La noche de la peste. Reinaldo Spitaletta

La noche de la peste - Reinaldo Spitaletta


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porque supongo que el vecino debe estar en esa condición, ahora sí, solo de remate, no he visto a nadie más que le acompañe, y desde hace tiempo no he visto a otros diferentes a él y a ella en el balcón. No sé por qué no me nacen ganas de ir hasta allá y desde abajo, muy juntito al lugar en el que estuvo puesto el aviso, mandarle un saludo de solidaridad, pero no, creo haber perdido el sentido de vecindad, tal vez desde que decidí mantenerme alejado de los demás de por aquí, cuando precisamente en esta esquina me asaltaron dos tipos a pleno sol y bueno, yo no grité, no insulté, ni sentí miedo, pero sí rabia porque yo veía que otros miraban sin inmutarse, o tal vez sí, como si fuera un espectáculo el que a uno le estuvieran birlando cualquier cosa, y claro, no llevaba casi nada, unos billetes arrugados y una lapicera y no más, y sentí ganas de vomitar en el asfalto cuando los dos muchachos se fueron, despacio, cada uno con una especie de bamboleo. “¿Le robaron, señor?”, preguntó alguien, con una voz de estupideces y yo no contesté.

      Me parece que en otros días esta esquina era más calmada. Eso me decía mi mujer, porque yo casi no paraba por aquí, unas veces trabajando, o me quedaba después del turno en un bar del centro, echando monedas a las canciones del traganíquel, mirando a la copera, que tenía unas caderas grandotas y una cara de aburrimiento. Era mejor verla por detrás, y tal vez por esa razón la hacía ir cada rato al mostrador para que me trajera más pasantes de zanahoria y limón. Ella, creo, sabía que el propósito oculto era que le mirara el trasero y, en ocasiones, tal vez cuando el tedio la dejaba, lo contoneaba con entusiasmo. Valía la propina. Digo que no era tan fregada esta parte del barrio porque nunca, al llegar tarde, pasaba nada. Pero sí me daba cuenta de que las ventanas tenían ojos detrás de las cortinas y la señora del aviso funeral era una de las que se asomaba con deleitoso cuidado, seguro a ver qué tan borracho había llegado su vecino. A veces uno alzaba la mano para que los husmeadores se sintieran pillados.

      En esta esquina mis soledades fueron creciendo y llegó un momento en que nadie de por aquí me importó. Ya estaban lejos aquellos que conocí hace tiempos y los que llegaron no me llamaron la atención, tal vez porque uno se torna huraño con el paso de los días, cuando las corvas empiezan a doler y en las rodillas principia como una tembladera, como una tiesura, qué se yo, y salir a caminar no es ningún atractivo, sino una especie de castigo. Me gustaba más estar fuera de esta jurisdicción de señoras que ya no tenían ningún encanto y que no valía la pena verlas caminar desde el balcón, y de hombres, como yo, tal vez, a los que se les notaba el hartazgo o el cansancio, que los dos son síntomas de ya no tener ganas de nada. Y cosa extraña, por aquí no es que abunden los jóvenes, excepto los que llegan de otros lados a robar motos, como supe que dicen las señoras de por acá, por ser lugar de desolación.

      El aviso blanco de letras negras me puso a pensar sobre cómo he perdido el interés por el barrio, no me importa quién vive al lado ni al frente, ni diagonal, ni tampoco las noticias que mi mujer trae cada que va a lo de las legumbres, leches y arepas. En otros días, quizá, hubiera salido a la calle y sin premuras me hubiera acercado a leerlo, pero solo por una curiosidad, no porque me importara en realidad quién era el muerto, que me he ido acostumbrando a las ausencias, sin más ni más. Claro que, a ella, a mi mujer, parece habérsele contagiado mi indiferencia porque, que yo me haya dado cuenta, no ha expresado ninguna intención de ir hasta el hombre que da la impresión de haberse quedado solo en el mundo. O puede ser también que me interesa poco lo que ella haga o deje de hacer y entonces yo pueda ser un tipo que haya perdido toda sensibilidad y mi mujer no sea más que otra sombra. El cuento es que la triste imagen del hombre me ha trastornado y tal situación me preocupa, más por mí que por él, porque parece que ya estoy sintiendo ganas de ir a tocar su puerta y decirle que nos vamos a tomar una cerveza en la tienda de doña Genoveva para hablar de por qué diablos por aquí ya nadie se preocupa por leer los avisos de muertos ni por los hombres que se van quedando solos.

