La noche de la peste. Reinaldo Spitaletta

La noche de la peste - Reinaldo Spitaletta


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más, que el tipo venía del monte, montañero, montuno, de esos que poco aparentan pero cuando les sacan la piedra, hay que buscar escondederos, sí, que lo vi lo vi, lo vimos en trances contra tres y cuatro que eran buenos pa’ la puñaleta, pero qué va, con ese man no había nada qué hacer, sí que era peligroso, que pudo haber volado cabezas cuando le diera la gana, pero apenas se quedaba en los planazos y en uno que otro puntacito para que el otro sangrara y dejara la güevonada, así decía, que a mí me caía bien el sujeto porque, aunque no nos fiaba ni puta mierda, se portaba bien al avisarnos cuando estaba por llegar la tomba, la tómbola, la chota, la patrulla, la batida, que eso era muy común, requisas en los bares, y uno ahí mismo dejaba debajo de la mesa la puñaleta, o ya el Bizco se la guardaba cuando había tiempo de la maniobra, y si bien, como le decía, por estos mapas se paseaban malevitos de otros lados, como si fueran muy guapos, muy cojonudos, y qué va, por acá los dejábamos fritos, con puños era apenas suficiente, pelados que a nosotros no nos iban a venir a atacar a la casa, malparidos, qué se creían pues, que un tal Márquez, que era un malevo de Playa Rica, pero con más amistades en el Mesa, llegó a increparnos, una noche en la que precisamente estaba sonando Biagi con un tangazo, soñemos que me quieres y te quiero, y yo estaba tragado de una mona que vivía cerca del River Plate, y yo le echaba monedas a este tango como para darle serenata a la muchacha, a la percanta que poco caso me hacía y ahí apareció el man que le digo, que les digo, que ya me llené de oyentes, y tumbó el disco, hijueputa, no sé qué se estaba creyendo el mancito, que se daba aires de valentón, mirando pa’ todo lado, sacando pecho, farfullando, murmurando, resoplando y de una me paré, me dirigí al piano donde él estaba todavía mirando los títulos de las canciones, lo hice voltear para que me mirara de frente y le puse un manazo que se fue al piso, lo dejé que se levantara, le dije que si estaba armado o que yo le prestaba cuchillo, hijueputa, para que nos matáramos ya, y el hombre se arrodilló, me pidió perdón, se le sentía el miedo y salió cabizbajo y chorreando sangre que la camisa ya la tenía muy manchada, y a mí me fue dando como pesar del malparido, al que después apuñalaron en La Callecita y lo hicieron partir de aquí a la eternidad, que seguro encontró a otro con menos etiqueta, ja, ja, ja, que como le iba diciendo el Bizco también colgaba unos chorizos ahí, casi encima del mostrador, un arrume que se iba, se esfumaba en las noches, cuando nosotros, escuchando a Berón con aquello de trasnochando como todo calavera, nos apretujaba la hambruna y la mesa, además de vasos y copas, se llenaba de chorizos fritos, mantecosos, que el man los traía de San Jerónimo, según contó, de donde además era él, montañero que estaba pegando en el barrio, en el que también abundaban los que no se habían quitado el capote de encima, ¿que qué es el capote?, pues la tierra de capote, de esa negra que parece mojada a toda hora y que sirve para sembrar matas, ja, ja, ja, qué le cuento pues, que a mí me gustaba beber y comer chorizo y fumar Lucky Strike cinco letras, un cigarrillo delicioso, que ya no venden y bueno yo ya ni fumo nada, que los pulmones están acabados según dijo el médico, y a uno ya los años no lo dejan sino recordar güevonadas de puñalera, de aquellos discos de Echagüe y El rey del compás, qué melodías sonaban en el bar del Bizco, pero también, que uno se iba de correría, en el Viejo Café y el Torrente, en el Barquito y Tres amigos, y en La Isla, donde me tocó ver peleas a cuchillo y me lamía por entrar a repartir puñaleta, pero uno dejaba que los otros que, además, no eran amigos de uno se mataran entre ellos, o por lo menos, que se cortaran, como la vez en que a mí, ya por los lados de Niquía, se me vinieron en manada y después de herir dos o tres, uno me mandó un cuchillazo por detrás, que no me morí de milagro, porque, como se decía, uno se muere de turno, y ya ve, aquí sigo, vivito, aunque muy disminuido, que me ve estas gafas oscuras porque perdí el ojo izquierdo en una pelea, una zambra bonita que tuvimos en la esquina de los Relleneros, ahí junto a la casa de doña Ana, hace tanto tiempo ya que ni me acuerdo cómo fue que no puse cuidado y con la navaja el maricón de Atehortúa me jodió, que me parece que no es tan bueno haber sobrevivido a tantas riñas, ¿se acuerda que los periódicos así se referían a todas esas peleas, a las que también llamaban reyertas? y a veces, donde el Bizco leíamos Sucesos Sensacionales porque tenían mucha sangre y contaban historias de putas y malevos, que uno buscaba salir ahí algún día, pero qué va, nunca mojé prensa, pelado, y lo único que me sigue gustando de aquellos días es el pianito de Biagi, de Rodolfito, que me hace volver a tiempos viejos, en los que uno era joven y bello y enamoraba muchachas a las que solo dejaban salir a la ventana, y a otras les prohibían de una la amistad con uno, que cómo así que va a conversar con un vago, patán, peligroso y marihuanero que así era como nos llamaban los papás y mamás de las muchachas bonitas. Bueno, pues, déjeme respirar que ya no voy a contar más nada de mi vida, obra y milagros, que usted lo que busca es banderiarme para decir que los malevos de antes eran muchachos buenos en comparación con los de ahora, que me parece que ni siquiera saben quién fue el gran Rodolfo Biagi ni lagrimearon con aquella melodía de yo sé que es imposible quererte y adorarte, que es un pecado amarte y darte el corazón... y le cuento, pa’ terminar, que esto me está mamando, no creí nunca que se me iba a hacer realidad lo que decía otro tango que no estaba en la cantina del Bizco sino en el Viejo Café: “malevos que ya no son”, y vea pues, ya no soy, qué vaina, ya no soy, aunque uno nunca deja de ser lo que fue. Nunca. Nunca, papá.

