por aparecer distinto cuando cantaba debajo de miradores o cerca de las ventanas. Llegó a hacer prender candiles en las piezas y vio entreabrirse cortinas curiosas. Se cree que escuchó suspiros y ayes de corazones desgarrados.
Una noche, cuando ya tenía puesto un saco de paño negro y empacada la guitarra, su mamá le advirtió que tuviera cuidado, porque se había enterado de que no faltaban padres bravos por sus “canturreos” (así se lo dijo ella) nocturnos. “También tendré que enamorarlos a ellos”, contestó, con voz de donjuán provocado.
Cuando llegó a la puerta de la casa de Margarita Restrepo, en San Benito, entrevió una suerte de movimiento sutil de cortinajes en una ventana del segundo piso, y entonces la emoción lo atacó, cual si le dijera una voz secreta que “tenés que cantar mejor que nunca esta noche”. Y principiaron los acordes y Jacinto con su “Despierta, niña hechicera, dulce niña encantadora…”, sentía, según se lo contó después a su mamá, que el cielo se abría, que las estrellas bajaban a escucharlo y a iluminarle la cara, y él miraba hacia arriba y ni así pudo hacerle el quite al intempestivo baldado de orines revueltos con una sustancia que luego se supo era ácido muriático, que le desgarraron la voz y lo sumieron en una puerca oscuridad.
Durante muchos días, la gente que pasaba por Barbacoas, que en esa manga del Calzoncillo se llamaría más tarde El Machete, oyó la voz triste de un músico que quedó ciego por el deseo pertinaz (y peligroso) de seducir muchachas con canciones nocturnas.
Ayer no más, diagonal a mi casa, había un aviso fúnebre sobre la acera y recostado a la pared. Desde la esquina en la que vivo, en un segundo piso, no alcancé a leer de quién se trataba. Tal vez pudo haber sido la dama, ya vieja, como de setenta años, que iba casi todos los días a una legumbrería, muy cerca de aquí, en la que, según he sabido, las señoras del barrio iban (van todavía) no solo a comprar plátanos y cebollas, sino a hablar de la vida del sector, de si escucharon unos balazos anoche, de que se robaron una motocicleta en la otra cuadra a una muchacha que no era de por estos lados, sabés querida que vimos entrar a un tipo raro en casa de doña Mery, y todas esas parlas y otras parecidas las he conocido porque mi mujer, que no es tan vieja, también va a ese lugar de la mañana a conversar y escoger tomates.
Lo del letrero funerario me llamó la atención por unos instantes, pero luego olvidé el asunto porque de muertes ya estamos acostumbrados en la ciudad, pero más que todo, en esta calle, en la que, como caso curioso, casi todos somos viejos, pues eso es lo que desde el balcón observo, y entonces se cree, eso dicen, que la Pelona, como la llama doña Genoveva, dueña de una tienda en esta misma cuadra, está al acecho y cualquiera puede ser el escogido. En realidad, nunca supe el nombre de la señora de edad que yo suponía sería la muerta y hoy apenas me he enterado de que se llamaba Aurora, porque mi mujer me lo ha dicho, aunque en rigor sabía que en efecto alguien había muerto allá, no porque hubiera un anuncio, sino porque hoy vi a un hombre abatido, en el balcón, aferrado a la reja, la cabeza gacha y como sollozando y me he puesto a decir por dentro pobre tipo, parece tan solo y desamparado, y a mí ni siquiera se me ocurre pasar hasta allá y saludarlo con un rictus de pesar en los labios, de esos que le duelen a uno, mucho más cuando las palabras no fluyen, y decirle un “lo siento” que suene sincero, y, en medio de todo, lo que deduzco es que el hombre se quedó solo y ese es un destino ineludible,