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       La Payanca

      Entró al café, los colores fosforescentes del Wurlitzer iluminaron su cara de fantasma, miró una silla libre y tras sentarse pidió una cerveza. El del mostrador lo observó como si estuviera viendo un muerto y sintió escalofríos, la muchacha del delantal blanco y escote, le llevó la botella y el vaso, y él, con una voz que la petrificó, le dijo: “Soy Carlos Gardel, por favor, poneme el tango Volver”. Los rayos del traganíquel brillaron en los dientes del recién entrado y la muchacha pensó: “Sí, su sonrisa es la misma de Gardel” y al decirlo sus ojos se detuvieron en una pared de la que colgaba un retrato del cantor. Se sacó una moneda de doscientos pesos del bolsillo de su delantal y la echó por la ranura, pisó dos teclas y el tango se regó por el lugar que olía a orines y sudor. Eran las seis de la tarde, y varios parroquianos conversaban en las mesas.

      —¿Cómo se llama este bar?—, le preguntó el hombre a la salonera.

      —La Payanca—, contestó ella y luego volteó la cabeza hacia el del mostrador, que seguía con una cara de desconcierto. Gardel cantaba: “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada…”.

      —¿Ah, pero no vio el letrero?

      —No, pero tiene como nombre el apodo de una mujer que yo conocí en un quilombo.

      —¿Quilombo?

      —Sí, un prostíbulo. Y decime, nena: —¿te gusta Gardel?

      —Sí, para el gasto, —dijo ella, con una sonrisa pícara, —a mi papá le agradaba mucho, pero a mí casi no me gusta tener recuerdos.

      —Bueno, sabés que yo soy Gardel, ¿cierto?—, dio un sorbo a la cerveza y de pronto descubrió la efigie del cantor. —Huy, qué pinta tengo ahí— y sintió el fraseo, la voz honda: “errante en la sombra te busca y te nombra…” y tomó otro trago.

      —Tomo y obligo fue lo último que yo canté, —dijo con un sollozo.

      —Permiso, señor, voy a atender otra mesa.

      El del mostrador parecía no entender nada de lo que estaba pasando. Veía, en efecto, a un tipo fantasmal que, si estuviera con el chambergo puesto, hubiera sido el mismo cantor. “Nada raro es que haya vuelto después de quemarse en Medellín”, pensó y se rio para adentro de su ocurrencia. “Qué güeva soy: Gardel no hay sino uno y hace tanto que se murió”. Afuera, la ciudad tenía los afanes del atardecer, algunos que pasaban miraban de rapidez hacia el bar y quedaban como aturdidos al toparse con el tipo que, de cara a la puerta, tenía rasgos gardelianos. El cantor había terminado su tango de acetato.

      —Por favor, échele otra moneda al mismo número—, pidió el de la fisonomía de arrabal amargo, que ya no sonreía. Las luces de neón de la pianola permitieron que la muchacha descubriera algunas “patadegallinas” alrededor de los ojos del hombre que, en rigor, sí era como el doble del cantante. “A mi papá sí que le gustaban los tangos de Gardel, pero a mí no me desvelan”, pensó y siguió mirando las arrugas del cliente. El del mostrador ya buscaba la salida para ir hasta el tipo del rostro mortuorio. Alguien pedía un tinto y el fragor de los motores y de los transeúntes se oía afuera. El bar también olía a aguardiente. “Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve a encontrarse con mi vida…”. Se oyó a alguien que hacía un desafinado dúo al Inmortal. El de la apariencia gardeliana agachó la cabeza, se dobló y descansó sobre la mesa. La botella cayó al piso.

      De pronto, la cabeza volvió a subir con fuerza, porque el del mostrador ya la levantaba y con ojos de fiera o, tal vez de criminal, algo así dijo la muchacha después, miraba la cara del sorprendido cliente, que acaba de ver casi junto a su nariz el revólver con que le apuntaban.

      —Usted no puede ser Gardel. Él es único, ¿entiende? ¡Entiende! ¡No tiene dobles!

      De afuera no se escuchó el disparo.

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