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       La culinaria hablada de mamá

      Nos reunía a los cuatro muchachos en la cocina y comenzaba sus relatos con una frase: “hoy tendremos comida de palabras”, que ya para entonces, en los días del cansancio, se había vuelto un lugar común y fastidioso, porque uno, al escucharla, decía por dentro: “otra vez las mismas historias” y así, que mamá desde sus ancestros, según contó no sé cuántas veces, venía con los cuentos por dentro. Las jornadas mañaneras con desayunos de precariedades, eran diarias, menos los domingos, cuando ella dormía hasta bien entrada la mañana. Entonces aprovechábamos para salir temprano, sin tomar ni comer nada, apenas unos cascos de naranja, que los repartíamos entre los cuatro, a jugar en la calle con los demás de la cuadra partidos de pelota de “carey”, porterías de piedras y unas ganas locas de corretear, driblar y hacer goles con gritos que estremecían las puertas de las casas, cerradas casi siempre, porque cuando una esférica se metía a una sala, no faltaba quien nos la devolviera vuelta pedazos y se armaba una coral de insultos acuñada con pedradas. Los domingos entonces nos escapábamos de las historias de mamá, que, a veces, no hay por qué negarlo, eran simpáticas, o eso dice uno, tal vez porque las nostalgias se vuelven generosas.

      Las palabras le brotaban a mamá como si salieran de una cárcel, con ganas de calle y libertad, y mientras hablaba ponía al fogón arepas mezcladas con queso costeño, que le transmitían al lugar un olor particular, como agridulce, y a hervir el aguapanela, que esparcía por la cocina un aroma dulzón, y eso era todo lo que nos aguardaba para el estómago, y ella, para sazonar mejor los faltantes, se dedicaba a contarnos historietas: anoche, muchachos, soñé con mi madre Estanislada que volvía de su tumba a traerme muñecas españolas Mariquita Pérez, que siempre quise tener y que nunca me las trajo el Niño Jesús porque las cambiaba en el camino y me llevaba unas de trapo, carilindas y todo pero no eran las que yo quería. Mi madre había llegado de Jerez, una aldea española, y traía roscas dulces y confites de mandarina, los ponía sobre una mesa sin mantel y llamaba a todos los nietos a hacer una fila, tomen lo que quieran y el orden se mantenía, sin amontonamientos ni rochelas, y todos nos devolvíamos a las piezas con la boca llena y los ojos contentos; ah, ¡ay! anoche también soñé con mi hermana Valentina que quería arrojarme a un pozo, ella decía que era uno de esos que llaman de los deseos, que pidiera lo que fuera y se me concedería, y yo le decía que si abajo había comidas de las que nos daba mamá, abundantes y sabrosas, yo no tendría problema en dejarme caer, porque qué bueno sería probar otra vez las migas con tomate y cebolla, adobadas con manteca de cerdo, que eran una maravilla para el desayuno, y Valentina que sí hermanita, decí que sí, que allá te irá muy bien, vivirás muchos años y yo sabré que estás ahí y eso me alegrará, y en esas me empujó y yo caía y caía sin tocar fondo y nunca llegué, porque en esos momentos desperté con el corazón descompuesto,


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